29 de septiembre de 2014

El P. Ignacio Zaldumbide oficiará Misa este domingo en St. Michael

 
 
El P. Ignacio Zaldumbide Vilor, Vicario de la Basílica Catedral Metropolitana de Camagüey, se enuentra en Miami y oficiará la Santa Misa  este domingo 5 de Octubre en la Iglesia St. Michael The Archangel, a las 11.45 de la mañana.

Se invita por este medio a todos los católicos camagüeyanos
y, Dios mediante, allí nos veremos.
 
St. Michael The Archangel Catholic Church,
2987 West Flagler St.
Miami, 33135

26 de septiembre de 2014

Nuestra Señora de la Soledad, Historia y Leyenda

Nuestra Señora de la Soledad
Historia y Leyenda

Roberto Méndez Martínez

La proximidad de los festejos con motivo de los 400 años de la aparición de la imagen de Nuestra Señora de la Caridad ha hecho que no sólo se repase la historia de esta advocación entre nosotros, sino que nos lleva a buscar, en los archivos y en la tradición oral, otros hitos en la antiquísima devoción mariana en la Isla. Camagüey, fundado originalmente bajo el nombre de Santa María del Puerto del Príncipe, venera desde el siglo XVII a Nuestra Señora de la Soledad. Es algo muy específico de esta región legendaria, pues no tenemos noticias de que el culto se haya extendido a otras partes del país.

El templo consagrado a ella es un imponente edificio de ladrillos que no deja de impresionar a lugareños y turistas, sobre todo por el contraste entre la severidad exterior y la sobria elegancia de sus tres naves. Ubicado en el mismo corazón de la ciudad, ha contribuido no poco con su imagen a otorgar ese perfil añejo que posee el centro histórico de Camagüey.

Hacia 1697 comenzaba el presbítero don Pablo Antonio de Velasco la edificación en ese lugar de una ermita, dedicada a Nuestra Señora de la Soledad. No saben a ciencia cierta los historiadores a expensas de quien se hacía ni por qué se escogió precisamente ese sitio. Una sencilla leyenda, si bien calla lo primero, ofrece ingenua respuesta para lo segundo.

Avanzado el siglo XVII, era la calle Reina –hoy República–, como el resto de las de esta población, simple terraplén, a pesar de ser la arteria que cruzaba la villa y enlazaba las dos entradas a la misma: la de los viajeros que procedían de La Habana y la de los que venían de Santiago de Cuba. No era extraño esto si se tiene en cuenta que Puerto Príncipe no era más que un conjunto de bohíos y que la casa del Cabildo y aún las iglesias eran edificaciones más que modestas. No había alumbrado público, ni alcantarillado y los vecinos vertían muchas veces las basuras directamente en las calles, a las que la lluvia y el abandono hacían intransitables, aún a caballo.

No es de extrañar, pues, que en aquel día legendario, una atestada carreta de bueyes, cuyo somnoliento conductor no lograba conjurar los efectos de la mala noche, ni la persistente llovizna, se quedara varada en uno de los abundantes lodazales del llamado barrio del Cascajal. Llovieron sobre los sufridos animales los pinchazos con el aguijón, los golpes y maldiciones de aquel hombre cada vez más impaciente: yunta y carreta parecían clavadas al suelo. Fueron congregándose los curiosos, porque en aquel pueblo las diversiones escaseaban y cualquier incidente callejero se volvía noticia. Al rato, aquel hecho que ocurría en cada primavera, iba tomando visos de excepcionalidad: una fuerza misteriosa parecía retener allí a los animales más allá de toda violencia. Entonces decidieron concluir por donde debían haber comenzado: aligerar la carga, para facilitar los movimientos de la yunta.

Poco después de empezar a trasegar los pesados bultos, uno de ellos vino al suelo. Lo abren y en su interior hay una hermosa imagen de la Virgen de la Soledad. Se dice que entonces, algunos cayeron de rodillas ante ella y aseguraron que estaban presenciando un signo divino: la Señora quería que en ese sitio se le edificara una ermita. Ignoramos la reacción final del obstinado boyero y también la de los posibles destinatarios de la imagen, la leyenda los ha dejado al margen.(1)

Lo llamativo de este suceso es su casi exacta coincidencia con otro que tuvo lugar en Oaxaca, México, en el propio siglo XVII. En este caso fue una mula la que cayó desplomada en un sitio de esta ciudad y no hubo modo de moverla de allí hasta que descargaron los huacales que traía y en uno de ellos encontraron la imagen de la Virgen de la Soledad; en aquel lugar se levantó un templo, en el que posteriormente se insertó una serie de vitrales que narran la leyenda. Desde entonces Nuestra Señora de la Soledad es patrona de ese estado mexicano y su templo está declarado Santuario Nacional. La imagen legendaria allí conservada es casi idéntica a la de Puerto Príncipe, aunque un tanto mayor.

La ermita principeña se construyó con cierta dignidad, a pesar de ser de una sola nave, de ladrillos, con techo de tejas, gracias a los esfuerzos del presbítero Velasco, quien en 1713 es nombrado oficialmente capellán de ella. La devoción a esa advocación de la Virgen se extendió en el vecindario de modo tal que ya en el siglo XVIII era lugar muy concurrido y, gracias a un legado de doña Rosa de Varona y Ortega, manejado por su hermano el sacerdote don Adrián de Varona, fue posible la erección de un templo más ambicioso.

Si atendemos a lo que escribe el obispo Morell de Santa Cruz en su Visita eclesiástica, se inició la nueva construcción hacia 1733(2) aunque, cuando pasó él por la villa, en 1756, aún se oficiaba en el viejo templo pues el nuevo no andaba muy adelantado y explica que “por falta de medios, sólo han podido enrasarse las paredes del presbiterio, capilla y dos sacristías que lleva a los lados”(3). Sólo el 6 de diciembre de 1776 pudo ser bendecido su crucero y colocada en el altar mayor la imagen, que había sido trasladada temporalmente a otro templo.

El arquitecto Joaquín E. Weiss la describe en La arquitectura colonial cubana:
“Consta de tres naves con un largo total de 56 varas; tenía originalmente diez altares y un cementerio anexo. Como la Merced, tiene una sola torre, pero en este caso a un lado de la fachada, si bien la composición de esta hace presumir que acaso se proyectara otra del lado opuesto, sobre todo tratándose de una iglesia de tres naves. La puerta principal y las laterales están enmarcadas por pilastras, entablamentos quebrados y remates de ménsulas y obeliscos, fórmulas usuales del barroco primitivo.”(4)

En 1801 el templo fue erigido en parroquia. Sus piedras contemplarían a lo largo de los años numerosos sucesos, entre ellos: el bautismo de la que llegaría a ser célebre poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda en 1814, el matrimonio de Ignacio Agramonte y Amalia Simoni al amanecer del 1 de agosto de 1868 o las sonadas protestas del presbítero Manuel Martínez Saltage contra las masacres que el ejército republicano estaba realizando con el pretexto de reprimir la guerrita de los “Independientes de color” a mediados de 1912.

La antigua imagen de la Virgen de la Soledad se conserva aún en el retablo principal, en una hornacina protegida por un cristal. Es una figura pequeña, que tiene rostro, manos y cabellos, pero el cuerpo está formado por simples varillas, como sucede en muchas imágenes antiguas, que simplemente sirven para sostener los vestidos. En las grandes festividades se le colocaba un gran manto negro incrustado con hilos de oro, que fue encargado a unas monjas en Valladolid.

Además de la devoción a su patrona, que llegó a tener una procesión propia, conocida como “del Retiro”, en la tarde del Viernes Santo, cuando concluía la del “Santo Entierro”, el templo centró desde el siglo XIX la devoción a la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, de tanta fuerza en Puerto Príncipe, que la cena familiar y festejos de esa noche se les dio en llamar “la nochebuena chiquita”. Esa tarde, después de las celebraciones en el templo, partía de allí una singular procesión compuesta sólo por muchachas solteras, vestidas de blanco y con mantilla del mismo color que llevaban a la cintura una banda azul celeste –color del manto de la Inmaculada – y popularmente se le dio en llamar a este cortejo “la procesión de las puras”.

El 29 de abril de 1940, visitó el templo Thomas Merton (Prades, Francia, 1915 - Bangkok, Tailandia, 1968), quien llegaría a ser un célebre monje trapense y escritor místico. Hacía menos de dos años había recibido el bautismo y quería en una peregrinación por Cuba, que lo llevaría hasta Nuestra Señora de la Caridad en el Cobre, esclarecer su vocación religiosa. Asistió a una eucaristía en la parroquia camagüeyana y quedó profundamente impresionado con la belleza de la imagen y con lo singular de esta advocación de la Soledad. Allí tuvo una de las iluminaciones decisivas en su vida, como cuenta en su libro La montaña de los siete círculos:
[…] encontré una iglesia dedicada a la Soledad… una pequeña imagen vestida, en una hornacina sombría: apenas podía uno verla. ¡La Soledad! Una de mis mayores devociones; no se la encuentra, ni se oye nada acerca de ella en este país [Estados Unidos], excepto una antigua misión de California que fue dedicada a ella.[…]

Supe con la certidumbre más absoluta e incuestionable que ante mí... […] estaba a la vez Dios en toda su esencia, en todo su poder, en la carne y en sí mismo y rodeado de los rostros radiantes de miles, de millones, de innumerables santos contemplando su gloria y alabando su santo nombre. La certeza inconmovible, el conocimiento claro e inmediato de que el cielo estaba justo ante mí, me sacudió como un trueno y me atravesó como un rayo que parecía que me sacaban al instante de la tierra.(5)

La advocación de Nuestra Señora de la Soledad tiene una devoción arraigada en España, donde se le han dedicado templos y cofradías en ciudades de diversas regiones como: Sevilla, Córdoba, Palencia, Zamora, Burgos, Monóvar y Palmas de Gran Canaria. Algo semejante sucede en México, donde además de la citada Basílica, se le han dedicado la Catedral de Acapulco, así como otros templos en la Capital Federal, en Guadalajara y la antigua capilla de misión en California citada por Merton.

Como detalle curioso puede señalarse lo variable de la fiesta de la Soledad en el calendario litúrgico. Aunque su ubicación privilegiada debía ser entre el Viernes y el Sábado Santo y de hecho en algunos sitios hay espacios de oración, procesiones y rosarios en su honor durante esos días, estos no pueden desplazar la atención de los fieles del misterio central de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, por lo que en México se ha ubicado su fiesta el 18 de diciembre, mientras que en parte de España se prefiere el segundo domingo de septiembre, aunque en Alicante, según antiquísima tradición, se conmemora el 10 de julio. En Puerto Príncipe era tradicional celebrarla el Viernes de Pasión o de Dolores, es decir el anterior al Domingo de Ramos, fecha en que la Iglesia universal celebraba la solemnidad de Los siete dolores de la Santísima Virgen conocida también como la Transfixión de María, aunque en años recientes fue trasladada al 15 de septiembre, fecha en que el calendario litúrgico marca la celebración actual de Nuestra Señora de los Dolores.

Notas
1  Cf. “La fundación de la ermita de la Soledad”. En: Roberto Méndez Martínez: Leyendas y tradiciones del Camagüey. Editorial Ácana, Camagüey, 2003.

2 Pedro Agustín Morell de Santa Cruz: La visita eclesiástica. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1985, p.74.

3  Ibid. En su Colección de datos históricos, geográficos y estadísticos de Puerto Príncipe (La Habana, Imprenta El Retiro, 1888) el historiador Juan Torres Lasquetti indica como fecha de inicio de la nueva obra el año 1748, este dato es el más difundido actualmente, a pesar de que la cercanía en el tiempo de Morell debió facilitarle informaciones más exactas.

4 Joaquín E. Weiss: La arquitectura colonial cubana. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1979. Tomo 2, pp. 123-124.

5 Citado por Dora Amador: “Merton en mí”. En blog www.palabracubana.org, 10 de diciembre, 2008.
Reproducido de Palabra Nueva, Revista de la Arquidiócesis de La habana

15 de septiembre de 2014

Desarrollo musical en el antiguo Puerto Príncipe

Puerto Príncipe: entre la ópera y el piano

Roberto Méndez Martínez

¿Cómo era el ámbito sonoro de Puerto Príncipe en los siglos XVI y XVII? Si bien no se han encontrado documentos en los que apoyarse, no es demasiado difícil derivarlo de las características de la rústica vida de las primeras generaciones de colonizadores. Silenciados los instrumentos aborígenes y perdida toda traza de ellos junto con sus poseedores, ¿qué se escuchaba en aquellas dilatadas llanuras? En los campos, los cantos de trabajo que acompañaban las labores de los monteros en los hatos y las de los agricultores en los sitios o estancias y, en días de fiesta, los rasgueos de guitarra y laúd que acompañaban las primeras fiestas donde los ritmos tienen raíz canaria o andaluza.

Limitada la esclavitud africana casi exclusivamente al ámbito doméstico, sus tambores y danzas tienen menos fuerza y oportunidad de mostrarse en público que en el occidente de la Isla y solo llegarán a dominar el ámbito de ciertos barrios marginales donde irán asentándose los negros libertos a lo largo del siglo XVIII y en los que irán apareciendo ciertas formas de asociación como los "cabildos de nación" en los que la música —mezcla de rituales cristianos y de ritmos provenientes del África— tiene un lugar importante.

En la villa, además de los pregones que llenan las calles desde el amanecer hasta la hora del Ángelus, de las campanas de los templos que fijan las horas del día, así como las celebraciones y duelos, no hay más sorpresas en este ámbito sonoro que la proclamación de ciertos decretos y cédulas del Gobierno, pregonados con acompañamiento de redoblantes o "cajas" y quizá algún clarín solitario. No hay noticia de que vecino alguno tuviera en su casa instrumentos de teclado, fuese clavicordio o clavicémbalo y para dominar el tedio de las largas tardes de domingo estaban el laúd, la guitarra y alguna gaita conservada por algún nostálgico hijo de Galicia. En los templos, los cantos litúrgicos dependían del dominio y respeto que cada clérigo pudiera tener de las antiguas normas del canto llano.

Tantas ausencias vienen a suplirse quizá con la poesía. Silvestre de Balboa, ese canario sumido en las brumas del mito, demuestra en su Espejo de Paciencia un amplio conocimiento de los más diversos instrumentos, tanto autóctonos como provenientes de la tradición europea y con ellos "inventa" unos hiperbólicos festejos de las clásicas deidades del bosque en honor del Obispo Altamirano:

Al son de una templada sinfonía,
Flautas, zampoñas y rabeles ciento
Delante del pastor iban danzando,
Mil mudanzas haciendo y vueltas dando. [...]
Suenan marugas, albogues, tamboriles,
Tipinaguas, y adufes ministriles.

Pero, alrededor de 1608, cuando se escribe el poema, no había en todo el territorio los cien rabeles de esa orquesta mítica, ni siquiera suficientes tamboriles y marugas o maracas para que esta tuviera mediana dignidad.
En pleno siglo XVII es posible colegir de los documentos eclesiales conservados, la alternancia de las misas cantadas o solemnes con la rezadas o comunes. La investigadora Amparo Fernández Galera, ha sacado a la luz, por ejemplo, la refundación en 1682 de la capellanía del alférez Juan de Guevara y su mujer doña Ana de Zayas, en la cual se estipula como obligación del capellán de la Parroquial Mayor el cantar cinco misas cada año, en fechas previamente señaladas, por las ánimas de los imponentes y sus familiares; a cada una estas celebraciones correspondía una limosna de veinte reales con la obligación "de pagar la canturía". No puede derivarse de esto que se tratara de cantores seglares, contratados para la  ocasión,  como se dice de modo más explícito en el testamento otorgado por don Lope de Zayas Bazán en 1644, quien dispone que el día de su entierro se le diga "misa cantada de cuerpo presente con Diácono y Subdiácono con su vigilia de nueve lecciones y ofrenda de pan, vino y cera, de parecer de mis albaceas, y se paga de mis bienes la limosna acostumbrada".

La primera vez que puede documentarse que Puerto Príncipe disfrutó de la actuación de músicos profesionales fue el 8 de septiembre de 1734, cuando con motivo de la consagración de la Ermita de la Caridad, vinieron seis músicos de la Capilla de la Catedral de Santiago de Cuba para acompañar el acto. Según Raúl Juárez Sedeño, por gestión del sacerdote Don Ubaldo de Arteaga, párroco de Nuestra Señora de la Soledad, encargado de la ceremonia de bendición del templo, vinieron desde la sede episcopal Fray Francisco Buenaventura Teje, representando al obispo Fray Juan Lazo de la Vega, acompañado del Chantre y el Maestrescuela y seis músicos de capilla.  Aunque la descripción de estas solemnes fiestas no abunda en detalles musicales, puede inferirse que en la ceremonia eclesiástica se escucharon los reglamentarios cantos gregorianos, quizá con más solemnidad que de costumbre, por la presencia del  Chantre y el Maestrescuela, quienes por su oficio debían dominarlo a cabalidad, así como determinados interludios instrumentales a cargo de los músicos. Si tenemos en cuenta que una vez consagrado el templo, hubo un gran banquete en un cobertizo delante del templo que se prolongó luego en cantos y bailes, que iban a constituirse en la primera de las ferias de la Caridad conocidas, hay que suponer que los músicos invitados, como era común en la época, dejaron a un lado los sones religiosos para lanzar al aire otros más profanos. La música era toda una, dentro y fuera de los templos 

En 1756, cuando el obispo Agustín Morell de Santa Cruz llega a esta comarca con motivo de su "visita eclesiástica", encuentra en la Parroquial Mayor un órgano "pequeño aunque nuevo, y sonoro"  lo que nos permite colegir que al menos, en ocasión de grandes fiestas, había alguien capaz de tocarlo. No todos los templos tenían equipamiento semejante, por entonces el de la parroquia de la Soledad se había "deshecho enteramente"  Mientras el convento de San Francisco tiene no sólo uno de estos instrumentos en buenas condiciones y una rueda de campanillas, de las que se empleaban en grandes solemnidades como la Navidad y el Corpus, y algo semejante ocurre en La Merced y en la capilla del Hospital de San Juan de Dios; al parecer carecen de él la Iglesia de la Compañía de Jesús, las ermitas del Cristo, Santa Ana y San Francisco de Paula. Aunque no se ha encontrado documentación sobre conjuntos musicales en las iglesias por estos tiempos, según el historiador Gustavo Sed en éstas hubo bastante actividad en la segunda mitad de esa centuria.  De hecho, durante todo el siglo XVIII aparecen diversos instrumentistas de cuerda y viento, que hacían sus ejecuciones en lugares públicos y casas particulares, por lo que fue necesario fijar un arancel con los precios que debían cobrar por sus servicios.

A lo largo del siglo XVIII, el crecimiento económico del territorio potenció diversas manifestaciones de la vida social. Las familias principales comenzaban a refinar sus costumbres y la música ganó un espacio mayor en sus celebraciones. Por un recorte de “El Fanal” hemos llegado a saber de la existencia de la Casa de Sociedad

Filarmónica, que la tuvimos desde el año 1794, y que la estableció el teniente gobernador don Alfonso Viana y Ulloa en la casa que hoy pertenece a los herederos de don Juan de Velazco, en la calle Mayor, la que duró hasta el año 1797 que duró el gobierno de aquel jefe, sin la menor decadencia. No se llamaba Filarmónica, sino "Casa de Sociedad", pero no era otra cosa si se atiende a que todos los domingos en la noche había baile y, algunas veces, además canto, no de arias, ni al piano, sino boleros y otras canciones que entonces se usaban, con acompañamiento de guitarra: las funciones eran muy concurridas por lo mejor de la población, y duraban hasta las dos o tres de la madrugada del día siguiente.

Hasta el momento es esta la primera institución de recreo localizada en el territorio, y además la primera donde se cultiva el género melódico. Esto evidencia que había cierto número de ejecutantes profesionales o aficionados, que debían recibir lecciones y obras de repertorio, bien fuera de profesores transeúntes, o de ejecutantes locales más experimentados.

Esta situación debió incrementarse a inicios del siglo XIX. Según anota Laureano Fuentes en su libro “Las Artes en Santiago de Cuba”, el primer piano de concierto que hubo en esa ciudad llegó en 1810 encargado por el Dr. Bartolomé Segura, inmigrante dominicano, y que fue en su casa donde se impartieron las primeras lecciones de piano de la Isla, a cargo del profesor alemán Carlos Rischer.  Aunque estas noticias deben tomarse con reservas, pues desde fecha muy anterior los inmigrantes franceses habían ofrecido lecciones de este instrumento. Es indudable que por esos años en dicha ciudad se había incrementado la actividad musical y no era menor la que había en Puerto Príncipe. La música contribuyó a estrechar los lazos culturales entre ambas ciudades, si bien en Puerto Príncipe jamás hubo una capilla de música como la que animaron en la catedral santiaguera Esteban Salas, Juan París y sus sucesores. Ya en 1820 el pardo principeño Pedro Nolasco Boza había pasado a Santiago de Cuba, donde ganó renombre como director de orquestas que lo mismo animaban bailes y representaciones teatrales que funciones religiosas. 
Debe tenerse en cuenta también la positiva influencia que ejercieron en la vida cultural las primeras bandas de música que llegaron a Puerto Príncipe: en 1821 la del Regimiento de León y en 1828 la del Regimiento de Cuba; estas difundían en sus retretas obras importantes del repertorio universal y algunos de sus miembros acostumbraban a impartir clases a otros más noveles del mismo conjunto o a simples aficionados que así lo desearan.  De esta manera, muchas partituras que la población no hubiera podido conocer en conciertos o en representaciones de óperas, se divulgaron en su versión para bandas o en transcripciones que hacían los profesores para instrumentos solistas o pequeños conjuntos en que ellos y sus alumnos participaban.

Durante los festejos celebrados en Puerto Príncipe en 1833 con motivo de la jura de la princesa Isabel como heredera y sucesora del trono español, las Compañías Urbanas de Pardos y Morenos —milicias de carácter local— costearon una solemne Misa y Te Deum en la Iglesia Parroquial Mayor, en la que participaron dos orquestas, una tocó en el Coro, y la otra se colocó en el centro de la nave principal y desempeñó en los intermedios "escogidas sinfonías y piezas análogas".

El patriciado del Camagüey otorgó gran importancia a la música dentro de las sociedades que fundó para su instrucción y esparcimiento. Así sucedió con la Sociedad Filarmónica creada en casa del Lic. don José María Agramonte y Recio, sede que funcionó entre 1830 y 1834, donde don Juan Owen y Quesada fungía como Director de Música y poseían "un forte piano".  Paralelamente a la actividad de esta sociedad, cuya membrecía debió ser relativamente amplia para la población de esa ciudad, pues entre sus bienes estaban "nueve docenas de asientos americanos", conocemos de la existencia de otros profesores de música y ejecutantes; por ejemplo, la “Gaceta de Puerto Príncipe” anuncia: "Los maestros Severino de la Rosa y Juan Barreras avisan al público haber abierto su academia de música frente al oficio de don Juan Tomás O’Reilly, ofreciéndole servirle al que guste con el mayor esmero, gusto y equidad."

En el mismo diario, el 2 de enero de 1839 describía El Lugareño los exámenes en el Colegio Calasancio, recientemente establecido en la ciudad por los Padres Escolapios; el articulista consigna que la clase de dibujo tiene sólo diez alumnos y la de música seis, pero obtiene una impresión positiva en el espectáculo de declamación y música al que asiste:

“La noche del 23 se nos regaló con un espectáculo tan agradable y culto como sorprendente. Las clases de Declamación y Música exhibieron sus habilidades en dos piezas dramáticas y un himno coreado. Representaron  “Ester  y el Médico a palos”. Exedió (sic) con mucho a sus condiscípulos y aún más allá de la expectación pública, el que desempeñó el papel de Bartolo.(...)”.

El pasaje antes citado evidencia que tales representaciones y conciertos no eran muy comunes en Puerto Príncipe, pero comenzaron a arraigarse con mucha facilidad. El 30 de octubre del propio año se hace eco en otra de sus crónicas  del empeño de algunos jóvenes de organizar una academia de declamación, lo que ha dejado como fruto visible la representación de la pieza teatral “El Progreso o La Plaza del Recreo” por un grupo de aficionados; también se refiere al desarrollo musical, evidenciado en el propósito "de nuestros galantes señoritos, de completar una orquesta de aficionados para acompañar en el teatro a las bellas de las bellas".

Cuando, en noviembre de 1839 festeja Puerto Príncipe el Convenio de Vergara, que debía poner fin a la guerra civil en España, la música estuvo en el centro del asunto. Según Torres Lasqueti, el día 3 se cantó un Te Deum en la Parroquial Mayor; el 9, se celebró en el palacio del Marqués de Santa Lucía un gran baile para las autoridades civiles y militares, mientras que el 24, después de una procesión cívica organizada por los comerciantes, hubo un baile en la Plaza de Recreo, en el que alternaron dos orquestas "una militar y otra del país".

En 1840 se anuncian dos profesores de música en la Gaceta; uno es don Juan Antonio Cosculluela Fultá, quien impartirá en su propia casa "una clase general de solfeo y toda especie de instrumentos", con un horario sumamente peculiar: "de seis a ocho de la mañana y de seis a siete de la noche";  el otro es don Bernardo Kreutzer, "Director de la Música del Gran Duque de Baden", quien, además de afinar pianos y repararlos, se ofrecía para enseñar este instrumento así como la flauta y la guitarra en su domicilio del Palacio de Cristina en la calle de Contaduría.

Por esos años comienza la pasión por el género operático en la ciudad. En 1840 llega allí la compañía de Mariana Pancaldi. Aunque esta cantante era italiana, había llegado a Santiago de Cuba el año anterior como simple partiquina de la compañía de la García Ruiz —hermana de la célebre Malibrán— y solo una enfermedad de la prima donna le había permitido debutar allí con la Rosina del Barbero de Sevilla de Rossini. Ganó tal éxito, que logró escindir la compañía y organizar su propia gira con un repertorio que incluía Norma y Los Capuletos. Poco disfrutó de su éxito la naciente estrella, aplaudida a mediados de 1840 en Puerto Príncipe, a donde se había dirigido con el tenor Perossi, el bajo Gastaldi y otros artistas, contrajo allí la fiebre amarilla y falleció en septiembre. Fue sepultada en el Cementerio General de la ciudad, en una bóveda propiedad del Lugareño.

El resurgimiento de la Sociedad Filarmónica en 1842 propició la organización de veladas en las que se cantaban arias, dúos y concertantes de óperas, muchas veces recién estrenadas en Europa. Por un aviso de la Gaceta de Puerto Príncipe del 12 de octubre de 1843 sabemos que por entonces se cantaban fragmentos de óperas, por ejemplo, Lucia de Lammermoor y Belisario, ambas de Donizetti. Si se tiene en cuenta que en ese mismo año se había presentado Lucia de Lammermoor por primera vez en América, en la ciudad de Nueva Orleans, y que, simultáneamente, se reestrenaba entonces en París la versión definitiva de Belisario, (pues su primera edición no había tenido éxito en su estreno en Venecia en 1836), es lícito pensar, con cierto asombro, que esta Sociedad era ya una institución cultural con un apreciable interés por mantenerse al día en un tópico que, como la ópera, era cima del movimiento escénico europeo de la primera mitad del siglo XIX; interés que, desde luego, incluía el poseer las partituras de obras estrenadas muy poco tiempo antes. Un sector importante del patriciado local vive al tanto de los acontecimientos en las grandes plazas culturales del Viejo Continente. Cuando estos personajes viajan no sólo asisten a representaciones líricas y conciertos, sino que compran partituras e inclusive tramitan contratos para que ciertas compañías y solistas tuerzan sus rutas y pasen por Puerto Príncipe. El orgullo de que la ciudad se convierta, aunque sea por unos días, en una plaza musical tan importante como Nueva York o Nueva Orleáns es un motivo de orgullo, más allá de la dosis de vanidad mundana que pusieran algunos en estos proyectos.

La institución favoreció también la composición de partituras de ciertas pretensiones, como es el caso del Requiem compuesto por los profesores don Juan Antonio Cosculluela y Fultá, y don Mariano García, en memoria de Trinidad de los Ángeles Porro, miembro de esta Sociedad y que fue estrenado durante la misa que en su memoria se celebró en la Parroquia de la Soledad, el 12 de febrero de 1847.   Hubo partes cantadas a cargo de socios de la Filarmónica: Matilde Pierra, Concepción de Piña, Josefa Martínez, Adela Sánchez, Merced Batista, Isabel García, así como el propio compositor Mariano García, acompañados por un coro y una orquesta de 22 miembros, entre los que estaban don Ignacio Torres y Mojarrieta, don José Rodríguez y don Pedro Recio Betancourt.

Es preciso convenir en que, más allá de las probables limitaciones artísticas de profesores y aficionados, era excepcional el hecho de que en el Puerto Príncipe de 1847 se pudiera contar tanto con dos compositores de música sacra, como con un elevado número de intérpretes, un coro y una orquesta capaces de enfrentar una empresa artística de esa envergadura. Posiblemente, no eran muchas las ciudades de la Isla, ni de América Latina, capaces de proponerse una celebración de ese aliento. El patrocinio de la Sociedad Filarmónica, por lo demás, permite comprender el relieve que, en la vida cultural de Puerto Príncipe, debió de alcanzar esa institución. Es por ello que el compositor santiaguero Laureano Fuentes Matons pudo afirmar en su libro “Las artes en Santiago de Cuba”:

«En 1848 visitó el autor de esta crónica la ciudad de Puerto Príncipe; tres meses después de abandonar Camilo Sivori aquel país que bien pudo llamarse la Atenas de la Isla de Cuba en cuanto a música [...]  En los dos conciertos que dimos en la Sociedad Filarmónica de Puerto Príncipe, tomaron parte las distinguidas cantantes aficionadas: Concepción de Piña de Agramonte, Martina Pierra, Isabel García, Isidora Hansson, Adela Sánchez de Carmona, Carlos Vasseur, flautista, y el señor Cosculluela, pianista.

Eran muy niñas entonces, las notables: Olimpia Cosculluela, Sofía Adán de Pichardo, Isabel Guzmán, Ana y Rosario Owen, Carmen Agramonte, Josefa San Marty (éstas dos pianistas), Catalina Estrada, Isabel e Irene Adam, Amalia Simoni, Julia Molina, Carmen Barreto, Mercedes Miranda, y el laureado pianista Emilio Agramonte. Había una orquesta excelente de veintidós profesores, formada en la Academia de San Fernando».

Páginas adelante, este mismo Laureano Fuentes  se refiere a la visita del pianista Gottschalk y Adelina Patti a Santiago de Cuba y destaca la presencia en el primero de sus conciertos de la contralto Clorinda Corvisón, de Puerto Príncipe, quien cantó el dúo " Mira, oh, Norma" junto a la Patti.

Todo esto demuestra la existencia de un potencial de cultura que, aunque no contara con figuras de primera magnitud, creaba un ambiente y propiciaba la promoción de las artes.

La música no permaneció al margen del movimiento de rebeldía política en el territorio; la insurrección de Joaquín de Agüero y sus compañeros y su fusilamiento el 12 de agosto de 1851 en la Sabana de Méndez, dejarían su huella en los compositores de la región. Al año siguiente, el pardo clarinetista de la Orquesta de San Fernando, Vicente de la Rosa Betancourt, compuso la danza “La sombra de Agüero”, que ganó gran popularidad tanto en este territorio como en Santiago de Cuba. Las bandas militares la ejecutaban bajo el título más breve — y menos comprometedor— de “La sombra”. El clarinetista de la misma agrupación, Nicolás González, compuso “Los lamentos”, también dedicada al mártir, que fue interpretada por primera vez por la principeña Luisa Porro y Muñoz  y ganó rápida celebridad en el territorio. La primera de estas obras parece haber motivado el poema juvenil de Luisa Pérez de Zambrana, "Impresiones de la Danza La Sombra", publicado en la revista Brisas de Cuba en junio de 1855.

En 1854 don Carlos Vasseur y Agüero abrió en Puerto Príncipe una Academia de Ciencias, Idiomas, Literatura y Bellas Artes, lo que incluía la música.  Vasseur era pianista y flautista y casó con su discípula Sofía Agüero, quien también hacía ejecuciones musicales. Este centro no tuvo una larga vida, pues en 1857 se trasladaron a Bayamo, donde ambos ofrecieron conciertos, y pasaron luego a Trinidad, Santa Clara y Remedios. En 1869 fue detenido y deportado por ayudar a los insurrectos y falleció en México en 1875. Su hija, Inés Vasseur, nacida en Puerto Príncipe en 1853, fue una pianista precoz que debutó a los seis años en la Sociedad Filarmónica de Santa Clara y se dedicó a la música por consejo de El Solitario. Acompañó a sus padres al destierro donde impartió clases de música, falleció en Puebla el 20 de septiembre de 1878, a los veinticinco años de edad.

En 1856, existían en la ciudad cinco Academias de Música: El Progreso, de don Felipe Palau en Santa Ana 16; San Fernando, de Vicente de la Rosa en San Francisco 4; Santa Isabel, dirigida por don Manuel Aparicio en San Diego 12; la de Pedro Nolasco Betancourt en Mayor 61, y la de don Miguel Hidalgo González en Apodaca 4. En ese mismo año una Comisión compuesta por Carlos Vasseur, Miguel Higinio González y Juan Antonio Cosculluela fue encargada de clasificar las Academias con vista a los nuevos impuestos que debían pagar. Por su dictamen, sabemos que en general estas instituciones tenían pocas ganancias, que la de Nolasco Betancourt era en realidad una agrupación familiar destinada a la música sagrada y la Hidalgo, denominada “El Genio”, era una asociación de aficionados que se reunían determinados días para hacer música y que con el exiguo producto de sus presentaciones públicas ofrecían enseñanza gratuita a sesenta y seis jóvenes blancos y pobres que asistían diariamente.

En 1858, al reorganizarse la Sociedad Filarmónica de Puerto Príncipe con bases económicas y sociales más estables, la actividad musical se vio especialmente favorecida. Así lo demuestra el homenaje ofrecido a la poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda el 3 de junio de 1860, en el que, además de la ejecución de diversos números de óperas de moda y ejecuciones al piano, fue representado el tercer acto de la ópera “Hernani” de Verdi con miembros de la institución en los roles centrales: Amalia Simoni como Elvira, Pedro López en el de Carlos V, Ricardo Hernández en Hernani, Miguel Adolfo Bello como Silva y Joaquín de Quesada encarnando a Ricardo, secundados por un coro de asociados y acompañados por la Orquesta de San Fernando. Tal empeño, como de alguna manera se ha comentado ya al valorar las sociedades de instrucción y recreo, indicaba la existencia no sólo de un grupo más o menos numeroso de personas con estudios musicales, sino también de la voluntad de estudiar y poner en escena el repertorio de moda de los teatros europeos sin temor a las dificultades que esto implicara.

Sólo por el apoyo de esta Sociedad fue explicable la presencia en Puerto Príncipe de Achille de Malavassi, italiano conocido como "El Paganini de la flauta", quien se encargó de impartir algunas clases y patrocinó dos grandes conciertos en agosto de 1860; el primero, celebrado el día 10 en la Filarmónica, fue calificado como "gran soirée musical y danzante"; el segundo tuvo como sede al Teatro Principal, bajo el nombre de "concierto vocal e instrumental"; en él participaron, además de Malavassi, el violinista venezolano Carlos Salías, el pianista José Góngora y numerosos cantantes aficionados, entre los que se destacaban: Amalia Simoni, Sofía Adán de Pichardo, Carmen Barreto, Julia Molina y  Miguel Adolfo Bello.

Según Jacobo de la Pezuela, en el año 1862 había en Puerto Príncipe dos academias de música, refiriéndose probablemente a las de Felipe Palau y Vicente de la Rosa, que eran las más conocidas. Merece consignarse que la renta señalada de 4,500 pesos (entre las dos), era superior a las de los cuatro retratistas o fotógrafos de la ciudad y muy semejante a la de las cinco parteras existentes.  

Otros profesores notables en ese período fueron: Aurelio Sariol y Silva, nacido en Puerto Príncipe en 1840, quien había estudiado en el Conservatorio de París con Stamaty y Malidan, e impartía sus lecciones en Reina 57, hasta 1871 en que decidió fijar su residencia en La Habana; Alfonso Miari y Bizarri, nacido en Módena, Italia, había llegado a Cuba en 1856 y comenzó su labor docente en Puerto Príncipe, donde contrajo matrimonio con su discípula Clorinda Agüero, llegó a ser considerado el mejor flautista de Cuba, y también se trasladó a la capital donde a inicios de la República llegó a ser profesor del Conservatorio Nacional.

Una de las figuras más relevantes de este período fue Carlos Alfredo Peyrellade, hijo del cónsul de Francia en Puerto Príncipe, Pierre Emile Peyrellade Couvert de Bois Blanc y de la camagüeyana Rufina Zaldívar de la Puerta; nació en 1840 y, como sus hermanos Emilio, Federico y Eduardo, recibió una amplia educación musical. Inició sus estudios como alumno de violín y violoncelo con el maestro danés Hansen, y, luego de la visita del pianista nortamericano Gottschalk, en 1854, decidió consagrarse a este instrumento. Dos años más tarde, cuando el virtuoso regresó al Camagüey, recomendó al padre de Peyrellade que lo enviara a La Habana para estudiar con Espadero, con el cual logró grandes progresos. Posteriormente viajó a París, donde recibió clases de piano con Stamaty, quien propició su debut en la Sala Pleyel, y posteriormente en la Sala Beethoven junto al famoso flautista belga Allard; llegó a ser pianista acompañante del Círculo de la Unión Artística de París; en 1865 regresó a Cuba y ofreció varios conciertos en Puerto Príncipe, dos de ellos destinados a contribuir a la manumisión de esclavos, entre ellos el músico y poeta negro Juan Antonio Frías. Entre 1866 y 1871 impartió clases en esa ciudad, antes de trasladarse a La Habana donde fundó el Conservatorio de Música y Declamación que pronto logró un amplio prestigio. Falleció el 9 de diciembre de 1908.  Su hermano Emilio se desempeñó también como profesor de música en Puerto Príncipe, como puede colegirse de un anuncio publicado en El Fanal en 1867, en el cual ofrece sus servicios en disciplinas tan variadas como el canto, piano, violín, idioma inglés y teneduría de libros, en su domicilio de la calle Reina no. 28.

 No se puede hablar de maestros de música camagüeyanos del siglo XIX, sin mencionar a Emilio Agramonte Piña, quien realizó estudios musicales en París con Delle Sedie y Delsarte. Impartió clases de canto y piano en Contaduría no. 65 esquina a San Ignacio—actualmente Lugareño y Hermanos Agüero—. Combatiente en la Guerra del 68, pasó a Nueva York, donde fundó en 1893 la Escuela de Ópera y Oratorio, donde se formaron cantantes como Ivonne de Treville, Ana Aguado y Emilio de Gogorza.  Martí elogió calurosamente su labor patriótica y pedagógica:

«A Emilio Agramonte tiene que venir a ver todo caído que crea que nuestras tierras valen para poco; que tenemos que beberle el aliento a los rubios del mundo; que nuestro carácter es migaja y miel. Él conoce al dedillo la música toda, y tiene el don oculto de hallarle a cada nota la pasión, de tragedia o ternura, con la que dejó caer del alma el músico; él saca el espíritu escondido de los versículos ambrosianos, la cantata normanda, la villanela medieval, el laudo corto, el recitado florentino, la sinfonía conceptuosa, la ópera triunfante. Él levanta de la sombra el arte de Norteamérica, desdeñado en su propia nación, un arte que es todavía como un paisaje de crepúsculo, con más nocturnos que alegros. Él, en su clase continua, su clase de profesores, recita, canta, explica, toca, compone a la vista del discípulo la ópera entera. Él, del trabajo del día que en su naturaleza privilegiada sólo es acicate para más trabajo, sale a la ciudad vecina a poner alma, en su gran clase de coros, a doscientas voces. Él, en lo alto de la noche, vuelve infatigable a la faena del día siguiente: al cantante que viene a pedirle, en su canto entrañable, el secreto del éxito; al Colegio de Música Metropolitano, a que da él carácter y vida; al ensayo de la Sociedad coral de autores norteamericanos: porque es él, el extranjero de la isla, el que revive la música original del país, la saca a luz en memorables fiestas, la estimula y solicita con premios. En pie atiende a todo esto, elocuente, afable, metódico, inspirado, pujante, sincero».

El propio Martí encargó a Agramonte la elaboración de la versión cantable de “La Bayamesa”, el himno de Perucho Figueredo, del que no había quedado partitura después de finalizada la Guerra del 68. El texto —conservado por Fernando Figueredo Socarrás— y la música fueron publicados en Patria,  acompañados por un artículo en cuyo estilo se ha querido reconocer el estilo del Apóstol:

«El acompañamiento del himno es de uno de los pocos que tuviesen derecho a poner mano en él, de nuestro maestro Emilio Agramonte, cuya alma fervorosa nunca se conmueve tanto como cuando recuerda aquellos días de sacrificio y de gloria en que las mujeres de su casa daban sus joyas al tesoro de la guerra, en que los jóvenes de la casa salían cuatro veces seguidas, a morir. ¡No han de ponerse las cosas santas en manos indignas! Ni quiso el maestro ilustre hacer gala de su arte en la composición; sino de respeto al himno arrebatador y sencillo. Oigámoslo de pie, y con las cabezas descubiertas!»

A las actividades musicales de la Sociedad Filarmónica habría que unir las de la Sociedad Popular de Santa Cecilia, desde su fundación en 1864; ya al año siguiente se había organizado allí una activa Sección de Música, dirigida por José Ruiz, músico mayor del Regimiento de la Reina, y Julio Mola; sus veladas incluían frecuentemente la escenificación de zarzuelas, además de las arias y canciones que era común interpretar. Entre sus grandes empeños estuvo la interpretación en sus salones del “Stabat Mater” de Rossini, el 23 de marzo de 1866, por los artistas visitantes Taffanelli y Elisa Liedemburg, con el apoyo de aficionados del Instituto;  esta obra del género sacro, marcada por el virtuosismo vocal italiano, contiene grandes dificultades interpretativas por lo que su montaje evidencia un interés especial de la Sociedad en la música de conciertos. Llegaron a contar con una orquesta propia a partir de ese mismo año, que duró hasta la primera clausura del Centro en 1868; esta fue reorganizada sucesivamente en 1880 y 1890 y acompañó diversas veladas y bailes. Una figura que no debe ser olvidada, aunque desarrollara la mayor parte de su labor fuera del territorio, es Lino Antonio Boza, nacido en Puerto Príncipe en marzo de 1840. Entre 1875 y 1877 dirigió la Banda de Bomberos de Santiago de Cuba, donde también organizó una orquesta con los mejores profesores de esta ciudad. Vinculado a actividades revolucionarias y perseguido por las autoridades coloniales, marchó a Haití y de allí a Panamá —por entonces provincia colombiana—, donde continuó su labor como maestro, compositor y director de bandas; falleció así en 1893. Aunque dejó una variada producción musical, su obra más conocida es la marcha fúnebre “Jesús”, escrita para la procesión de Viernes Santo de 1875 en Santiago de Cuba. Esta marcha obra en los archivos de numerosas instituciones musicales europeas y fue la obra escogida por la Banda de la Guardia Republicana de París para interpretarla en los funerales del mariscal de Francia, Ferdinand Foch, en 1929.

Al iniciarse la primera etapa de la guerra anticolonialista, la música se hizo presente en el campo insurrecto; el médico y músico Eduardo Agramonte Piña, quien había sido Presidente de la Sección de Música de la Filarmónica en 1866, creó los toques militares del Ejército Libertador; Vicente de la Rosa Betancourt, por entonces director de la Orquesta de San Fernando, fue el encargado de componer el Himno camagüeyano que expresaba los anhelos libertadores de esta región. En la Tercera relación de individuos que se hallan en la Insurrección, redactada por la Comandancia Militar de Puerto Príncipe en noviembre de 1869, nos informa de la presencia en las filas cubanas de varios músicos de la Orquesta de San Fernando: Tomás, Luis, Jesús y Pedro de la Rosa, Carlos María de Varona, Calixto de Varona, Ulpiano Varona, Pablo Velazco, Fermín Sifontes, Juan Bautista Agüero, Manuel Jerez, José M. de Varona; a ellos habría que añadir al músico Nicolás Espinosa y por un breve período a Carlos Alfredo Peyrellade.

Cerca del final de la contienda, es posible hallar en la prensa algunos avisos de academias o de músicos que imparten clases, aunque no con la profusión de la década anterior. La Academia de Música "La Armonía", en Santa Ana no. 54, estaba dirigida por José Manuel Rodríguez y se impartían clases de solfeo, violín, clarinete, cornetín, trombón, figle y trompa; esta institución llegó a prosperar hasta el punto de constituir una orquesta que en la década siguiente participó en bailes y veladas de la Popular. En 1877 se anuncian dos músicos pardos que estaban vinculados a la Orquesta de San Fernando —muy afectada por entonces, tanto por la situación económica como por la ausencia de muchos de sus miembros que estaban en el campo insurrecto—: Andrés Francisco Cisneros de la Rosa, residente en San Francisco no. 2, y Víctor Pacheco Zamora, con domicilio en Jaime no. 255. Este último llegó a dirigir la orquesta tras el fallecimiento de Vicente de la Rosa, ocurrido en esa década.

En la siguiente etapa de la lucha independentista tampoco la música estuvo ajena a la actividad mambisa. El 15 de noviembre de 1895, en la finca La Matilde de Simoni en Sibanicú, por entonces Cuartel General en campaña, Enrique Loynaz del Castillo, junto con otros miembros de la tropa, escribieron unos versos para responder a los insultos que las tropas colonialistas habían escrito en el inmueble; éstos fueron musicalizados por Manuel Dositeo Aguilera con la colaboración del teniente Jesús Avilés y el propio Loynaz. Así surgió el Himno Invasor, que ayudó a inflamar los ánimos durante la contienda. Fue publicado por la Revista de Cayo Hueso, dirigida por Juan Vilaró, en una versión para piano realizada por Rafael Fitz en su número del 10 de abril de 1898.

En noviembre de 1896 el General Javier de la Vega Basulto, jefe de las fuerzas insurrectas camagüeyanas, obtuvo del Generalísimo Máximo Gómez el permiso para organizar una banda de música en el Tercer Cuerpo del Ejército Libertador. Los instrumentos fueron enviados desde Puerto Príncipe por distintos comunicantes y luchadores clandestinos, como el activísimo presbítero Gonfaus Palomares. Al incorporarse Víctor Pacheco Arias a las filas insurrectas, fue designado Director con el grado de Capitán. Al finalizar la guerra decidieron continuar su labor con el nombre de Banda Libertad, pero pronto tuvieron que disolverse por falta de apoyo pecuniario. Pacheco falleció en 1910 con la amargura de esta frustración.

Dos figuras notables enlazan al Puerto Príncipe colonial con la etapa republicana: uno es el compositor y pedagogo José Marín Varona (1859-1912) quien llegaría a ser en La Habana director de la orquesta del teatro Albisu y creador de la zarzuela “El brujo”, que contiene una de las canciones imprescindibles del repertorio cubano del siglo XX: "Es el amor la mitad de la vida", fue, además, profesor notable de piano y solfeo, entre sus discípulos se cuenta otro compositor principeño de fines del siglo XIX: Gabriel de la Torre. La otra figura es Luis Casas Romero (1882-1950), quien a los diez años de edad ya figuraba en la orquesta de la Sociedad Popular de Santa Cecilia y a los 22 años era considerado uno de los más notables flautistas de América. Interrumpió su labor musical para participar en la última etapa de la guerra; concluida esta, organizó orquestas de baile y colaboró con la Sociedad Popular, en la que organizó una estudiantina. Fue el fundador de la Banda Infantil de Camagüey. Se estableció en La Habana a inicios del siglo XX, fue profesor del Conservatorio Hubert de Blanck, organizador de la Banda Musical del Campamento de Columbia y director de la Banda del Estado Mayor. Creó el género musical de la "criolla". Fue uno de los pioneros de la radiofonía en Cuba.

De este modo, por un proceso de lentas acumulaciones, un territorio que en sus orígenes parecía absolutamente ajeno al mundo del arte sonoro, llegó a hacer de él su manifestación más floreciente. La proliferación de conservatorios en el siglo XX y la labor aquí desplegada por figuras como Félix Rafols, Louis Aguirre, Jorge González Allué, por sólo citar algunos, se debe en lo esencial a esta dilatada maduración, que unas veces ha alcanzado alturas difícilmente explicables y otras ha tenido resultados más modestos, pero que siempre ha estado ligada a lo más entrañable de la identidad del Camagüey.

10 de septiembre de 2014

6 de septiembre de 2014

133 Callejones, calles, plazas y parques de Camagüey

133  Callejones,calles, plazas y parques de Camagüey
 
Sus nombres antiguos y actuales
¿Cuántos recuerdas?
 
1. Adriano, calle de San                Academia; Ramón Guerra
2. Alegrías, callejón de las             Capitán Víctor Pacheco
3. Alonso Frutos, callejón de          Capitán Eladio Rodríguez
4. Ana, calle de Santa                   Calle del Calvario; General Gómez
5. Ángel, callejón del                     Paco Recio
6. Ángeles, callejón de los;            del Cañón, Finlay
7. Antonio, San, calle                    28 de Enero; Nicolás Guillén
8. Apodacas, callejón de las           Valdés Domínguez
9. Arrieta, callejón de                    General Javier de la Vega
10. Arucas, callejón de;                 Callejón del Rosario, Coronel Borrero
11. Astillero, callejón del;              Aurelia Castillo
12. Calvo, callejón del                   del Infierno, José Álvarez Varona
13. Camposanto, callejón del         Doña Cirila; Carmela Barreal
14. Candelaria, calle de la              Independencia
15. Candelaria, callejón de la;        Teniente Coronel Faico Benavides
16. Cárcel, callejón de la
17. Caridad, calle de la                   Avenida de la Libertad
18. Carmen, calle del                     Capitán Marín Varona
19. Carnicería, calle de la               Contaduría; Lugareño
20. Castellanos, callejón de
21. Catalina, calle Santa                 Aurelia Castillo
22. Cielo, calle del                          Plácido
23. Cipriano, callejón San               Ramón Fonseca
24. Clemente, calle San                  Raúl Lamar
25. Comercio, calle del                   de los Mercaderes; Maceo
26. Coronel Bringas, calle del          Regino Avilés
27. Coronel Gutiérrez, calle del        Domingo Puentes
28. Correas, callejón de;                 Narciso López
29. Cristo, calle del Santo                Alfonso XII, Ignacio Agramonte, Cristo
30. Cuba, calle
31. Cuerno, callejón del                 San José, Manuel de Quesada
32. Cura, callejón del                     del Silencio; Víctor M. Caballero
33. Chumbo, Callejón de Ave.         Del Casino Campestre; Humboldt1
34. Damas, callejón de las              Capitán Sabino Montes
35. Desengaño, callejón del            de la Cruz; Eugenio Sánchez
36. Diego, calle San                       Martí
37. Domingo Castillo, callejón de,   Brígida Agüero y Agüero
38. Esteban, calle San                   Oscar Primelles
39. Fernando, calle San                 Bartolomé Masó
40. Ferrocarril, calle del                 Paseo de Pueyo; Ave. de Bélgica; Ave. Finlay
41. Francisco, calle San                 Antonio L. Luaces
42. Francisquito, callejón de           Cano; Doctor Jorge Rodríguez
43. Fundición,                               callejón de Del Huerto, Cmte. José Cruz Pérez
44. Gabriel, calle san                     San Mateo, Magín Díaz
45. Gertrudis, callejón Santa          del Perro; Coronel Barreto
46. Gloria, calle de la                     Industria; Sofía Estévez Valdés
47. Glorieta, calle de la                  Dolores Betancourt
48. González, callejón de las          Capitán Federico Contrina, Luis Suárez
49. Hospital, calle del                    Ntra Sra de Loreto; Carlos M. de Céspedes
50. Ignacio Sánchez, calle de         Chicho Valdés
51. Ignacio, calle San                    Hermanos Agüero
52. Ildefonso, calle san                  del Paseo, Bembeta
53. Inés, calle Santa;                    del Medio; Ángel Castillo Agramonte
54. Isidro, calle San;                     Rosa la Bayamesa
55. Jaime, callejón de;                  Transversal del Sol; Coronel Aguilar
56. Jesús María, calle de;              Pablo Lombida
57. Jesús, María y José, calle;        del Teatro Principal, Padre Valencia
58. Joaquín, calle San;                  Coronel Aurelio Batista
59. José, calle San;                       Manuel Ramón Silva
60. Juan de Dios, calle San;           Doctor Emilio González Hurtado
61. Juan Nepomuceno, calle San    Coronel Labrada
62. Juan, calle San;                       de las Carreras; Avellaneda
63. Keyser, callejón de
64. Lanceros, calle de los                Coronel Pichardo
65. Lorenzo, calle San                    10 de Octubre
66. Luis Beltrán, calle San               20 de Mayo
67. Magdalena, callejón de la           Benicia Perdomo Valdés
68. María del Rosario, callejón          Pica Pica; General Carlos Agüero
69. Martín, callejón San                   6 de Enero
70. Martín, calle San                        Fidel Céspedes
71. Martínez, callejón de los             Belén Miranda
72. Masvidal, callejón de                  Hermanos Padilla
73. Matadero, calle del                    Martina Pierra de Poo
74. Mata, callejón de                       San Gregorio
75. Mayor, calle de                         de la Parroquial; Salvador Cisneros
76. Merced, calle de                        Lope Recio
77. Merced, Plaza de                       Charles A Dana, de los Trabajadores
78. Micaelitas, callejón de las           Ramón Pintó
79. Miguel, calle San                       27 de Noviembre
80. Miseria, callejón de la                Tula Oms
81. Mojarrieta, callejón de               Guerrero
82. Montalván, callejón de               de Palma o Moscú
83. Montera, callejón de la              Félix Caballero
84. Muñoz, callejón de                    de Corona
85. Niñas, callejón de las                 Teniente Chapellí
86. Nueva, calle                              Van Horne; Mario Aróstegui
87. Owen, callejón de
88. Pablo, calle San                       Juan Torres Lasqueti
89. Palma, calle de la                     Ángel Ciro Betancourt
90. Pancha Agramonte,callejón de         Comandante Mauricio Montejo
91. Paso Chiquito, calle del             Carretera Central Este.
92. Paso Chiquito,                          Callejón del; Francisco Vilardell Tapis
93. Patricio, calle San                     General Espinosa
94. Pedro Alcántara, calle San         Honda; 24 de Febrero
95. Peñas, callejón de las               Peña
96. Perdomo, callejón de                Monitor
97. Pintor, callejón del                    Melchor Loret de Mola
98. Popular, calle                           Ramón Virgilio Guerrero
99. Plazuela del Puente, calle
100. Pobres, calle de los                 Padre Olallo
101. Poza del Mate, callejón de la          Funda del Catre, Ramón Ponte
102. Príncipe, calle del                   Goyo Benítez
103. Progreso, calle del                  Esteban Varona
104. Rafael, calle San                     Matías Varona
105. Rafael, callejón de San           Rito Arencibia
106. Ramón, calle San                   Enrique José Varona
107. Reina, calle de la;                  República
108. Risa, callejón de la                 Joaquín Barceló
109. Rita, calle Santa                     El Solitario
110. Rosa, calle Santa                    Florentino Romero
111. Rosario, calle                          Enrique Villuendas
112. Rosario, callejón del                Teniente Coronel Enrique Miranda
113. Sacristanes, callejón de los            Rev. Padre Carlos Jofre Palmer
114. Santiago, calle                        de la Horca, Maximiliano Ramos
115. Sedano, callejón de                 Capitán Escobar
116. Serapio, calle San                   Heredia
117. Sifontes, callejón de                Teniente Coronel Nolasco Rodríguez
118. Sin Salida,                              callejón de la Gallería
119. Sociedad Patriótica,  
120. Soledad,                                 Estrada Palma; Ignacio Agramonte
121. Soledad, callejón de la
122. Teatro Principal, callejón del    Tatán Méndez
123. Templador, callejón del           Pedro Bruno y Pamela Fernández
124. Ticunicú, callejón de               Zanja, Antonio Barrio
125. Tío Perico, callejón de             De Atocha, Vate Morales
126. Triana, callejón de                  Cruz Olivera
127. Vigía, calle de la                     Avenida de los Mártires
128  la Soledad, plaza de                Del Gallo, de la Solidaridad, del Gallo.
129  San Francisco, plaza de           Martí, de la Juventud.
130  Mayor, plaza                           Plaza de la Reina, Parque Agramonte.
131  Campo de Marte                      Casino Campestre, Parque Gonzalo de Quesada
132  Lanceros, plazoleta de             Parque Franklin Delano Roosvelt
133  Paula, plaza de                       Plaza Maceo

Circula por emails. Recibido de Lucy Noy