8 de diciembre de 2015

La Nochebuena Chiquita

 

La Nochebuena Chiquita
Ana Dolores García

Desde niña oía hablar en Camagüey sobre la tradición de “la nochebuena chiquita” que, según personas muy mayores me contaban, se celebraba cada 8 de diciembre con una tradicional comida criolla en la que no podían faltar los dulces caseros, particularmente los buñuelos.

La tradición fue perdiéndose al extremo que, comentando sobre ella con otras personas cubanas e incluso camagüeyanas, no tenían ni la más remota idea de ello. Sin embargo, aunque se dice que Camagüey fue una de las ciudades de Cuba donde más arraigada estuvo esa costumbre -o por lo menos en donde perduró por más tiempo-, la “nochebuena chiquita” también se celebraba en otras ciudades cubanas. Entre ellas fueron muy afamadas y populares las de Bejucal, animadas por sus "alegres y bullangueras charangas”.

No solamente en Cuba, sino en otros lugares de Hispanoamérica, especialmente la América Central, todavía se celebra tradicionalmente la fecha. Tal vez la festividad más conocida sea la que se desarrolla en Campeche, México, donde además de las actividades religiosas se culmina el día alrededor de la mesa familiar para degustar las golosinas típicas de la época, y a la vez se comienzan a preparar los belenes o nacimientos.

Casi como decir: esta “nochebuena chiquita” es el inicio de los festejos navideños. Es de suponer que, como otras muchas festividades que datan de la época colonial, la celebración de la “nochebuena chiquita” tenga un origen religioso ya que se trata de la festividad de la Inmaculada Concepción de María. En ese sentido, Roberto Méndez Martínez, nos dice en:


"al narrar la historia del templo de la Soledad en Camagüey, que en el siglo XIX la devoción a la Inmaculada Concepción, -el 8 de diciembre-, era de tanta fuerza en Puerto Príncipe, que después de las celebraciones religiosas las familias realizaban una cena familiar conocida como “la nochebuena chiquita”.

Narra también otro dato curioso sobre los actos de ese día en el viejo templo camagüeyano: “esa tarde, después de las celebraciones en el templo, partía de allí (la iglesia de La Soledad) una singular procesión compuesta sólo por muchachas solteras, vestidas de blanco y con mantilla del mismo color que llevaban a la cintura una banda azul celeste –color del manto de la Inmaculada– y que popularmente se le dio en llamar a este cortejo “la procesión de las puras”.

Es cierto que desde muy temprano en el siglo XX las familias camagüeyanas fueron perdiendo la costumbre de celebrar “una nochebuena chiquita” el 8 de diciembre. Pero, ¿podremos decir por ello que los cubanos del exilio, especialmente los que viven en EEUU, ya no tenemos “nochebuenas chiquitas”?

¿Qué son si no, todas esas cenas en las que participamos durante el mes de diciembre… en el trabajo, con los amigos, con la familia, de modo que cuando llega la fecha del 24 ya hemos claudicado de todas las dietas a las que habíamos sido tan fieles después del verano..?

¿Podríamos decir que en estas tierras de Estados Unidos, la celebración del “Thanksgiving” ha ocupado el lugar tradicional de nuestra remota “nochebuena chiquita”? Desde ese cuarto jueves de noviembre (que no lo festejamos precisamente con una cena muy “chiquita”), y hasta nuestra cena del 24, con el lechoncito asado, el fricasé de guanajo con arroz blanco, la lechuga y los tomates, la yuca y el casabe, los turrones y los buñuelos… ¿Cuántas “nochebuenas chiquitas” no habremos disfrutado..?
Ana Dolores García ©Copyright 2005

7 de abril de 2015

En Camagüey hay un cura que sirve para cardenal

En Camagüey hay un cura que sirve para Cardenal

María Victoria Olavarrieta

La preocupación de los cubanos por quién será el próximo cardenal cuando Monseñor Jaime se retire, es muy válida. En la reconstrucción moral que nos espera, la Iglesia, madre y maestra, jugará un papel fundamental.

El mejor ejemplo de cuanto bien puede hacer un sacerdote lo tenemos en el querido Papa Francisco. Yo tuve la suerte de nacer en Cuba, en una familia católica, de conocer a la iglesia cubana desde dentro, de sufrir por sus errores y después de un “paseíto por el mundo libre” postrarme en agradecimiento profundo ante esa Iglesia pobre, perseguida, casi estrangulada, que me enseñó a amar a Jesús.

«Un cubano es capaz de hacer cualquier cosa por otro cubano, excepto aplaudirle», escuché al llegar a Miami.

Este exilio obligado me enseñó a aplaudir a las capillitas de los pueblos de campo en Cuba, donde por la carencia de sacerdotes que tenemos, sólo se puede celebrar misa los domingos. En Gaspar, el pequeño pueblecito donde viví mis primeros veinte años, íbamos a la iglesia unas diez o quince personas y con sólo catorce años de edad tuve que empezar a dar catecismo porque no había nadie más para hacerlo. Mis primeros alumnos fueron mi hermana, mi primo y mi vecinita.

A veces nos sentíamos tan solos y tan alejados del resto de la Iglesia. Un día el Padre habló de un encuentro de adolescentes que habría en Camagüey, la capital de la provincia. Toda mi vida le estaré agradecida al Padre Sarduy, de la parroquia de La Merced. Allí, los cuatro guajiritos de Gaspar nos sentimos parte, descubrimos que había mucho más jóvenes católicos con nuestras mismas inquietudes… la incomunicación de aquellos tiempos te aislaba de una manera que llegué a sentirme excluida del mundo, de la vida.

Uno de esos días diluidos en “la nada cotidiana” (cuando aquello no teníamos ni biblioteca, ni cine en Gaspar) llegó a la capilla el Padre Juanito. «Ese cura cree en Dios», sentenció mi abuelo, en su más puro acento castizo y con ese sentido del humor único de los españoles.

Los murciélagos se habían adueñado del falso techo de la capilla y cuando abrías la puerta, el hedor te cortaba la respiración. Lo primero era barrer todo aquel excremento y ponerse a tirar agua, había que traerla a cubos desde las casas vecinas.

El Padre Juan propuso reparar los bancos, la mayoría llenos de comején. Hizo un mejunje con tinta rápida y algo más y pintó el altar que estaba ya muy descolorido. No teníamos ni clavos, y fue una tarea titánica conseguir un poco de pintura para darle unos brochazos a unas paredes que nunca más se habían vuelto a pintar desde que se construyó la iglesia

Era Semana Santa y él propuso salir por las calles, tocar de casa en casa e invitar a los vecinos a celebrar con nosotros. «Este cura está loco», «Éste no se ha enterado que está en Gaspar». Mi tía se encargó de ponerlo al día de como eran las cosas en “Macondo”.

Allí, era frecuente que al terminar la misa, cuando el padre iba a coger su carrito para regresar, “unos jóvenes traviesos” hubieran cortado las gomas. En Cuba las gomas se usan hasta que las ranuras desaparecen, y no puedo explicar como no hay más accidentes por gomas reventadas.

Recuerdo la piedra que lanzó otro “travieso” mientras celebrábamos misa. Una ancianita la recibió en su frente.

Yo adoraba las campanadas del domingo anunciando que ya el padre había llegado. Me conectaban con los templos europeos que había visto en algunas películas y me hacían soñar con una iglesia sin murciélagos ni goteras.

¡Qué miedo sentí una tarde, cuando fuimos a limpiar la iglesia y nos encontramos que se habían robado el crucifijo y defecado muy cerca de la imagen de Nuestra Señora del Carmen, patrona de Gaspar! De niña, cuando me tocaba limpiar la imagen, compraba un paquete de algodón para limpiarla, ningún paño me parecía lo suficientemente pulcro para quitarle el polvo.

Nos cambiaron de sacerdote y el que vino quiso poner una imagen nueva. Decidieron rifar la antigua. Me daba un dolor que sustituyeran aquella imagen delante de la cual había orado tantas veces. No quería entrar en la rifa. El Padre preparó papelitos dentro de una cesta, cada feligrés fue tomando uno. Yo me quedé alejada. “Mary, por favor, toma el último, es el que queda, éste es el tuyo”. La Virgen se fue conmigo a casa.

Un día amanecimos sin campana. Si allí no había ni sogas, ¿cómo habían podido desmontar aquella campana tan pesada y robarla?

A los pocos días, a una hora inusual, se escucharon las campanadas… provenían de la Unidad Militar, que estaba frente al paseo, en el centro del pueblo, en la misma calle de la iglesia; estaban llamando a sus miembros a la reunión semanal. “Pueblo chiquito, infierno grande”. Poco a poco se supo quiénes habían robado nuestra campana, usando la grúa que solo pueden tener en Cuba los del gobierno.

Tuvimos que tragarnos la indignación (en mi familia casi todo el mundo padece de colitis) y el pueblo se encargó después de contar esta historia de puerta en puerta. «La campana la robaron tres hombres, uno se quedó sordo, el otro ciego y el tercero, medio borracho, cayó dormido sobre los rieles del ferrocarril y perdió una pierna».

Mi tía hablaba sin respirar, ¡qué rabia, qué impotencia! no creo que el Padre Juan hubiese podido decir algo de haber querido, pero su gesto, su mirada, están muy vivos en mi recuerdo. Han pasado 37 años y todavía recuerdo la expresión de sus ojos. Él no dijo una palabra, pero yo entendí lo que había que hacer en una iglesia a la que le han robado su campana.

Ayer, leyendo al psicólogo Archibald Hart encontré lo que vi en los ojos del actual arzobispo de Camagüey aquella cálida tarde: «El perdón es la rendición de mi derecho a herirte por haberme tú lastimado a mí».

Esa Semana Santa que el padre Juan compartió con mi pequeña comunidad me marcó para toda la vida. Recuerdo cuando nos hablaba de la disponibilidad. Logró infundirnos valor, superar la vergüenza y salir a tocar puertas para invitar a la gente a misa. «No va a venir nadie», decían algunos. Nos enseñó cantos nuevos: “Alegre la mañana que nos habla de ti, alegre, la mañana…” Cuando predicaba, con esa voz potente y clara, perfecta dicción, no sentíamos ni a los mosquitos. En ese tiempo fue cuando más me “tentó” la idea de ser monja.

Llegó el Jueves Santo y empezó a llegar gente a la iglesia, no alcanzaron los cantorales. «¿Pero esa vieja es comunista, que hace aquí?» «¿Y tú creías en Dios? ¿Por qué no habías venido nunca antes?» Vienen porque es un cura nuevo, ya verás como después no vienen más.

Llegó el Sábado de Gloria, después de la misa de Resurrección, él regresaría a Morón, donde estaba destinado en aquella época. Yo no quería volver a la rutina, ¿por qué no se quedaba con nosotros? Sentí una tristeza tal que me puse a rezar y con toda la audacia de una adolescente hice un trato con el Señor, sin esperar su consentimiento: «Ok, Señor, llévatelo, pero que llegue a ser Obispo».

Mi tía quería conseguir algo para hacer un pequeño brindis después de la misa; su vecina, “La Pupi”, ofreció el pastel de cumpleaños de su hija. La casa de mi familia estaba justo frente al cuartel del pueblo, así que siempre estuvimos muy bien “protegidos”, cuando ya teníamos el pastel listo para ser llevado para la iglesia, llegaron dos militares a la casa y nos dijeron que: «cuidadito con trasladar el pastel para la iglesia».

Me han contado que cuando el Padre Juan viene a Miami, se va cargado de cubitos de sopa de pollo para las caldosas que ofrece la Iglesia a los necesitados. Cuando estuvo de sacerdote en el pueblo de Florida, provincia Camagüey, muchos ancianos pudieron tomar, al menos, una comida caliente al día. En uno de sus viajes, regresó a Cuba con más de doscientos panties para que las señoras con cáncer pudieran asistir a sus tratamientos en el hospital oncológico, debidamente cubiertas.

No me sorprendería, viendo lo libre que es este Papa que Dios nos ha regalado, que permita que seamos los feligreses los que elijamos a nuestro próximo cardenal y viniendo del Papa esta dispensa, seguro los cubanos del exilio también vamos a poder votar.

Si en una semana en mi pueblo, siendo todavía un curita joven, el Padre Juan pudo acabar con los murciélagos, reparar casi todo lo que estaba roto, llenar la iglesia, y con una sola mirada enseñarnos a perdonar a los ladrones de la campana, cuanto más podría hacer como cardenal de un pueblo al que en cualquier momento se le puede morir la esperanza.

* Profesora de Español y Literatura.

Reproducido de El Nuevo Herald, Miami.
Enviado por Ramón y Adela Ramos.

4 de abril de 2015

Procesión del Santo Entierro en Camagüey


Viernes Santo 2015
en Camagüey:
Procesión del Santo Entierro

 
 
 
 
 
 
 
 
(Fotos publicadas por Oscar Góngora Machín)
 
 
 


30 de marzo de 2015

Las cocas: una "tradición" importada

 
Las cocas

La Semana Santa camagüeyana de la primera mitad del pasado siglo no se concebía sin las “cocas” de sardina y tomate de la dulcería “La Isla”, para los días en que la liturgia católica señalaba como de abstinencia de carne. Casi podría dársele categoría “tradicional” si no fuera porque la costumbre resultó ser corta: surgió cuando el siglo ya andaba por su segunda o tercera década y se quebró abruptamente al comienzo de la década de los sesenta. Fue realmente una tradición importada, porque los propietarios de la mencionada dulcería eran catalanes y ellos introdujeron en nuestra ciudad tan apetitoso alimento con el que sustituir la ausencia de carne impuesta por otra costumbre milenaria de la Madre Iglesia.  

La coca (del catalán coca), también cóc en algunas zonas occidentales o fogassa en el Rosellón francés, es quizás la comida catalana más universal, por cuanto además de ser habitual en todos los hogares y pastelerías de Cataluña es una forma de preparar platos con mucha tradición en todo el Mediterráneo. Tanto es así que la coca salada se podría considerar como una hermana gemela de la pizza   italiana, recibiendo a veces este nombre a nivel internacional.

“Coca” es un nombre aplicado a una amplia gama de pasteles, tortas y panes. Se preparan y consumen cocas en toda Cataluña, Aragón oriental, la Comunidad Valenciana y las Islas Baleares, Igualmente en Andorra y las zonas mediterráneas de Francia.   

La palabra catalana coca procede de la palabra kok del holandés de la época del Imperio Carolingio, y tiene las mismas raíces que el cake inglés o el kuchen alemán.  

Respecto a su origen teórico, se ha dicho que la coca se inventa gracias al aprovechamiento de la masa de pan que no se había hinchado. En vez de desechar esta masa, las amas de casa la cocían plana, azucarándola habitualmente y sirviéndola de postre.  

Las cocas pueden tener distintos nombres y ser de hecho iguales, o bien pueden compartir nombre pero variar en medida, forma o ingredientes.  Todas tienen como inicio un pa amanit (‘pan aliñado’) o panoli. Este pan o base puede ser dulce (típico del centro de Cataluña y el Rosellón francés, o salado (típico de la Comunidad Valenciana, las Islas Baleares o el interior de Cataluña). Si es dulce, se incluyen huevos y azúcar, y si es salado se le añade levadura y sal.

Con respecto a la guarnición, en la costa suele emplearse pescado y verdura fresca mientras en el interior se prefieren frutas, nueces, queso y tocino. Un elemento interesante de las cocas es que pueden hacerse agridulces, o sea, con una mezcla de salado y dulce (típicamente carne y fruta).

En Cataluña la coca tiene una relación directa con las fiestas.   Es típico comprar o preparar cocas los días festivos, sobre todo en Pascua, Navidad y para la Noche de San Juan. Aun así, muchas personas las comen sin ningún motivo festivo, sobre todo si consideramos que en otros lugares, como por ejemplo Italia,  esta comida, sus pizzas, no tienen ningún rasgo festivo o religioso.  

La coca, especialmente en su variante salada, encuentra ejemplos en muchos lugares del Mediterráneo.   La más conocida a nivel mundial es la pizza de Italia,  especialmente la más famosa, la napolitana, que se parece mucho a la coca de tomate.      

Como parientes más lejanos, en España  se puede considerar que las empanadas  son un tipo de coca tapada (que también se encuentran en Marruecos como pastelas.  A pesar de todo, la inmensa comercialización del nombre italiano (pizza) ha hecho que muchos catalanes distingan entre la coca artesanal y la pizza industrial o de restaurant.

Aunque la coca dulce es menos frecuente fuera de Cataluña, pueden encontrarse cocas tapadas dulces en cualquier parte de Europa, sobre todo confitadas. La coca  o rosca de reyes es tradicional tanto en España como en Portugal.

22 de marzo de 2015

Camagüey: Inauguran otra "Casa de la Jaba"


Camagüey: Inauguran otra “Casa de la Jaba”

Alejandro Rodríguez Rodríguez

Una moderna “Casa de la Jaba” fue inaugurada en Camagüey, Cuba, posiblemente como acción retardada del programa de obras públicas por el 500 Aniversario de la ciudad.
 
Gracias a la celebración de marras ahora los camagüeyanos(as) podemos sentarnos a degustar un café imaginario en el “Coffea Arábiga”, o nutrirnos el alma con exquisita cultura en cualquiera de los 3456 cines y teatros que quedaron listos para enfrentar otro medio milenio de apetencias intelectuales.

La “Casa de la Jaba”— que se nombra oficialmente “Casa del Lácteo”— existe con la ilusión de expender lacteoderivados al pueblo, y ostenta una tablilla informativa que rara vez contiene algo que no sea “Jaba de Nylon —1.00 MN” y “Gracias por su visita”.

De buena tinta supimos que la unidad fue multada días atrás por no indicar el precio correspondiente a “Gracias por su visita”. ¡Ese el combate que hace falta contra las gratuidades indebidas!

Al menos un par de veces desde su entrada en funcionamiento la tienda ha vendido quesos de cabra y de búfala, y con mayor frecuencia yogurt natural, queso crema y leche semi-condensada. Entonces las concentraciones populares hacen la calle casi intransitable, pues el local queda, además, justo frente a la Notaría.

La Notaría es un lugar donde el Estado le cambia al pueblo papeles escritos en jerigonza jurídica por papeles más pequeños, llamados “sellos”, los cuales el pueblo debe haber cambiado antes por dinero en alguna de las oficinas de Correos. El dinero también es de papel.

Cuando el curso natural de la Historia merme el entusiasmo ciudadano, por ejemplo, con el desfile por el Primero de Mayo, se anunciará la venta de quesos de cabra y búfala en los contornos de la Plaza de la Revolución.

De vuelta a la tienda, uno entra, mira la tablilla de ofertas sin ofertas, mira el rostro aburrido de la empleada que espanta moscas con un pedazo de cartón, y luego no puede sino evocar un chiste clásico soviético:

Buenos días, compañera… ¿Hay pan?

 Buenos días, compañero; NO… pero donde NO HAY pan es ahí frente, aquí es donde NO HAY leche.

La “Casa de la Jaba” de Camagüey no es la primera de su tipo en la ciudad. Hay otras que constan en la psique colectiva como Pescadería, Carnicería, Mercado Agropecuario, etc.

Tampoco es exclusiva del territorio. Cada asentamiento urbano del país tiene la suya propia, con más impacto en la comunidad mientras más alejada esté de la capital.

Juro por mi madre que he visto a un varón de 1.90 m, en perfecto estado de salud, regresar llorando de una cafetería estatal en Santiago de Cuba porque “¡Compadre,… yo no puedo comer condones…!”.

Y este puede ser un gran reto a la biotecnología nacional: el desarrollo y fabricación de implantes para el estómago, que nos permita alimentarnos con jabas de nylon y preservativos asiáticos.

Otra variante puede ser comer cigarros, pero el cigarro escasea más que el plástico.

*****Nota: Justo al cierre de esta nota supimos que la Casa de la Jaba mostraba una diversificación discreta de sus ofertas, debido al estado de opinión tan negativo que generaba el lugar. No obstante consideramos oportuna su publicación como referencia general a las cafeterías sin café y a los noticieros sin noticias.
De su blog:  alejo3399

28 de febrero de 2015

Guitarra, poema de Nicolás Guillén

Guitarra
Nicolás Guillén
Tendida en la madrugada
la firme guitarra espera:
voz de profunda madera
desesperada.
Su clamorosa cintura,
en la que el pueblo suspira,
preñada de son, estira
la carne dura.
Arde la guitarra sola
mientras la luna se acaba;
arde libre de su esclava
bata de cola.
Dejó al borracho en su coche,
dejó el cabaret sombrío
donde se muere de  frio,
noche tras noche,
y alzó la cabeza fina,
universal y cubana,
sin opio, ni mariguana,
ni cocaína.
¡Venga la guitarra vieja
nueva otra vez al castigo
con que la espera el amigo
que no la deja!
Alta siempre, no caída,
traiga su risa y su llanto:
clave las uñas de amianto
sobre la vida.
Cógela tú, guitarrero,
límpiale de alcol la boca,
y en esa guitarra, toca
tu son entero.
El son del querer maduro,
tu son entero;
el del abierto futuro,
tu son entero;
el del pie por sobre el muro,
tu son entero…
Cógela tú, guitarrero,
límpiale de alcol la boca,
y en esa guitarra, toca
tu son entero.


16 de febrero de 2015

Historia y transformaciones de la Iglesia de La Soledad

 
Historia, Particularidades y Transformaciones
de la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad

Amarilis Echemendía Mortffi
Iván Vila Carmenate

Según describe una pintoresca leyenda, registrada en el libro "Camagüey Legendario" por Ángela Pérez de la Lama y sus alumnos del Instituto de Segunda enseñanza, en una madrugada lluviosa del siglo XII se atasca una carreta en el lodazal del camino y se cae una caja donde venía embalada una imagen de Nuestra Señora de la Soledad, y los carretoneros al verla exclamaron: «¡Quiere que se construya una ermita en este lugar!»

Se habla de la existencia de la ermita desde 1697, a cargo del presbítero Antonio Pablo de Velasco, la cual muy pronto, en 1701, es erigida en parroquia por el obispo de Cuba Diego Evelino de Compostela.

En la segunda mitad del siglo XII el entonces obispo de la isla de Cuba, el dominicano Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y Lora, en la visita eclesiástica que realiza por toda la diócesis, describe la ermita de la Soledad como un edificio de ladrillo y teja de una sola nave, de 28 varas de largo por 7 de ancho y 7 de alto, o lo que es lo mismo, casi 24 m de largo, 7 de ancho y 6 de alto.

La pequeña construcción no tenía torre, por lo que colocaban sus dos campanas en unos horcones de madera y, además, según palabras del obispo, se hallaba “descaecida y maltratada”. Interiormente también estaba desmejorada y además del retablo mayor dorado y a proporción con el presbiterio, solo tenía dos altares pobres y un órgano deshecho totalmente. La sacristía estaba ubicada a un lado del presbiterio y sobre ella la habitación del cura y los sirvientes, la cual contaba con un balcón.

El mismo obispo nos aclara que esa «emita no es la iglesia actual» y que tampoco estaba en su mismo lugar, cuando expresa: «por la parte anterior queda la nueva iglesia que desde el año 1733 se principió […]» Si además analizamos que los templos mas antiguos de Cuba constituían la fachada principal hacia el Oeste, y el presbiterio orientado al Este, se puede deducir que la ermita estaba ubicada en la parte trasera del edificio actual.

Sobre las características y dimensiones que tendría el nuevo templo, el actual, describía: «Debe constar de tres naves y de 50 varas de longitud, (42 m); en tan dilatado tiempo y por falta de medios, solo han podido enrasarse las paredes del presbiterio, capilla y dos sacristías que lleva a los lados. La altitud de lo fabricado se reduce a 13 varas (11 m), y 11 ½ (10 m) de ancho del cuerpo principal», o sea la nave central.

En 1764 muere don José Sánchez Pereira, quien fue sepultado en el presbiterio de la iglesia. A ella donó 4 mil pesos y un tejar de su propiedad con tres negros y sus aperos concernientes, para cuando se continuara la construcción, además de toda la plata labrada de su uso para el culto de la imagen.

Esta donación, asentada en el Archivo de Rosendo Arteaga Sánchez (luego en poder del historiador Gustavo Sed), parece haber sido decisiva en la continuación de los trabajos y conclusión del templo, pues según el historiador Torres Lasqueti, es terminado doce años después, en 1776.

En 1820, al realizarse el inventario de parroquia, se describe el templo como

«terminado con 61 v de largo y de ancho 27 ½  varas (51 m x 23 m), es formada de tres cuerpos (naves) con figura de crucero, donde está la media naranja y azoteas: los techos de madera y tejados de firme: tiene torre toda acaba de nuevo de tres cuerpos y medios, remate de capitel y cruz grande de hierro: el coro alto con sus barandas, vigas  y canes de ácana y entresuelo de tablado  (…), las paredes son mas de vara de ancho (1 m) de arquería el cuerpo del medio (nave central) y tiene sus bóvedas bajo el presbiterio. El altar mayor de madera tallado, pintado de color caoba y dorado de viejo y maltratado, tiene un nicho en el segundo cuerpo con un crucifijo con las potencias de plata y en el medio otro donde está la titular.

Por lo que dice este inventario y se observa en la torre, esta se terminó de construir en fecha cercana a 1820. Su tipología de simples formas clásicas se diferencia del estilo usado en el resto del edificio y en especial en su base, donde se puede observar una cornisa de capiteles de pilastras y molduras de barro de sencillas reminiscencias mudéjares y basrrocas, en contraposición con los lisos muros de los cuerpos de la torre y de las platabandas semicirculares de los arcos.

Una comparación con la torre de la Merced, que ya existía en 1780, que autores como Martha de Castro ponen de ejemplo al hablar del barroco cubano, puede reforzar la hipótesis de que la torre de La Soledad se termina con posterioridad a 1776 y antes de 1820, pero con una concepción tipológica que adopta formas neoclásicas, ya entradas en boga en nuestro país.

Eso sí, esta torre va a carecer de revestimiento hasta 1845, año en que es repellada y pintada con lechada amarilla, como publica La Gaceta de Puerto Príncipe el 1ro de enero de 1846. También afirma el periódico que fue sustituido el retablo del altar mayor por otro de caoba trabajado al “estilo moderno” y de
 

(Circa 1930)

mayor gusto, esto debe ser, al estilo neoclásico (el cual fue sustituido en 1960); además se anuncia una nueva barandilla en el presbiterio, toda de hierro con hermosas labores. Al decir del periodista se puede afirmar “que es de las mejores obras que han salido de las fraguas del hábil artífice Dondis”.

Este templo tuvo una característica sui generis en el repertorio de edificios religiosos en Cuba. Poseía en todas sus fachadas un alero de madera torneadas y tejas criollas, conocido con el nombre de tornapunta, característico del repertorio de viviendas, pero nada común a las construcciones civiles y religiosas. Este alero, según las Memorias de Antigüedades, de Marty Abadía, estaba pintado de un color ocre intenso lo que le ocasionó muchas críticas. Entre 1912 y 1913 fue sustituido por una balaustrada lumínica que remató todas sus fachadas, la cual resultó destruida por el ciclón de 1932 y de la que solo quedan evidencias en la fachada posterior. También tuvo las características rejas de balaustres de madera torneada en las ventanas, las que a finales del siglo XII fueron sustituidas por rejas de hierro.

Se quiso transformar su torre, para lo cual fue elaborado un proyecto con similitudes a la de la Catedral, antes de que aquella tuviera la escultura del Cristo Rey, pero no se llegó a ejecutar.
 

En el interior de la nace central, los muros estuvieron decorados con temas florarles desde 1845, según consta en La Gaceta de Puerto Príncipe mencionada anteriormente, sin que por esto podamos afirmar que las pinturas que aun sobreviven en el intradós de los arcos pertenezcan a esa época.

Una foto, publicada en el libro Techos coloniales, de Joaquín Weis, nos deja ver la pintura floral que cubría las paredes interiores, las albanegas (muros por encima de los arcos) y los gruesos pilares de la nave central, así como la cúpula con un simulado chapetonado clásico y las pechinas de esta, con símbolos de los cuatro evangelistas. De todas ellas solo subsisten las de arcos y pilares, pues el resto fue eliminado en época no muy lejana. Lo que si se puede afirmar es que son muy pocas las iglesias cubanas pertenecientes a la época colonial que aun conservan, si alguna vez lo tuvieron, sus muros decorados con estas vistosas pinturas. Esto hace que los existentes se deben preservar y, de ser posible, recuperar los perdidos, como una característica muy preciada de nuestro antepasados artistas y constructores.

Además de las transformaciones ya mencionadas, se tapiaron los arcos interiores de la base de la torre, de los cuales afortunadamente no se han borrado las pinturas florales; igual suerte no corrió su congénere de la otra nave lateral. Fueron eliminadas las puertas que, evidentemente, comunicaban al presbiterio con las antiguas sacristías laterales, convirtiéndolas en closets, lo cual generó la necesidad de, aún hoy, abrir puertas en los testeros de las naves laterales.

El deterioro ha hecho desaparecer las molduras del harneruelo de la armadura central, de las cuales solamente queda un tramo. Posibles inundaciones en esta zona, antiguamente lagunosa, obligaron a subir la altura del piso de las naves, en las cuales se sustituyó el ladrillo por mosaicos en la década del veinte.

Muchas han sido las transformaciones que ha tenido el edificio de la Iglesia de La Soledad como consecuencia de materiales y elementos deteriorados o problemas funcionales generados por cambios de la liturgia o por los humanos deseos de modernizar el recinto que habitamos. Ello ha originado, entre otras razones, que este este edificio, que se encuentra entre los escasos templos coloniales cubanos del siglo XVIII, tenga algunas características modificadas en el siglo XX y los inicios del XXI, lo que no impide que siga siendo uno de los más antiguos edificios religiosos de nuestra ciudad.

Aún hoy debemos resolver la causa del alto valor de humedad relativa, 92%, que alcanzan los equipos de medición de  dicho parámetro en este templo, y que parece tener relación directa con el alto grado de desprendimiento del revestimiento o repello exterior de este edificio, no observado en ningún otro de su tipo.

Esta característica lo ha dotado de un particular aspecto antiguo que a muchos ha hecho pensar que la reparación lo debe retirar completamente. Quizás alentados por la tendencia europea de la petrofilia, que descubre completamente sus edificios con tal de mostrar su ténica constructiva, o, por una ensoñación romántica de idealistica atracción por lo antiguo.

Antes, hay que detenerse a pensar que nuestros edificios fueron construidos para estar recubiertos y así protegerlos de los agentes de (la interperie), tan agresiva en nuestro medio geográfico, y si los adelantos tecnológicos no nos brindan una opción compatible, debemos hacer uso del tradicional recurso del repello, aun cuando, entonces, la Iglesia de la Soledad nos deje de parecer Antigua.

Amarilis Echemendía Morffi, es doctora en Ciencis Técnicas, Profesora titular de la Univeridad de Camagüey. Iván Vila Carmenate, posee un Master en Conservación de Edificios. Es Profesor Auxiliar de la Universidad de Camagüey.

Reproducido de Enfoque, revista de la arquidiócesis de Camagüey, Nº 82/2003.