En Camagüey hay un cura que sirve para Cardenal
María Victoria Olavarrieta
La preocupación de los cubanos por quién será el próximo cardenal cuando
Monseñor Jaime se retire, es muy válida. En la reconstrucción moral que nos
espera, la Iglesia, madre y maestra, jugará un papel fundamental.
El mejor ejemplo de cuanto
bien puede hacer un sacerdote lo tenemos en el querido Papa Francisco. Yo tuve
la suerte de nacer en Cuba, en una familia católica, de conocer a la iglesia
cubana desde dentro, de sufrir por sus errores y después de un “paseíto por el
mundo libre” postrarme en agradecimiento profundo ante esa Iglesia pobre,
perseguida, casi estrangulada, que me enseñó a amar a Jesús.
«Un cubano es capaz de hacer
cualquier cosa por otro cubano, excepto aplaudirle», escuché al llegar a Miami.
Este exilio obligado me
enseñó a aplaudir a las capillitas de los pueblos de campo en Cuba, donde por
la carencia de sacerdotes que tenemos, sólo se puede celebrar misa los
domingos. En Gaspar, el pequeño pueblecito donde viví mis primeros veinte años,
íbamos a la iglesia unas diez o quince personas y con sólo catorce años de edad
tuve que empezar a dar catecismo porque no había nadie más para hacerlo. Mis
primeros alumnos fueron mi hermana, mi primo y mi vecinita.
A veces nos sentíamos tan
solos y tan alejados del resto de la Iglesia. Un día el Padre habló de un
encuentro de adolescentes que habría en Camagüey, la capital de la provincia.
Toda mi vida le estaré agradecida al Padre Sarduy, de la parroquia de La
Merced. Allí, los cuatro guajiritos de Gaspar nos sentimos parte, descubrimos
que había mucho más jóvenes católicos con nuestras mismas inquietudes… la
incomunicación de aquellos tiempos te aislaba de una manera que llegué a
sentirme excluida del mundo, de la vida.
Uno de esos días diluidos en
“la nada cotidiana” (cuando aquello no teníamos ni biblioteca, ni cine en
Gaspar) llegó a la capilla el Padre Juanito. «Ese cura cree en Dios», sentenció
mi abuelo, en su más puro acento castizo y con ese sentido del humor único de
los españoles.
Los murciélagos se habían
adueñado del falso techo de la capilla y cuando abrías la puerta, el hedor te
cortaba la respiración. Lo primero era barrer todo aquel excremento y ponerse a
tirar agua, había que traerla a cubos desde las casas vecinas.
El Padre Juan propuso
reparar los bancos, la mayoría llenos de comején. Hizo un mejunje con tinta
rápida y algo más y pintó el altar que estaba ya muy descolorido. No teníamos
ni clavos, y fue una tarea titánica conseguir un poco de pintura para darle
unos brochazos a unas paredes que nunca más se habían vuelto a pintar desde que
se construyó la iglesia
Era Semana Santa y él
propuso salir por las calles, tocar de casa en casa e invitar a los vecinos a
celebrar con nosotros. «Este cura está loco», «Éste no se ha enterado que está
en Gaspar». Mi tía se encargó de ponerlo al día de como eran las cosas en
“Macondo”.
Allí, era frecuente que al terminar la misa, cuando el padre iba a
coger su carrito para regresar, “unos jóvenes traviesos” hubieran cortado las
gomas. En Cuba las gomas se usan hasta que las ranuras desaparecen, y no puedo
explicar como no hay más accidentes por gomas reventadas.
Recuerdo la piedra que lanzó
otro “travieso” mientras celebrábamos misa. Una ancianita la recibió en su
frente.
Yo adoraba las campanadas
del domingo anunciando que ya el padre había llegado. Me conectaban con los
templos europeos que había visto en algunas películas y me hacían soñar con una
iglesia sin murciélagos ni goteras.
¡Qué miedo sentí una tarde,
cuando fuimos a limpiar la iglesia y nos encontramos que se habían robado el
crucifijo y defecado muy cerca de la imagen de Nuestra Señora del Carmen,
patrona de Gaspar! De niña, cuando me tocaba limpiar la imagen, compraba un
paquete de algodón para limpiarla, ningún paño me parecía lo suficientemente
pulcro para quitarle el polvo.
Nos cambiaron de sacerdote y
el que vino quiso poner una imagen nueva. Decidieron rifar la antigua. Me daba
un dolor que sustituyeran aquella imagen delante de la cual había orado tantas
veces. No quería entrar en la rifa. El Padre preparó papelitos dentro de una
cesta, cada feligrés fue tomando uno. Yo me quedé alejada. “Mary, por favor,
toma el último, es el que queda, éste es el tuyo”. La Virgen se fue conmigo a
casa.
Un día amanecimos sin campana. Si allí no había ni sogas, ¿cómo habían
podido desmontar aquella campana tan pesada y robarla?
A los pocos días, a una hora
inusual, se escucharon las campanadas… provenían de la Unidad Militar, que
estaba frente al paseo, en el centro del pueblo, en la misma calle de la iglesia;
estaban llamando a sus miembros a la reunión semanal. “Pueblo chiquito,
infierno grande”. Poco a poco se supo quiénes habían robado nuestra campana,
usando la grúa que solo pueden tener en Cuba los del gobierno.
Tuvimos que tragarnos la
indignación (en mi familia casi todo el mundo padece de colitis) y el pueblo se
encargó después de contar esta historia de puerta en puerta. «La campana la
robaron tres hombres, uno se quedó sordo, el otro ciego y el tercero, medio
borracho, cayó dormido sobre los rieles del ferrocarril y perdió una pierna».
Mi tía hablaba sin respirar,
¡qué rabia, qué impotencia! no creo que el Padre Juan hubiese podido decir algo
de haber querido, pero su gesto, su mirada, están muy vivos en mi recuerdo. Han
pasado 37 años y todavía recuerdo la expresión de sus ojos. Él no dijo una
palabra, pero yo entendí lo que había que hacer en una iglesia a la que le han
robado su campana.
Ayer, leyendo al psicólogo
Archibald Hart encontré lo que vi en los ojos del actual arzobispo de Camagüey
aquella cálida tarde: «El perdón es la rendición de mi derecho a herirte por
haberme tú lastimado a mí».
Esa Semana Santa que el
padre Juan compartió con mi pequeña comunidad me marcó para toda la vida.
Recuerdo cuando nos hablaba de la disponibilidad. Logró infundirnos valor,
superar la vergüenza y salir a tocar puertas para invitar a la gente a misa.
«No va a venir nadie», decían algunos. Nos enseñó cantos nuevos: “Alegre la
mañana que nos habla de ti, alegre, la mañana…” Cuando predicaba, con esa voz
potente y clara, perfecta dicción, no sentíamos ni a los mosquitos. En ese
tiempo fue cuando más me “tentó” la idea de ser monja.
Llegó el Jueves Santo y
empezó a llegar gente a la iglesia, no alcanzaron los cantorales. «¿Pero esa
vieja es comunista, que hace aquí?» «¿Y tú creías en Dios? ¿Por qué no habías
venido nunca antes?» Vienen porque es un cura nuevo, ya verás como después no
vienen más.
Llegó el Sábado de Gloria,
después de la misa de Resurrección, él regresaría a Morón, donde estaba
destinado en aquella época. Yo no quería volver a la rutina, ¿por qué no se
quedaba con nosotros? Sentí una tristeza tal que me puse a rezar y con toda la
audacia de una adolescente hice un trato con el Señor, sin esperar su
consentimiento: «Ok, Señor, llévatelo, pero que llegue a ser Obispo».
Mi tía quería conseguir algo
para hacer un pequeño brindis después de la misa; su vecina, “La Pupi”, ofreció
el pastel de cumpleaños de su hija. La casa de mi familia estaba justo frente
al cuartel del pueblo, así que siempre estuvimos muy bien “protegidos”, cuando
ya teníamos el pastel listo para ser llevado para la iglesia, llegaron dos
militares a la casa y nos dijeron que: «cuidadito con trasladar el pastel para
la iglesia».
Me han contado que cuando el
Padre Juan viene a Miami, se va cargado de cubitos de sopa de pollo para las
caldosas que ofrece la Iglesia a los necesitados. Cuando estuvo de sacerdote en
el pueblo de Florida, provincia Camagüey, muchos ancianos pudieron tomar, al
menos, una comida caliente al día. En uno de sus viajes, regresó a Cuba con más
de doscientos panties para que las señoras con cáncer pudieran asistir a
sus tratamientos en el hospital oncológico, debidamente cubiertas.
No me sorprendería, viendo
lo libre que es este Papa que Dios nos ha regalado, que permita que seamos los
feligreses los que elijamos a nuestro próximo cardenal y viniendo del Papa esta
dispensa, seguro los cubanos del exilio también vamos a poder votar.
Si en una semana en mi
pueblo, siendo todavía un curita joven, el Padre Juan pudo acabar con los
murciélagos, reparar casi todo lo que estaba roto, llenar la iglesia, y con una
sola mirada enseñarnos a perdonar a los ladrones de la campana, cuanto más
podría hacer como cardenal de un pueblo al que en cualquier momento se le puede
morir la esperanza.
* Profesora
de Español y Literatura.
Reproducido de
El Nuevo Herald, Miami.
Enviado por Ramón y Adela
Ramos.
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