20 de mayo de 2014

Leyendas camagüeyanas: El paso de Lesca

El Paso de Lesca
Ana Dolores García

    La Sierra de Cubitas, al norte de la ciudad de Puerto Príncipe, posee las escasas pero importantes elevaciones que se destacaban en la gran llanura del antiguo cacicazgo de Camagüebax. Es más, se interponía desafiante entre la capital de la región y los puertos y poblados de la costa norte: La Gloria, La Guanaja, Piloto y Nuevitas, por donde llegaban los barcos procedentes de La Habana con avituallamientos, viajeros y correo. 

    Hoy conocemos como  “Paso de Lesca”  uno de los desfiladeros que la atraviesan, y que antes de poseer ese nombre no era mas que “el camino de Hinojosa” al formar parte de las tierras de un dominicano llamado Manuel Hinojosa. Era un camino prácticamente desconocido e intrincado, porque el más frecuentado era el de “los paredones”, de más fácil acceso para quienes tenían que atravesar la sierra en sus viajes hacia la costa o, a la inversa, a la villa principeña.

   Hacía escasos meses que Carlos Manuel de Céspedes se había alzado en La Demajagua el 10 de octubre de 1868, dando comienzo a la Guerra de Independencia, y que el Camagüey   le diera su respaldo en la reunión de Las Cavellinas, a orillas del Saramaguacán, el 4 de noviembre.  Si, la parte oriental de la isla se levantaba contra España, lo que hizo surgir la alarma entre las autoridades de la colonia. Desde La Habana, la Capitanía General ordenó el envío de tropas que contuvieran el avance de la rebelión a las provincias occidentales. Una tropa al mando del brigadier Juan de Lesca Fernández zarpaba por mar para reforzar las asediadas tropas españolas del Príncipe.    

    El desembarco de las tropas de Lesca se realizó el 18 de febrero del 69 en el puerto de La Guanaja, costa norte de Camagüey.  Lesca organizó a sus hombres, -caballería, artillería e infantería-, lo que sumaba un total aproximado  de dos mil efectivos, y partió hacia Puerto Príncipe apenas tres días después del desembarco.

   La Sierra de Cubitas se les enfrentaba. Los grupos de separatistas cubanos merodeaban por todos aquellos poblados, confrontando las patrullas españolas con incontables escaramuzas. Para cruzar la sierra, el paso más conveniente y más conocido por su accesibilidad era el de los paredones, pero también resultaba ser el más peligroso por la posibilidad de que los cubanos probablemente intentarían cortar el paso a la tropa española y entablar combate.

   Fue entonces cuando Lesca se decidió por el viejo camino de Hinojosa con la esperanza de confundir a los mambises, por lo que con sus hombres se adentró en aquel casi abandonado camino flanqueado de rocas y cuevas. Fue su desgracia, porque de algún modo los cubanos se enteraron de sus planes y también se dirigieron hacia aquel desfiladero. Esperaron a la tropa española y le tendieron una emboscada.

   Sorprendido en medio el desfiladero, ni siquiera le quedaba a Lesca la posibilidad de una retirada para escapar del encierro. A pesar de la marcada superioridad numérica española tanto en soldados como en armamento, la sorpresa del ataque y el verse atrapados entre aquellos infranqueables muros de roca, convirtieron la batalla en un desastre para los españoles. El combate duró horas, al cabo de las cuales se retiraron los improvisados soldados cubanos, cuya experiencia militar se limitaba a pequeñas escaramuzas. Sobre la tierra del viejo camino de Hinojosa quedaron los cadáveres de más de cien soldados españoles. Y como siempre les sucede en las guerras a los perdedores, los sobrevivientes siguen adelante y los muertos y heridos desahuciados quedan detrás. A los de este combate los encerraron en las cuevas, sepulcros naturales que les propiciaron aquellas murallas rocosas.

    Lesca pudo reorganizar sus tropas y escapar del angosto desfiladero. Lograron llegar maltrechos a Puerto Príncipe, pero según el parte oficial del mando español las pérdidas ascendieron a “ciento veinte hombres, ochenta y un caballos, tres bueyes para carga y todo el convoy de municiones y vituallas”.  El enfrentamiento, que ocurrió el 23 de febrero del 69, dio origen a un nuevo nombre para aquel desfiladero. A partir de entonces, pasó a ser conocido como el “Paso de Lesca”.

   El desastroso resultado del combate para las tropas españolas y el hecho de que aquel apartado camino hubiera pasado a ser improvisado cementerio, fue creando “la leyenda del Paso de Lesca”. Los campesinos de la zona rehuían adentrarse en el por la noche porque, según muchos, se oían voces y gritos y no cabían dudas de que provenían de los muertos allí abandonados y enterrados. Incluso de día había temor de tomar esa ruta. Algunos de los que se atrevían a hacerlo plantaban cruces, dejaban flores y oraban por los muertos que allí había.  

    A pesar de que las cuevas fueron tapadas, el miedo permaneció por muchos años. El paso del tiempo y la naturaleza ayudaron a alterar el paisaje: malezas y arbustos  cubrieron rocas y escondieron aún más aquellas cuevas, pero  la leyenda permanece entre los mitos de nuestra Historia.

15 de mayo de 2014

Proceso de Beatificación de Mons. Adolfo



Este sábado 17 de mayo a las 4.30 de la tarde en Saint Dominic, 5909 NW 7th Street, Miami,  se ofrecerá una charla sobre el proceso de beatificación de Mons. Adolfo Rodríguez, que estará a cargo de Miguel Ángel Ortiz, diácono de la parroquia de la Soledad en Camagüey, quien representa nuestra Arquidiócesis en este proceso y ha estado en el Vaticano a tal efecto.

No dudamos de la asistencia de muchos camagüeyanos ante un hecho que tanto nos interesa y nos enorgullece, tal como lo es el proceso de la posible beatificación de nuestro querido Mons. Adolfo. ¡Allá nos veremos!

13 de mayo de 2014

Antiguos escudos de Camagüey


Antiguos  escudos  de  Camagüey
y sus  iconogramas  cristianos

Por Héctor Juárez Figueredo

El 1ro. de febrero de 1819, en medio de fiestas públicas, Puerto Príncipe celebraba el otorgamiento por el rey Fernando VII de dos seculares aspiraciones: el título de Ciudad y la gracia de que usase Escudo de Armas. Casi año y medio antes, el 12 de noviembre de 1817, el monarca español había firmado en Madrid una Real Cédula al efecto.

Para esa gestión, el Ayuntamiento presentó no más de tres diseños de escudo. Uno de ellos fue examinado por don Francisco Doroteo de la Carrera, cronista rey de armas hispano. De la Carrera dictaminó al respecto y, mediante Despacho Real del 10 de marzo de 1817, estableció el diseño definitivo del Escudo de Armas de la ciudad de Puerto Príncipe, que aún Camagüey mantiene.

La propuesta había sido el escudo que para entonces, y extraoficialmente, se usaba. Desde su origen mismo, hace ya (500) años, la villa Santa María del Puerto del Príncipe había contado con su escudo de armas, en permanente evolución. Al estudiar sus blasones (figuras de los escudos), resulta evidente la presencia de iconogramas (simbolismos gráficos codificados) de la fe cristiana. Ellos están presentes en la evolución aquellos primeros emblemas de la identidad local camagüeyana, determinados por la cultura católica.

El escudo “fundacional”: la fe y la Iglesi

El 2 de febrero de 1514, «El Ayuntamiento [...] juró ante el escribano y convocó “a cabildo abierto”, o sea, celebrado con asistencia, voz y voto de todos los vecinos, y acordó poner la villa bajo la protección de “Santa María, Nuestra Señora, y la dicha villa se llamase ad perpetuam rei memoriam, la VILLA DE SANTA MARÍA DE PUERTO DEL PRÍNCIPE. Tomaba por patrona y ponían la Villa bajo su advocación y tomaban por sus Armas y divisas, tanto en la paz como en la guerra, un escudo circular, de color azul y una paloma de plata en media de él. [...]”.» Y así se comunicó al gobernador Diego Velázquez, a la sazón radicado en Baracoa.

          La elección de un escudo circular (redondo) manifestaba la simbiosis de la autoridad laica y religiosa, presente desde el surgimiento de todas las ciudades hispanoamericanas. El escudo circular era el empleado por las regiones y en los emblemas eclesiásticos.  En lo eclesial, el círculo hace referencia a la eternidad de Dios; en lo militar-estatal, recuerda la rodela (Escudo redondo y delgado que, embrazado en el brazo izquierdo, cubría el pecho al que se servía de él peleando con espada).

          El color azul simbolizaba: realeza, majestad, hermosura, serenidad, lealtad, verdad, justicia, dulzura, lealtad, inocencia y piedad. Es denominado azur en la heráldica, la disciplina que se ocupa de los escudos de armas. Los que ostentaban azur estaban obligados al fomento de la agricultura y a socorrer a los servidores abandonados injustamente por sus señores.

          La paloma, el ave de Dios, desde antiguo representaba a Cristo, a la Iglesia, al Espíritu Santo y a la Virgen María. Mensajera de la felicidad y la paz (Gn 8.10-12), otros valores asociados a la paloma fueron: dulzura, pureza, inocencia, sencillez, amor y paz. Se la consideraba símbolo de la fe cristiana (el bautizo), el pecador arrepentido y la meditación.

          Y por su parte, la plata aludía a: los meses de enero y febrero, la paloma, la fe, pureza, integridad, inocencia, blancura, virginidad. Y de las obligaciones, servir al Soberano en la náutica, defender las doncellas y amparar a los huérfanos.

          Así, en el origen del primer escudo principeño se plantean la fe y la protección por María Santísima, junto a la necesidad de autodefensa, necesarias en un nuevo medio, hostil por demás. Por otra parte, la náutica y la agricultura son aspiraciones económicas en el Caribe antillano de inicios del siglo XVI, fuente y base de aprovisionamiento en el paso conquistador hacia el continente. Las estancias de primeras poblaciones serían beneficiadas con el comercio marítimo y el fomento agrícola (y ganadero más tarde).

El segundo escudo: La Purificación de la Virgen María

          En 1517 se concedió a Cuba el uso de escudo de armas y las autoridades de Puerto Príncipe pidieron al Rey idéntica merced. El gobernador Velázquez no cursó la solicitud, lo que trajo fricciones entre aquel y los principeños.  No obstante, el 1ro. de enero de 1518, «Se acordó por el Cabildo notificar al mismo gobernador, a Santiago de Cuba, que la villa adoptaba como divisa el mismo escudo QUE VENÍA USANDO desde 1514, pero con dos palomas.»

          Era necesaria la modificación. Una sola paloma había devenido, desde el siglo XI, en la traducción plástica del Espíritu Santo (Mt 3.16; Mr 1.10; Lc 3.21-22; Jn 1.32). Se evitaba así una posible interpretación de que fuera el escudo de Sancti Spíritus, villa del Espíritu Santo. Y se ratificaba que un 2 de febrero había sido fundado Puerto Príncipe, Villa de María Santísima de La Candelaria.

          En efecto, la pareja de palomas (tórtolas, pichones de paloma o palominos) recuerda el sacrificio ofrecido por María y José cuando Jesús fue presentado en el Templo (Lc 2.21-38) en correspondencia con el antiguo rito judaico de purificación de la madre (Lev 12.6-8). En el contexto de la Iglesia latina y en siglo XVI, las dos palomas eran una clara alusión a la Purificación de la Santísima Virgen, o La Candelaria: «La fiesta que celebra la Iglesia a Nuestra Señora el día de la Purificación, en el cual se hace procesión solemne con candelas benditas, y se asiste a la misa y procesión con ellas. También se llama nuestra Señora de las Candelas: las cuales dieron el nombre vulgar al día».
          Este escudo, junto con la concesión del codiciado título de ciudad y otras gracias y mercedes, volvió a pedirse oficialmente en 1537, 1566, 1592, 1679 y 1777.  Ninguna de esas gestiones dio frutos.

Un tercer escudo: María Santísima de la Candelaria.

          En sesión del 10 de febrero de 1780, el Cabildo determinó analizar los servicios prestados para la pretensión del título de ciudad. En consecuencia, el 16 de marzo de ese propio año, presentó el síndico Procurador general la información y demás recaudos con que se justifican los varios servicios personales, y pecuniarios que ha hecho esta villa al Rey, casi desde los principios de su establecimiento, el aumento en [que] se halla su población, la brillantez, y civilidad de sus vecinos, y en su vista instruidos, bien inteligenciados los Señores concurrentes de la certeza de sus particulares, de uniformidad acordaron [elevar a la Corona la petición].

          Y así mismo expresaron:

          «Que para alcanzar de la piedad del Rey, la gracia de título de ciudad esta villa, Que use por especial concesión del escudo de armas que por costumbre ha tenido, y se haya  impreso en las fábricas del público sin noticia de su origen ni más alusión que la que tiene con el nombre de la Patrona María Santísima de la Candelaria simbolizado en dos palomas que llevan en medio una hacha ardiendo, pendiente de una mano pura, orlado todo con divisa de un cordón que figura el del toisón de oro [...]».

          La figura de una mano pura (¿angelical?) portando un hacha simboliza toda la procesión solemne del día de La Candelaria.  La devoción canaria por Nuestra Señora de la Candelaria, que es la patrona de esas islas, tuvo indudables resonancias culturales en el Príncipe, donde los oriundos de ese archipiélago se asentaron tempranamente. El imaginario religioso de aquel archipiélago está presente en el escudo de la villa; sirva de comparación el siguiente texto de la gran poetisa cubana Dulce María Loynaz:

«[...] en un lugar tan distante y ajeno como Arequipa en el Perú, vi hace años, abandonado en la sacristía de una vieja iglesia, un cuadro muy antiguo que representaba una singular procesión junto al mar; ella tenía efecto en una playa de arena negra como nunca la habían visto mis ojos, y eran sólo ángeles los que llevaban cirios encendidos. // No supe al punto adivinar la significación del cuadro, que me impresionó sobremanera, y ahora comprendo que el artista anónimo se inspiró en esta tradición que los guanches dejaron a los españoles, historias de criaturas aladas en tránsito de candelas alucinantes.»

          El nuevo añadido, el toisón de oro (del francés toison, vellón, piel con lana o zalea), es la insignia de la Orden homónima, creada en el siglo XV e introducida en España después de 1516. Consiste en una pieza en forma de eslabón, al que va unido un pedernal flamígero, del que pende un vellón de un carnero; se pone con una cinta roja y tiene un collar compuesto de eslabones y pedernales. Se colocaba como ornamento exterior (timbre) de los escudos.

          ¿Por qué el toisón? En el escudo concedido a Cuba por Real Cédula de 9 de enero de 1517, usado entonces como propio por Santiago de Cuba, colgaba al pie un cordero en alusión al toisón de oro, que también aparece claramente en algunas versiones de los escudos de La Habana junto a una corona real, adiciones de los capitulares capitalinos. ¿Los principeños deseaban que su escudo no tuviera nada que envidiar a los de Santiago de Cuba y La Habana...?

          Entre las modalidades de cultos principales en la manifestación de la religiosidad católica hispánica ocupan un lugar principal las devociones especiales a la Virgen María.  Por ello, en la vida religiosa principeña del siglo XVIII María estaba presente en todos sus templos: La Candelaria, en la Parroquial Mayor; La Merced, La Soledad y La Caridad, en sus correspondientes templos; Nuestra Señora de los Dolores, en la iglesia conventual de San Francisco de Asís; Nuestra Señora de Loreto, en la iglesia del Colegio de la Compañía de Jesús; y Nuestra Señora del Rosario, en la ermita de San Francisco de Paula. Además, se iniciaba la construcción —luego demolida— de la iglesia dedicada a Nuestra Señora del Carmen. A ello se une el vínculo con Santa Ana, en el templo homónimo. Y además, en la iglesia conventual de San Juan de Dios era su titular Nuestra Señora de la Asunción, copatrona de la Orden. En el escudo, el culto a la Patrona de la villa alcanzaba así preponderancia icónica.

La visión foránea: metamorfosis de los símbolos.


          De la Carrera estudió el escudo «que dicha villa [de Santa María del Puerto del Príncipe] ha traído desde tiempo inmemorial [con] dos palomas que llevan una [sic] hacha ardiendo en la mano, orlado el escudo con un cordón que figura el Toisón de oro». Según su opinión, debían ser corregidas algunas irregularidades de este escudo, como son la de llevar las palomas un hacha ardiendo pendiente de la mano, siendo más propio que la condujesen en el pico, a la manera que lo hizo la que después del diluvio volvió con un ramo de oliva al arca de Noé, y la de tener por orla un cordón parecido al collar del Toisón de oro, que solo es peculiar de esta orden, se organiza ahora, colocando dichas piezas en el campo y actitud que deben tener.

          Para él, además, «las dos palomas volantes del propio metal [plata] demuestran amor, pureza, sencillez y fidelidad, y aún entre los Egipcios eran igualmente símbolo de Salud: las dos hachas encendidas representan paz y ardiente caridad.»

          Sin comprenderlos, y con una peculiar visión heráldica, un Cronista Rey de Armas del ilustrado Madrid decimonónico había despojado a los principeños de sus símbolos, simples y basados en iconogramas cristianos.   Era la «incapacidad de la Metrópoli para entender una cultura que se tornaba “otra” y por tanto particular y diferenciada.»  
Reproducido de Boletin Diocesano, Camagüey

11 de mayo de 2014

El Bayardo del Camagüey

El Bayardo del Camagüey

En conmemoración del aniversario hoy de la muerte en combate en Jimaguayú del Mayor General Ignacio Agramonte, ofrecemos este trabajo del Dr. Emilio Cosío, abogado, escritor costumbrista y poeta camagüeyano, fallecido en Miami hace pocos años.  
 
Por Emilio A. Cosío R.

Pasarán tres siglos desde la muerte del Bayardo original en 1524 hasta el día en que -como el Ave Fénix que renace de entre las cenizas negándose a morir- viene al mundo un niño a quien llamaría la Historia El Bayardo. El día es el 23 de diciembre. El año, 1841. Este niño vivirá una epopeya de gloria que será legendaria. Recibirá en la pila del bautismo el nombre de Ignacio y heredará apellidos de viejo abolengo: Agramonte y Loynaz.

El nacimiento ocurre en la somnolienta, tradicionalista y conservadora villa de Santa María del Puerto del Príncipe, fundada por los españoles en el año 1514  en una isla del Mar Caribe llamada al principio Juana por sus descubridores y a la que más tarde, convertidos éstos ya en amos prepotentes, llamarían La Siempre Fidelísima Isla de Cuba, expresión que conllevaba una humillante connotación de vasallaje y servidumbre. No escapó esta circunstancia a la fina sensibilidad del Bayardo camagüeyano, quien la consideró una afrenta a su condición de cubano y de hombre digno.

Este niño, nacido en lecho de plumas, profundamente civilista y educado en las aulas del Derecho, cambiaría un día su toga por el machete mambí en rebeldía contra ese coloniaje ultrajante. Y a pesar de detestar la guerra, blandirá su arma criolla con tal fervor patriótico que causará pavor al enemigo. Y si fue el machete en sus manos un arma demoledora, lo fue aún más la solidez de los principios y convicciones que supo infundir en sus hombres, a quienes convierte en una verdadera legión de centauros: hombres hambrientos en ocasiones y desprovistos de armas muchas veces, pero que combaten siempre como aprendieran de su jefe: con la vergüenza.

Representan ambos Bayardos dos épocas, dos mundos diferentes. Pasa el Bayardo francés a la posteridad defendiendo los valores del feudalismo, los privilegios, el honor del noble de nacimiento. Valores que son legítimos en la sociedad del siglo XV; pero que son, sin embargo, antagónicos a aquellos valores que, tres siglos después, representarán los ideales que defenderá el Bayardo camagüeyano hasta su muerte y que, resumidos en los conceptos de la libertad y la dignidad del hombre, no penetrarían la conciencia del pueblo francés hasta el advenimiento de la Revolución Francesa en el año de 1789.

No ha sido nuestro propósito en este breve trabajo realizar un análisis comparativo entre ambos Bayardos; sino incursionar en las circunstancias históricas que dieron lugar al sobrenombre de El Bayardo, con vistas a establecer la justificación de su vinculación a la persona del Mártir de Jimagüayú y contribuir a su divulgación.

Todo nombre que trasciende alude a características, a hechos, a aspectos inherentes a las personas que lo comparten. Bayardo -Pierre du Terrail-, y el Mayor Ignacio Agramonte ratifican su calidad de símbolos que representan las virtudes y la gloria del caballero intachable. De ahí la necesidad de explorar un tanto la historia de ambos, abarcando no sólo el aspecto militar de sus vidas, sino -más importante aún- también su formación desde la cuna y sus cualidades morales y humanas.

Una síntesis de estos atributos comunes la encontramos en el valor y en la conducta de caballero sin miedo y sin tacha que observamos tanto en Agramonte como en el Bayardo francés. Atributos que, al ser poseídos igualmente por Bayardo y por nuestro Mayor Ignacio Agramonte, justifican plenamente la simbiosis histórica con la que se honra recíprocamente a ambos héroes.  
Es común que ante la admiración que suscita la conducta heroica neguemos en ocasiones la consideración debida a la causa que la provoca, que es donde reside el mérito de aquélla y la que ha de proporcionar, por tanto, los elementos de juicio necesarios para la valoración del personaje histórico. El simple valor, en acción carente de justificación moral, deviene en instrumento de las miserias humanas. Se enaltece éste sólo cuando va acompañado de motivaciones dignas. ¡Qué llena está la Historia de actos de coraje increíble que sólo sirvieron para inmortalizar la ignominia!

De ahí que concluyamos que si imperecedero será siempre el recuerdo del valor personal de ambos héroes, fue la conducta noble, limpia de impurezas bastardas, la que, hermanándolos, elevó a estos hombres de leyenda al pedestal de los grandes de la Historia. Recordaremos siempre a los Bayardos como ejemplos de dignidad y valor.

Finalmente, apuntamos cómo en ambos Bayardos se confirma el hecho de que condiciones geográficas, sociales o ambientales con características parecidas, producen hombres con marcadas semejanzas de carácter que influyen muchas veces en un paralelismo de sus vidas. Tanto el Caballero du Terrail como el Mayor Agramonte fueron producto de sociedades con arraigadas tradiciones familiares y estrictos códigos de conducta. Adornó a ambos un definido sentido del ideal, del deber y de lo heroico, que bebieron en la fuente de su ambiente aislado y vinculado a la tierra. Ambiente que, como bien señala el Dr. Carlos Márquez Sterling, "forma hombres de carácter valiente, generoso y noble" (Ignacio Agramonte: El Bayardo de la Revolución Cubana). Rasgos estos que encontramos tanto en el hijo del Valle de Graisvaudam como en el lugareño del Tínima.

Suele la Historia ser rica en coincidencias. Y no están exentas de ellas estas dos vidas excepcionales. Fue la caballería el arma de ambos. Caen combatiendo al mismo enemigo, tropas españolas, con diferencia de tres siglos. Y son similarmente heridos en escaramuzas en las que no se encuentran personalmente enfrascados. El francés, en los momentos en que se retira ordenadamente del Campo de Gattinara. El camagüeyano, según lo establece el Dr. Juan J. Casasús (Jalones de Gloria Mambisa), al atravesar el potrero de Jimagüayú -cuyo nombre inmortalizara- para unirse a su caballería; instantes en que es alcanzado por una bala del enemigo emboscado al que no había visto. Por último, ocurre la trágica coincidencia de sus capturas por el enemigo. El uno ya fallecido. El otro a punto de expirar.

Aunque debatible, pudiera hallarse una similitud en el tratamiento dado por los españoles a ambos cadáveres. Rindieron éstos toda clase de honores al Bayardo francés. Y en el caso del Bayardo camagüeyano, si bien no le rindieron honores, no permitieron sin embargo la profanación del cadáver por la chusma enardecida que reclamaba su entrega; sino que fue depositado en el convento de San Juan de Dios, en el que fue piadosamente aseado por los padres Martínez y Olallo. Es, no obstante, discutido el hecho de la cremación y el esparcimiento de sus cenizas al viento. La cremación, por no ser ésta aceptada por la Iglesia en aquel tiempo, le negaba cristiana sepultura. Mucho menos justificable lo fue el esparcimiento de sus cenizas. Medidas éstas que defendió España como necesarias para evitar el probable desenterramiento y profanación del cadáver o de sus cenizas por la plebe. Argumento muy discutible, repetimos, y por tanto por siempre polémico.

Preferimos nosotros adherirnos a la tesis de aquellos versos que de niños aprendimos en la escuela:

 Y su cadáver augusto
quemaron en Camagüey,
¡porque el muerto daba susto
a los soldados del rey!

6 de mayo de 2014

Los primeros teatros de Puerto Príncipe


Los  primeros teatros de  Puerto Príncipe

Ana Dolores García

    Hasta el año 1809 no se conocía en Puerto Príncipe la existencia de representaciones teatrales. A comienzos del mes de enero de ese propio año un vecino de la Villa, don José Galeano, solicitó licencia para que se le permitiera presentar algunas obras de teatro con un grupo de actores aficionados. La licencia le fue concedida a cambio de que cediera parte de las ganancias  como contribución a los fondos de la milicia popular que se estaba formando para el caso de un ataque del ejército de Francia, que por aquellas fechas estaba en guerra con España.

   El historiador Torres Lasqueti no pudo corroborar datos específicos sobre el lugar donde se efectuaron esas presentaciones teatrales, pero si deja constancia en sus escritos de que era opinión generalizada que las mismas se llevaban a cabo en «un teatrico situado en el gran patio de una casa en la calle Carnicería, [de la Contaduría después y actualmente Independencia], que posteriormente en 1817 fue adquirida en propiedad por don Luis Loret de Mola». Esta creencia de los principeños se basaba principalmente en que «existían en la pared del fondo de dicho patio pinturas y otros vestigios de un destruido escenario».

  Pocos años después, en 1813, el Ayuntamiento de la Villa recibió otra solicitud de licencia, esta vez para la construcción de un teatro, presentada por don Santiago Candamo.  Teatro que en este caso sería el segundo del que se tenían noticias en Puerto Príncipe, luego de la experiencia de los alumnos aficionados de José Galeano que actuaban al aire libre en el “teatrico” de la calle Carnicería.

   Personas de la época aseguran que este segundo teatro funcionó en la calle de Sta. Ana, en una casa que luego fue demolida y en cuyo terreno fabricó posteriormente su residencia el Dr. don José Ramón Boza y Miranda.

   A mediados del año 1817 plantó sus carpas y tiendas de madera un circo teatro en la amplia plaza frente a la iglesia de La Merced. Allí realizaba sus demostraciones ecuestres un afamado jinete, Jean Breschard, de fama internacional, y se representaban  zarzuelas españolas. Tiempo después el circo se trasladó a un solar en la calle San Ramón, donde continuó presentando sus funciones hasta levantar campamento y seguir con su espectáculo por otras poblaciones de la Isla. 

   En aquel solar de la calle San Ramón se construyó un teatro de madera y guano en el año 1824. Sus empresarios lo fueron D. Juan de Agüero y D. Segundo Carvajal. Duró poco tiempo porque en 1817 un incendio lo redujo a cenizas.

   Surgió entonces una sociedad con más recursos que levantó en el mismo lugar otro teatro de madera y tejas, y que se mantuvo en funcionamiento poco tiempo más.  La sociedad se disolvió y uno de los socios se hizo cargo del teatro hasta 1848, en que compró otro local en el callejón de La Merced, [luego calle Popular y mas tarde Virgilio Guerrero], que quedaba a espadas del que se había quemado, por lo que llamó al nuevo teatro “El Fénix”, remedo del personaje mitológico que renació de sus cenizas.

  López Lasqueti nos lo describe: «Costó 43,000 pesos fuertes. Es más sólido,  capaz y elegante que los anteriores, con dos órdenes de palcos, pero su forma cuadrilonga le hace no proporcionar entera comodidad a los espectadores que ocupan aquelllas localidades».

   Luego, ese mismo teatro “El Fénix” fue arrendado por la nueva Sociedad Popular de Santa Cecilia  en 1864 para celebrar todos sus actos. Y, aunque la sociedad permaneció cerrada durante un período de cinco años, mantuvo el arrendamiento del teatro, que volvió a abrirse al publico cuando “La Popular” reanudó sus actividades.

  Ya en el siglo XX, y convertido el viejo Puerto Príncipe en el Camagüey actual, la Sociedad Popular de Santa Cecilia, poseedora del  hermoso edificio que continúa engalanando la Plaza de La Merced,  no necesitaba ya el Teatro “El Fénix” para sus actos. Por ello lo vendió a las religiosas teresianas que poco a poco habían ido ampliando su colegio desde su llegada a Camagüey en 1915.  El viejo teatro fue testigo de múltiples representaciones escolares, de incontables entregas de premios a final de curso  -alumnado en la platea y padres y familiares en los palcos- y de solemnes graduaciones.

   Recuerdo el día a día, de lunes a viernes, cuando todas las alumnas nos reuníamos en aquel salón antes de entrar a clases. Desde allí, ordenadas por grados, al ritmo de la marcha de Zacatecas que ejecutaban al piano -en nuestro tiempo- Eunice o Luzdivina y al toque de chascas, marchábamos a nuestras clases. Recuerdo también los palcos con sus caballetes donde cada sábado algunas tratábamos de aprender la habilidad pictórica de nuestra maestra, la anciana y venerada Madre Dolores, que ya se contaba entre las Madres fundadoras del colegio en el lejano 1915.

   El Teatro “El Fénix” subsistió hasta 1950, año en que fue demolido y en su lugar las Madres Teresianas construyeron otro moderno teatro.
  Ana Dolores García ©

5 de mayo de 2014

Viejas postales descoloridas

Concentración Diocesana de
la Juventud Católica Cubana

Noviembre de 1951

Banquete de clausura celebrado en Artes y Oficios

En primer plano los miembros de los grupos María Auxiliadora y San Luis Gonzaga de la parroquia de la Soledad. 

1 de mayo de 2014

Avanza en Roma beatificación de Arzobispo camagüeyano




 
Avanza en Roma beatificación
de Arzobispo camagüeyano

La Agencia de Prensa Católica (ACIP) asegura que la Iglesia en Cuba podría tener un nuevo beato tras abrirse la causa de Monseñor Adolfo Rodríguez, primer Arzobispo de Camagüey.

Monseñor Rodríguez fue uno de los participantes en el Concilio Vaticano II, fue el primer obispo cubano para la entonces diócesis de Camagüey (1964-2002) y falleció en 2003 como Arzobispo Emérito.

“La causa de beatificación de Mons. Adolfo es muy reciente, ha recibido el nihil obstat de la Santa Sede y se ha abierto el proceso diocesano”, señaló a la agencia de prensa Osvaldo Gallardo, encargado de la Pastoral de la Comunicación en Camagüey, quien indicó que ya hay “testimonios de gracias obtenidas, pero ningún milagro que analice el Vaticano aún”.

El obispo camagüeyano es recordado por su caridad y como “un hombre de diálogo sereno y de esperanza: ‘En el Señor miramos con serena confianza el futuro siempre incierto, porque sabemos que mañana antes que salga el sol, habrá salido para Cuba, la Providencia de Dios’, dice Gallardo.

El Padre Adolfo en 10 años inauguró tres colegios parroquiales, un dispensario médico y propició la fundación de las hermanas Carmelitas Misioneras.

“Sin dudas, vivió en carne propia los rigores del enfrentamiento con el gobierno, tuvo que hacerse cargo de una diócesis devastada material y espiritualmente, indicó Gallardo.

Adolfo Rodríguez fue Presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba y durante uno de estos periodos se celebró el Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC, 1986), que al decir de Gallardo  significó que la Iglesia saliera “de los muros de los templos a los que había sido relegada por el gobierno comunista”.

Recordó Gallardo que Monseñor Rodríguez “fue uno de los obispos firmantes de la carta pastoral ‘El amor todo lo espera’, en 1993, que puso el dedo en la llaga sobre temas candentes de la sociedad cubana, que transitaba por el difícil momento histórico conocido como periodo especial, su estilo comunicativo se adivina en gran parte del documento”.

Gallardo dijo que aunque este documento “causó una virulenta reacción por parte de la prensa gubernamental, el tiempo y hasta declaraciones de los gobernantes cubanos han dado la razón a los planteamientos que hacen allí los obispos sobre la crisis social y la ineficacia del sistema socialista”.

Como presidente de la Comisión Justicia y Paz firmó una nota condenando el fusilamiento de tres jóvenes que habían tratado de escapar del país robando una embarcación.

Junto a la causa de Mons. Adolfo Rodríguez, la Iglesia en Cuba también está a la expectativa del avance de la causa de beatificación de Monseñor Eduardo Boza Masvidal, Obispo Auxiliar de La Habana (Cuba), expulsado de la isla en 1961, junto a cientos de sacerdotes, monjas y religiosos.
El proceso de Monseñor Boza se inició en la Diócesis de Los Teques (Venezuela), donde pasó los últimos años de su vida.