26 de septiembre de 2014

Nuestra Señora de la Soledad, Historia y Leyenda

Nuestra Señora de la Soledad
Historia y Leyenda

Roberto Méndez Martínez

La proximidad de los festejos con motivo de los 400 años de la aparición de la imagen de Nuestra Señora de la Caridad ha hecho que no sólo se repase la historia de esta advocación entre nosotros, sino que nos lleva a buscar, en los archivos y en la tradición oral, otros hitos en la antiquísima devoción mariana en la Isla. Camagüey, fundado originalmente bajo el nombre de Santa María del Puerto del Príncipe, venera desde el siglo XVII a Nuestra Señora de la Soledad. Es algo muy específico de esta región legendaria, pues no tenemos noticias de que el culto se haya extendido a otras partes del país.

El templo consagrado a ella es un imponente edificio de ladrillos que no deja de impresionar a lugareños y turistas, sobre todo por el contraste entre la severidad exterior y la sobria elegancia de sus tres naves. Ubicado en el mismo corazón de la ciudad, ha contribuido no poco con su imagen a otorgar ese perfil añejo que posee el centro histórico de Camagüey.

Hacia 1697 comenzaba el presbítero don Pablo Antonio de Velasco la edificación en ese lugar de una ermita, dedicada a Nuestra Señora de la Soledad. No saben a ciencia cierta los historiadores a expensas de quien se hacía ni por qué se escogió precisamente ese sitio. Una sencilla leyenda, si bien calla lo primero, ofrece ingenua respuesta para lo segundo.

Avanzado el siglo XVII, era la calle Reina –hoy República–, como el resto de las de esta población, simple terraplén, a pesar de ser la arteria que cruzaba la villa y enlazaba las dos entradas a la misma: la de los viajeros que procedían de La Habana y la de los que venían de Santiago de Cuba. No era extraño esto si se tiene en cuenta que Puerto Príncipe no era más que un conjunto de bohíos y que la casa del Cabildo y aún las iglesias eran edificaciones más que modestas. No había alumbrado público, ni alcantarillado y los vecinos vertían muchas veces las basuras directamente en las calles, a las que la lluvia y el abandono hacían intransitables, aún a caballo.

No es de extrañar, pues, que en aquel día legendario, una atestada carreta de bueyes, cuyo somnoliento conductor no lograba conjurar los efectos de la mala noche, ni la persistente llovizna, se quedara varada en uno de los abundantes lodazales del llamado barrio del Cascajal. Llovieron sobre los sufridos animales los pinchazos con el aguijón, los golpes y maldiciones de aquel hombre cada vez más impaciente: yunta y carreta parecían clavadas al suelo. Fueron congregándose los curiosos, porque en aquel pueblo las diversiones escaseaban y cualquier incidente callejero se volvía noticia. Al rato, aquel hecho que ocurría en cada primavera, iba tomando visos de excepcionalidad: una fuerza misteriosa parecía retener allí a los animales más allá de toda violencia. Entonces decidieron concluir por donde debían haber comenzado: aligerar la carga, para facilitar los movimientos de la yunta.

Poco después de empezar a trasegar los pesados bultos, uno de ellos vino al suelo. Lo abren y en su interior hay una hermosa imagen de la Virgen de la Soledad. Se dice que entonces, algunos cayeron de rodillas ante ella y aseguraron que estaban presenciando un signo divino: la Señora quería que en ese sitio se le edificara una ermita. Ignoramos la reacción final del obstinado boyero y también la de los posibles destinatarios de la imagen, la leyenda los ha dejado al margen.(1)

Lo llamativo de este suceso es su casi exacta coincidencia con otro que tuvo lugar en Oaxaca, México, en el propio siglo XVII. En este caso fue una mula la que cayó desplomada en un sitio de esta ciudad y no hubo modo de moverla de allí hasta que descargaron los huacales que traía y en uno de ellos encontraron la imagen de la Virgen de la Soledad; en aquel lugar se levantó un templo, en el que posteriormente se insertó una serie de vitrales que narran la leyenda. Desde entonces Nuestra Señora de la Soledad es patrona de ese estado mexicano y su templo está declarado Santuario Nacional. La imagen legendaria allí conservada es casi idéntica a la de Puerto Príncipe, aunque un tanto mayor.

La ermita principeña se construyó con cierta dignidad, a pesar de ser de una sola nave, de ladrillos, con techo de tejas, gracias a los esfuerzos del presbítero Velasco, quien en 1713 es nombrado oficialmente capellán de ella. La devoción a esa advocación de la Virgen se extendió en el vecindario de modo tal que ya en el siglo XVIII era lugar muy concurrido y, gracias a un legado de doña Rosa de Varona y Ortega, manejado por su hermano el sacerdote don Adrián de Varona, fue posible la erección de un templo más ambicioso.

Si atendemos a lo que escribe el obispo Morell de Santa Cruz en su Visita eclesiástica, se inició la nueva construcción hacia 1733(2) aunque, cuando pasó él por la villa, en 1756, aún se oficiaba en el viejo templo pues el nuevo no andaba muy adelantado y explica que “por falta de medios, sólo han podido enrasarse las paredes del presbiterio, capilla y dos sacristías que lleva a los lados”(3). Sólo el 6 de diciembre de 1776 pudo ser bendecido su crucero y colocada en el altar mayor la imagen, que había sido trasladada temporalmente a otro templo.

El arquitecto Joaquín E. Weiss la describe en La arquitectura colonial cubana:
“Consta de tres naves con un largo total de 56 varas; tenía originalmente diez altares y un cementerio anexo. Como la Merced, tiene una sola torre, pero en este caso a un lado de la fachada, si bien la composición de esta hace presumir que acaso se proyectara otra del lado opuesto, sobre todo tratándose de una iglesia de tres naves. La puerta principal y las laterales están enmarcadas por pilastras, entablamentos quebrados y remates de ménsulas y obeliscos, fórmulas usuales del barroco primitivo.”(4)

En 1801 el templo fue erigido en parroquia. Sus piedras contemplarían a lo largo de los años numerosos sucesos, entre ellos: el bautismo de la que llegaría a ser célebre poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda en 1814, el matrimonio de Ignacio Agramonte y Amalia Simoni al amanecer del 1 de agosto de 1868 o las sonadas protestas del presbítero Manuel Martínez Saltage contra las masacres que el ejército republicano estaba realizando con el pretexto de reprimir la guerrita de los “Independientes de color” a mediados de 1912.

La antigua imagen de la Virgen de la Soledad se conserva aún en el retablo principal, en una hornacina protegida por un cristal. Es una figura pequeña, que tiene rostro, manos y cabellos, pero el cuerpo está formado por simples varillas, como sucede en muchas imágenes antiguas, que simplemente sirven para sostener los vestidos. En las grandes festividades se le colocaba un gran manto negro incrustado con hilos de oro, que fue encargado a unas monjas en Valladolid.

Además de la devoción a su patrona, que llegó a tener una procesión propia, conocida como “del Retiro”, en la tarde del Viernes Santo, cuando concluía la del “Santo Entierro”, el templo centró desde el siglo XIX la devoción a la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, de tanta fuerza en Puerto Príncipe, que la cena familiar y festejos de esa noche se les dio en llamar “la nochebuena chiquita”. Esa tarde, después de las celebraciones en el templo, partía de allí una singular procesión compuesta sólo por muchachas solteras, vestidas de blanco y con mantilla del mismo color que llevaban a la cintura una banda azul celeste –color del manto de la Inmaculada – y popularmente se le dio en llamar a este cortejo “la procesión de las puras”.

El 29 de abril de 1940, visitó el templo Thomas Merton (Prades, Francia, 1915 - Bangkok, Tailandia, 1968), quien llegaría a ser un célebre monje trapense y escritor místico. Hacía menos de dos años había recibido el bautismo y quería en una peregrinación por Cuba, que lo llevaría hasta Nuestra Señora de la Caridad en el Cobre, esclarecer su vocación religiosa. Asistió a una eucaristía en la parroquia camagüeyana y quedó profundamente impresionado con la belleza de la imagen y con lo singular de esta advocación de la Soledad. Allí tuvo una de las iluminaciones decisivas en su vida, como cuenta en su libro La montaña de los siete círculos:
[…] encontré una iglesia dedicada a la Soledad… una pequeña imagen vestida, en una hornacina sombría: apenas podía uno verla. ¡La Soledad! Una de mis mayores devociones; no se la encuentra, ni se oye nada acerca de ella en este país [Estados Unidos], excepto una antigua misión de California que fue dedicada a ella.[…]

Supe con la certidumbre más absoluta e incuestionable que ante mí... […] estaba a la vez Dios en toda su esencia, en todo su poder, en la carne y en sí mismo y rodeado de los rostros radiantes de miles, de millones, de innumerables santos contemplando su gloria y alabando su santo nombre. La certeza inconmovible, el conocimiento claro e inmediato de que el cielo estaba justo ante mí, me sacudió como un trueno y me atravesó como un rayo que parecía que me sacaban al instante de la tierra.(5)

La advocación de Nuestra Señora de la Soledad tiene una devoción arraigada en España, donde se le han dedicado templos y cofradías en ciudades de diversas regiones como: Sevilla, Córdoba, Palencia, Zamora, Burgos, Monóvar y Palmas de Gran Canaria. Algo semejante sucede en México, donde además de la citada Basílica, se le han dedicado la Catedral de Acapulco, así como otros templos en la Capital Federal, en Guadalajara y la antigua capilla de misión en California citada por Merton.

Como detalle curioso puede señalarse lo variable de la fiesta de la Soledad en el calendario litúrgico. Aunque su ubicación privilegiada debía ser entre el Viernes y el Sábado Santo y de hecho en algunos sitios hay espacios de oración, procesiones y rosarios en su honor durante esos días, estos no pueden desplazar la atención de los fieles del misterio central de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, por lo que en México se ha ubicado su fiesta el 18 de diciembre, mientras que en parte de España se prefiere el segundo domingo de septiembre, aunque en Alicante, según antiquísima tradición, se conmemora el 10 de julio. En Puerto Príncipe era tradicional celebrarla el Viernes de Pasión o de Dolores, es decir el anterior al Domingo de Ramos, fecha en que la Iglesia universal celebraba la solemnidad de Los siete dolores de la Santísima Virgen conocida también como la Transfixión de María, aunque en años recientes fue trasladada al 15 de septiembre, fecha en que el calendario litúrgico marca la celebración actual de Nuestra Señora de los Dolores.

Notas
1  Cf. “La fundación de la ermita de la Soledad”. En: Roberto Méndez Martínez: Leyendas y tradiciones del Camagüey. Editorial Ácana, Camagüey, 2003.

2 Pedro Agustín Morell de Santa Cruz: La visita eclesiástica. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1985, p.74.

3  Ibid. En su Colección de datos históricos, geográficos y estadísticos de Puerto Príncipe (La Habana, Imprenta El Retiro, 1888) el historiador Juan Torres Lasquetti indica como fecha de inicio de la nueva obra el año 1748, este dato es el más difundido actualmente, a pesar de que la cercanía en el tiempo de Morell debió facilitarle informaciones más exactas.

4 Joaquín E. Weiss: La arquitectura colonial cubana. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1979. Tomo 2, pp. 123-124.

5 Citado por Dora Amador: “Merton en mí”. En blog www.palabracubana.org, 10 de diciembre, 2008.
Reproducido de Palabra Nueva, Revista de la Arquidiócesis de La habana

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