22 de marzo de 2014

Gertrudis Gómez de Avellaneda

Gertrudis Gómez de Avellaneda
Ana Dolores García
 
Niñez y adolescencia

Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, una de las más notables figuras de la literatura cubana de todos los tiempos, nació en la villa de Puerto Príncipe el día 23 de marzo de 1814 en una casa solariega de la calle San Juan (antigua "de las Carreras", pues era la calle de las carreras a caballo en las fiestas sanjuaneras), calle que hoy lleva el nombre de Avellaneda según acuerdo adoptado el 28 de septiembre de 1885 por el Cabildo Municipal de la Villa. Sus biógrafos concuerdan en que 1814 es el año correcto de su nacimiento, aunque 1816 es el año que figura en su autobiografía (La Ilustración, 1850-XI-8). Era hija de Don Manuel Gómez de Avellaneda, un capitán de navío español, natural de Constantina, pueblo cercano a Sevilla, y de Doña Francisca de Arteaga, respetable dama de abolengo principeño.

La propia poetisa nos habla del modo en que transcurrió su niñez, tal y como la describe en la primera de sus cartas a Ignacio de Cepeda y Alcalde, el gran amor de su vida, escrita entre el 23 y el 27 de julio de 1839. Esta carta, que constituye en sí una formidable autobiografía y un magnífico ejemplo de su cuidada y amena prosa, fue el comienzo de un epistolario que se prolongó al menos hasta 1854. Leemos en uno de sus párrafos:

«…Cuando comencé a tener uso de razón, comprendí que había nacido en una posición social ventajosa: que mi familia materna ocupaba uno de los primeros rangos del país, que mi padre era un caballero y gozaba toda la estimación que merecía por sus talentos y virtudes, y todo aquel prestigio que en una ciudad naciente y pequeña gozan los empleados de cierta clase…»

Tuvo la oportunidad de recibir una educación esmerada y de desenvolverse en un ambiente cultural muy superior al habitual. Desde niña dio muestras de una extraordinaria personalidad y era notoria su avidez por la lectura de novelas y libros de poesía. Con sus amigas más allegadas rehuía conversaciones y juegos banales tan propios de la edad, y prefería disfrutar con ellas largos ratos de lectura y comentarios. Fue así moldeándose el carácter y la creatividad de quien ha sido considerada por muchos críticos como una de las voces más notables de la poesía romántica en lengua castellana.

Tenía apenas ocho años cuando falleció su padre. Las consecuencias de esta pérdida dejaron hondas huellas en ella, que lo idolatraba. De aquel primer matrimonio de doña Francisca de Arteaga quedaron sólo dos hermanos: Gertrudis y Manuel. Algún tiempo después, la madre casó de nuevo con otro militar español, Gaspar de Escalada.

A los nueve años escribió sus primeros versos, y a los quince había producido un drama histórico sobre la conquista de México. Desenvolviéndose en un ambiente de tertulias refinadas y culturales (cortesanas, si cabe, al modo provinciano), aquella hermosa y altiva joven descollaba entre los otros jóvenes por su superior cultura y su fuerte personalidad. El amor, o lo que ella creía que era, la atrajo por un tiempo hacia uno de ellos, a quien identifica sólo con el apellido Loynaz en sus cartas a Cepeda, pero no puede decirse que hubiera llegado a establecerse entre ambos una relación formal o seria, tal vez porque Loynaz nunca le correspondiera.

Dejemos que ella misma, en su carta a Cepeda, continúe hablándonos de aquellos felices años de su juventud:

«…fuimos bien pronto las señoritas de moda en Puerto Príncipe. Nuestra tertulia, que se formó en mi casa, era brillantísima para el país. En ella se reunía la flor de la juventud del otro sexo y las jóvenes más sobresalientes. Todos los forasteros de distinción que llegaban a Puerto Príncipe, solicitaban ser introducidos en nuestra sociedad, y nos llevábamos todas las atenciones en los paseos y bailes. Atrajimos la envidia de las mujeres, pero gozábamos la preferencia de los hombres, y esto nos lisonjeaba…»

Sin embargo, su felicidad distaba mucho de ser completa. Antes de alcanzar los diecisiete años de edad, su familia preparó su matrimonio con un rico hacendado, compromiso que ella siempre repudió y se negó a cumplir, amenazando incluso con el suicidio. Ello la llevó a confesar: «… yo sospeché entonces lo que después he conocido muy bien: que no he nacido para ser dichosa, y que mi vida sobre la tierra será corta y borrascosa».

La Partida de Cuba

Las desavenencias y el disgusto afectaron su salud, y luego de una breve convalescencia en una finca cercana a Puerto Príncipe, marchó con su madre y padrastro a Santiago de Cuba, donde estuvieron unos meses antes de viajar a Europa para satisfacer los deseos de Escalada, que al fin había logrado convencer a su mujer de vender propiedades y esclavos y marchar definitivamente a Galicia, su tierra natal.

En Santiago de Cuba Gertrudis volvió a sonreír y a brillar en reuniones y tertulias, aunque la estancia allí fuera muy breve. Partieron en una fragata francesa hasta Burdeos el 9 de abril de 1836. La joven poetisa tenía sólo veintitrés años, y al abandonar su patria compuso los conocidos versos de su soneto Al partir:

¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente.

¡Voy a partir!… La chusma diligente,
para arrancarme del nativo suelo,
la vela iza, y pronta a su desvelo
la brisa acude de tu zona ardiente.

¡Adiós, patria feliz, edén querido!
¡Doquier que el hado en su furor me impela,
tu dulce nombre halagará mi oído!

¡Adiós!… ¡Ya cruje la rugiente vela…
el ancla se alza… el buque, estremecido,
las olas corta y silencioso vuela!

Tardaría más de veinticinco años en regresar a la patria feliz, a la hermosa Cuba. Tan larga ausencia, colmada de triunfos literarios en España, ha sido la razón de la perenne disputa en encasillarla en el parnaso español o el hispanoamericano. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Sigamos a la joven Gertrudis a su llegada a Burdeos y su corta estancia en esa ciudad francesa, donde de nuevo sobresalió por su belleza, sus modales y su cultura.

En Galicia

De Burdeos la familia partió hacia Galicia, a La Coruña, destino final propuesto por Escalada. Allí, en aquel entorno, su modo de ser chocó con los nuevos parientes, quienes "la acusaban de atea por leer a Rousseau, y de señorita sabihonda con ínfulas de grandezas".

Así lo relata la propia Gertrudis en sus cartas a Cepeda, y agrega:

«… gracias al cielo, no podían herirme en mi honor por mucho que lo desearan, pero daban mil punzadas de alfiler a mi reputación bajo otro concepto… decían que yo era la causa de todos los disgustos de mamá con su marido y la que le aconsejaba no darle gusto. La educación que se da en Cuba a las señoritas difiere tanto de la que se les da en Galicia, que una mujer, aun en la clase media, creería degradarse en mi país ejercitándose en cosas que en Galicia miran las más encopetadas como una obligación de su sexo. Las parientas de mi padrastro decían, por tanto, que yo no era buena para nada porque no sabía planchar, ni cocinar, ni calcetar; porque no lavaba los cristales, ni hacía las camas, ni barría mi cuarto. Según ellas, yo necesitaba veinte criadas y me daba el tono de una princesa. Ridiculizaban también mi afición al estudio y me llamaban la Doctora…»

No obstante, y a pesar del dolor que le producían esos comentarios y rechazos -o tal vez a causa de ello-, su corazón buscó refugio en el amor de un militar español de apellido Ricafort, a quien ella describe en sus cartas de este modo: «Pocos corazones existían tan hermosos como el suyo: noble, sensible, desinteresado, lleno de honor y delicadeza». Pero aún esa sensibilidad, ese talento, no llegaban a la altura de los que poseía la joven Gertrudis. Y fue comprendiendo que era una distancia insalvable que malograría la pasión que comenzaba a sentir por el militar. Por coincidencia, Ricafort debió partir para luchar en la Guerra Carlista, y Gertrudis rompió el compromiso de matrimonio, institución que, por lo demás, no se avenía mucho con su temperamento liberal.

La etapa sevillana

Cansada de los roces y disgustos con la familia de su padrastro, decidió acompañar a su hermano Manuel a Portugal, específicamente a Lisboa, y emprender luego viaje a Andalucía, la tierra de su padre, por la que sentía una inclinación especial. Era el año de 1839. Allí pronto empezó a destacarse en los círculos literarios. En Cádiz comenzó a escribir para el periódico La Aureola bajo el seudónimo de "La Peregrina", aunque también usó otros seudónimos para rubricar sus obras: "La franca india", "La amadora de Almonte", etcétera.

En aquel propio año de 1839 y en un ambiente distendido entre tertulias, bailes y funciones de teatro, la hermosa joven que contaba entonces con veinticinco años, conoció a un estudiante de Derecho de la Universidad de Sevilla, dos años menor: Ignacio de Cepeda, su gran amor frustrado, que nunca llegó a entender ni corresponder la pasión absorbente de que era objeto. A Ignacio de Cepeda dedicó la Avellaneda el poema A él, que figura por derecho propio en las antologías de la poesía castellana y del que recogemos algunas estrofas:

"No existe lazo ya: todo está roto.
Plúgole al Cielo así: ¡bendito sea!
Amargo cáliz con placer agoto;
Mi alma reposa al fin: nada desea…
…¡Vive dichoso tú! Si en algún día
ves este adiós que te dirijo eterno,
sabe que aún tienes en el alma mía
generoso perdón, cariño tierno.
Cayó tu cetro, se embotó tu espada,
mas, ¡ay!, ¡Cuán triste libertad respiro!

Hice un mundo de ti, que hoy se anonada,
y en honda y vasta soledad me miro."

La correspondencia entre la Avellaneda y Cepeda, comenzada en el año de 1839, continuó al menos hasta 1854, fecha en que Cepeda contrajo matrimonio con otra mujer. Sin embargo, la pasión que destilaban las primeras cartas de la Avellaneda fue disolviéndose paulatinamente y las misivas se convirtieron en meros intercambios de temas intrascendentes basados en una cordial relación de amistad, dedicados a su «compañero de desilusión», como alguna vez le llamara.

La producción literaria de la Avellaneda se hizo cada vez más intensa. Y fue precisamente en Sevilla, en 1840, donde dio a conocer su drama teatral Leoncia.

Hacia Madrid y hacia la fama

En 1840 se trasladó a Madrid y pronto comenzó a frecuentar los círculos literarios a los que concurrían los poetas románticos más conocidos: José de Espronceda, José Zorrilla, José Quintana, Juan Nicasio Gallego, Fernán Caballero; con los que entabló duradera amistad. En aquellas tertulias, como señala María Luz Morales en su Libro de oro de la poesía en lengua castellana, fue «desaforadamente elogiada por los críticos de su época». Fue presentada en el Liceo Artístico de Madrid, donde leyó sus poemas. En 1841 publicó con ellos su primer libro, prologado por Juan Nicasio Gallego.

En ese mismo año de 1841 vio la luz su novela Sab, el esclavo que se enamora de la hija del amo, que es considerada por muchos como la primera novela de la literatura castellana en la que se hace presente el tema de la esclavitud, a la que critica abiertamente. Aunque algunos autores han estimado esta novela como antiesclavista, para otros simplemente se trata de una historia de amor en la que se da más énfasis a la descripción del paisaje, -indiscutible reminiscencia de la campiña cubana- y a la idealización de los personajes al modo romántico.

Max Henríquez Ureña, literato dominicano, anota la ambivalencia de esta novela al afirmar que «la novela de la Avellaneda [Sab] es, por su contenido, antiesclavista, aunque el propósito que la animó a escribirla no fuera el de librar una campaña abolicionista, sino el de dar vida, en una narración sentimental, a cuadros y escenas basados en los recuerdos de su Camagüey natal».

Para José María de Cepeda -estudioso incansable de la vida y obra de la autora, precisamente tataranieto de Ignacio de Cepeda-, «…la Avellaneda aportó, además, a la novela española y europea del XIX el ambiente caribeño, bastante desconocido entonces en estas tierras y tenido por exótico, así como un tono melancólico y lánguido que posteriores autores antillanos nos harían a los europeos mucho más familiar».

Formada desde su adolescencia con las lecturas de Chateaubriand, de Walter Scott, de Madame de Staël, Quintana y Lista, Rousseau, la Avellaneda fue desprendiéndose de los cánones neoclásicos y abrazando decididamente el movimiento romántico que comenzaba a surgir. Por ello muchos la consideran poseedora de un romanticismo ecléctico.

En esas peñas literarias madrileñas donde el romanticismo comenzaba a imponerse, la belleza y ademanes de "Tula" eran la admiración de todos: militares, nobles o poetas. Más aún, sorprendido por la profundidad e independencia de sus juicios y el dinamismo y actividad que de ella emanaban, Bretón de los Herreros llegó a exclamar: «¡Es mucho hombre esta mujer!». Se vislumbraba en ella, en su persona y en su obra literaria, a la mujer independiente. Tanto, que muchos son los que la consideran precursora del feminismo, al que se adelantó con sobrada distancia en el tiempo.

Tassara

Fue por entonces, en 1844, en medio de una incesante producción de artículos y comentarios para periódicos y revistas, la publicación de su novela Espatolino y el estreno de su drama Munio Alfonso, cuando conoció a un joven diplomático sevillano, Gabriel García Tassara. El amor contenido que sintiera por Cepeda se desbordó hacia Tassara, al que se entregó con la misma pasión que siempre ponía en todas sus cosas.

La Avellaneda quedó embarazada y al año siguiente nacía una niña, a la que llamó Brenhilde. Al deshonor público que este hecho representó hubo de agregarse la pena de ver morir a su hija antes de cumplir un año. Y el desamor de Tassara, que abandonándolas, nunca se preocupó por la suerte de ninguna de las dos.

Boda y convento

Un año después, en 1846, la Avellaneda se decidió a aceptar los requerimientos matrimoniales de un respetado político, a la sazón Gobernador Civil de Madrid, don Pedro Sabater. Tenía entonces treintidós años y creía que al fin podría alcanzar la serenidad y el sosiego que su espíritu necesitaba. ¡Vana ilusión! A los tres meses escasos de la boda Sabater murió en Burdeos, dejándola aún más desolada. Buscó refugio allí en un convento, donde permaneció algunos meses. Abandonó los temas mundanos y su producción literaria se volcó hacia el misticismo.

De nuevo en Madrid: más triunfos y segundo matrimonio
 
Repuestas las fuerzas, regresó a Madrid. Fue recibida con cariño y entusiasmo por sus amigos de los círculos literarios, quienes la llegaron a postular para que ocupara el sillón de la Real Academia que había quedado vacante al fallecimiento de Juan Nicasio Gallego. Sin embargo, no era tiempo todavía para que una mujer pudiera sentarse en un sitial de tanto honor, y no fue elegida.

Años después, en 1855, contrajo matrimonio nuevamente. Esta vez con Don Domingo Verdugo, militar de mucho renombre en la corte y los círculos políticos, al extremo de que los propios Reyes de España fueron padrinos de esa boda.

En 1859 se estrenó en Madrid su drama Baltasar, una de sus más importantes obras, con el que obtuvo grandes elogios de la crítica y en el que levantó su voz en contra de las tiranías. Fue un drama atrevido, impensable en aquella España conservadora del siglo XIX. La Avellaneda demostró, una vez más, ser una mujer que no se contentaba con glosar un mero relato poético, sino que se atrevía a exponer y a defender el derecho de los pueblos a su libertad.

Paralelamente, un desgraciado acontecimiento sacudió de nuevo la felicidad de la Avellaneda. Un comentario despectivo sobre este drama teatral provocó la reacción de su esposo, que resultó gravemente herido en un altercado con el atrevido periodista autor del comentario. La Avellaneda acudió a la Reina Isabel II en busca de justicia y ésta, en compensación, nombró a Verdugo Gobernador de la isla de Cuba, para la cual partieron tan pronto como Verdugo pudo sentirse mejor de sus heridas.

La vuelta a la Patria

Habían pasado ya veinticinco años desde que abandonara la isla. Muchos años. Quien volvía ahora no era la simpática adolescente cuyas poesías eran presagio de futuros triunfos literarios. Esos triunfos eran ya un hecho. Volvía una señora cargada de personalidad, que a más de ser la esposa del Gobernador, traía consigo una sólida aureola conseguida gracias a sus dramas teatrales, novelas y poemas. Los poetas de Cuba conocían cuánta estima gozaba entre los autores españoles. La recibieron, algunos con entusiasmo, otros con recelo. Empezó a relacionarse con los líricos cubanos más notables, Luisa Pérez de Zambrana, Juan Clemente Zenea, Gabriel de la Concepción Valdés, y comenzó a publicar sus crónicas en periódicos y revistas. Incluso, fundó una revista: Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello.

¿Cubana o española?

Sin embargo, pronto surgió una disputa. Hubo autores cubanos que no miraron precisamente con buenos ojos que la Avellaneda se paseara entre ellos. ¿Envidia, o fue real y simplemente una percepción de sentirla ajena después de veinticinco años de ausencia? Lo cierto es que ninguna composición suya fue escogida para figurar en el libro La Lira Cubana, según decisión tomada por el Areópago Literario de La Habana, responsable de la elección de los poemas, por considerarla madrileña y no cubana.

Esa decisión no fue muy justa y mucho menos unánime entre los poetas y críticos cubanos. Por ejemplo, la Junta del Liceo de Matanzas emitió una declaración en la que exponía su criterio de considerar a la Avellaneda como "una de las glorias literarias de las que Cuba puede enorgullecerse". E incluso con anterioridad a la decisión del tal Areópago de excluir a la Avellaneda de La Lira Cubana, el Liceo de La Habana le había rendido un gran homenaje en el Teatro Tacón en la noche del 27 de enero de 1860, otorgándole una corona de laurel en oro esmaltado.

Por otro lado, España también se enorgullecía de contarla en su parnaso nacional. No era para menos. Sobraban méritos para que unos y otros se la disputaran como suya, a pesar de los detractores que siempre tuvo.

No puede ser posible que no advirtamos en su obra la presencia española; en sus costumbres, en su paisaje; ni el afecto a un país en el que transcurrieron tantos años de su vida y en el que como mujer conoció el amor y la pasión y en donde como poetisa saboreó el triunfo.

Pero también son muchas las veces en que la Avellaneda cantó a su tierra natal: el ya mencionado soneto Al partir y, además, La pesca en el mar, La vuelta a la Patria, o su elegía A la Muerte de Heredia. En sus memorias inéditas, publicadas mucho después de su muerte en 1914, escribió: 

«¡Feliz Cuba, nuestra cara patria!... ¡Oh, patria! ¡Oh, dulce nombre que el destierro enseña a apreciar! ¡Oh, tesoro que ningún tesoro puede reemplazar!»

Muchos le reprochan que no se pronunciara en sus obras a favor de la libertad de Cuba. Sin embargo, su drama Baltasar fue un bravo exponente en defensa de la libertad. Si abiertamente no habló de Cuba en él, ¿quién puede asegurar que no estuviera en su mente la condición colonial de su patria? Por demás, la época era aún de germinación confusa de ideas: autonomismo, anexionismo, independencia.

Segunda viudez y muerte

Sin haberse podido recuperar nunca de sus dolencias, su esposo falleció en 1863.

Acudamos de nuevo a José María de Cepeda para que nos relate cómo pudo superar Tula esta crisis:

«Gertrudis, prematuramente envejecida por los sinsabores de la vida, trata de combatir la melancolía viajando. En 1864 la encontramos en los Estados Unidos y en 1865 regresa definitivamente a la península, a Sevilla, concretamente, donde su inspiración poética toma, otra vez, un sesgo religioso. Allí escribe el libro "Semana Santa" que, según algunos críticos, ‘es el mejor libro de devoción que han producido la piedad y la musa castellanas’».

Volvió a Madrid para vivir sus últimos años. Víctima de complicaciones por la diabetes que padecía, falleció en Madrid el 1º de febrero de 1873. Tenía 59 años. Por expreso deseo pidió ser enterrada en Sevilla junto a su último esposo.

Sus restos reposan en Sevilla, en una bóveda casi abandonada del Cementerio de San Fernando, «con las letras de su nombre gastadas por la intemperie, en la que disfruta, al fin, de la paz espiritual que no conoció en vida». (J.M. de Cepeda.)

Y en Sevilla, al igual que en su Camagüey natal, una calle lleva su nombre.

Lo más conocido de su obra literaria

Poesía: Al partir, A él, La vuelta a la Patria, Amor y orgullo, A la muerte de Heredia, La pesca en el mar y numerosos poemas más, recogidos en varios volúmenes.
Novela: Sab, Espatolino, Guatimozín, el último emperador de México, Dolores, La mano de Dios, El artista barquero.
Teatro: Leoncia, Baltasar, Munio Alfonso, El príncipe de Viana, Saúl, Flavio Recaredo, Errores del corazón, La hija de las flores o Todos están locos, La verdad vence apariencias, La aventurera, La hija del rey René, Los duendes de Palacio, Simpatía y antipatía, Catilina, Los tres amores.

Además, Devocionario nuevo y completísimo en prosa y verso, Viaje a La Habana por la condesa de Merlín (biografía), y un sinnúmero de crónicas, leyendas y cartas.
 
Para concluir, dos juicios sobre la Avellaneda, sin duda contrapuestos, pero con el mucho aval que les confieren quienes los emiten:

«No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y viril; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tenían las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante». «... la Avellaneda no sintió el dolor humano: era más alta y más fuerte que él; su pesar era una roca...» José Martí.

«Lo femenino eterno es lo que ella ha expresado, y es lo característico de su arte, y lo que la hace inmortal, no sólo en la poesía lírica española, sino en la de cualquier otro país y tiempo; es la expresión, ya indómita y soberbia, ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda, de todos los anhelos, tristezas, pasiones, desencantos, tormentas y naufragios del alma femenina». Marcelino Menéndez y Pelayo.

Fuentes:
Anderson Imbert y Florit, Literatura Hispanoamericana.
Holt, Rinehart and Winston, Inc.
New York, 1960.
María Luz Morales, Libro de oro de la poesía en lengua castellana.
Editorial Juventud.
Barcelona, 1970.
José María de Cepeda, Gertrudis Gómez de Avellaneda y su época.
Antonio Martínez Bello,
La cubanidad de la Avellaneda.
Revista Carteles, La Habana, agosto de 1947.
http://www.guije.com/public/carteles/2835/avellaneda/index.html.

María A. Crespí,
Amanecer de un centenario.
Miami, febrero de 1973.

Miguel A. Rivas Agüero,
Calles camagüeyanas.
Camagüey y sus calles, Miami, 1984.


Agradecimientos:
Nuestro agradecimiento al Sr. José María de Cepeda por permitirnos la inclusión de algunos de los juicios críticos de su trabajo Gertrudis Gómez de Avellaneda y su época.  http://laperegrinamagazine.homestead.com, por sus gestiones cerca del Sr. Cepeda.
Nota:
En la página de la Biblioteca Virtual del Instituto Cervantes,
http://cervantesvirtual.com/FichaAutor.html?Ref=280&portal=7
pueden leerse las novelas Sab, Guatimozín, último emperador de México, y otras obras de la Avellaneda.

Ana Dolores García Copyrigth © 2003-2014

Gertrudis Gómez de Avellaneda ¿Feminista?



Gertrudis Gómez de Avellaneda,
¿Feminista?

Defensa de los derechos de la mujer
en su novela SAB
 
Por Lucila R. Fariñas 

 “Sab” es un caso único en la narrativa cubana del siglo XIX: es una novela abolicionista y feminista. Gertrudis Gómez de Avellaneda no perteneció nunca al círculo literario de Domingo del Monte, donde el problema de la esclavitud era tema frecuente de discusión y donde se gestaron obras abolicionistas como “Autobiografía de un esclavo” de Juan Francisco Manzano, “Petrona y Rosalia” de Félix Tanco, “Francisco” de Suárez Romero y “Cecilia Valdés” de Cirilo Villaverde. “Sab”, escrita en España cuando hacía poco tiempo que su autora había salido de Cuba, presenta por una parte  el problema nacional que más preocupaba a los cubanos que pensaban: la esclavitud; y por otra, el personal que más hería a la autora: la situación de la mujer en aquella sociedad tradicionalista.  Gómez de Avellaneda pensaba que todos los seres humanos tienen los mismos derechos sin importar el sexo, la raza o la clase social. Sus sufrimientos al sentirse encarcelada en una sociedad controlada completamente por los hombres encuentran su homólogo en las del esclavo.

Publicada en España en 1841, “Sab” constituye una protesta contra la esclavitud de la mujer y el negro; una subversión de los valores sociales y morales de la época, al presentar el caso de un mulato enamorado de la señorita de la casa, y el de una joven blanca, Teresa, que ofrece su compañía y amistad al joven esclavo mulato.

El hecho de que un elemento importante en la obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda sea la representación de la mujer y sus conflictos desde una perspectiva interior, hace necesario destacar las características de la vivencia femenina a partir de los papeles asignados por la sociedad y los valores y prejuicios resultantes. En esta novela y en “Dos Mujeres” se presenta la vida de la mujer como tronchada por la acción de factores sociales y económicos que le impiden su completa realización.  Encarcelada en una sociedad que le asignó el matrimonio como única meta, Gertrudis Gómez de Avellaneda, primero en sus novelas y después en sus ensayos, presenta y examina la mujer de su tiempo y la del pasado con el objeto de denunciar la necesidad de un cambio.

En “Sab” y “Dos Mujeres”. G. G. de Avellaneda elabora la presentación de personajes femeninos cuya existencia transcurre en la dualidad conflictiva de la apariencia de una vida matrimonial feliz y tranquila, y las frustraciones y aspiraciones no cumplidas que su estado le produce.  Sin embargo, antes de destacar aspectos feministas de “Sab”, es necesario recordar cuál ha sido la posición de la mujer hispanoamericana en la sociedad. En nuestra tradición occidental, generalmente, se ha considerado el sexo como un factor determinante de ciertas características sicológicas que se manifiestan en su comportamiento en la sociedad.  Esta concepción ha traído por consecuencia que se le atribuyan al hombre el vigor, la actividad, y la habilidad intelectual mientras que a la mujer se le ha concebido como un ser pasivo, dócil, y no inclinado a actividades intelectuales. El considerar a la mujer como un ser pasivo se debe a su situación en una sociedad patriarcal y tiene repercusiones en cuanto a la existencia de su ser.

En “El segundo sexo”, Simone de Beauvoir ha señalado que la realización de la existencia femenina depende del logro del amor y el matrimonio, en otras palabras, el hombre es su único destino. Por lo tanto, la búsqueda infructuosa de él, la confrontación con las normas de esa sociedad o los sufrimientos producidos por un amor conyugal insatisfecho, producen una enajenación de la mujer y de sus relaciones con al sociedad. En “Sab”, el matrimonio era para Carlota la culminación de su amor, pero ante su fracaso busca la soledad del campo y tiende a compenetrarse con la naturaleza, para escapar de un matrimonio infeliz del que las normas sociales no le ofrecen salida. Por otro lado Teresa, privada del hombre de quien se había enamorado, muerto quien había sido su confidente y amigo, desplazada en el aspecto social por su condición de huérfana recogida en la casa de Carlota, se refugia en el convento y encuentra en la religión la felicidad que no había tenido en el mundo. La trayectoria de la vida de estas dos mujeres, principalmente la de Carlota, pone de manifiesto su situación a través de una perspectiva femenina en la que existe el conocimiento del problema, pero no sugerencias para modificarlo.  Ellas se aíslan de esa sociedad y esta actitud es su única rebeldía.  Sin embargo, por boca del esclavo Sab –un ser marginado como ellas, es que escuchamos sus protestas por la esclavitud en que la institución del matrimonio sitúa a la mujer y, también, sus ataques a la indisolubilidad del mismo.

Los críticos que en el siglo XIX y comienzos del XX se ocuparon de la novela, se dedicaron a comentar sus características abolicionistas, regionales, y la prioridad de su publicación entre las novelas anti-esclavistas cubanas, pero sólo ha sido en los últimos años que se ha prestado atención a la profundidad de las emociones que presenta a su feminismo. Si por la forma en que capta los conflictos de la vida afectiva, por la subjetividad de la narración, por el estilo poético de algunas partes… la novela es una creación y expresión típicamente femenina, por su temática es una defensa de la igualdad de derechos del ser humano, y en especial de la mujer.  “Sab” es una de las primeras novelas feministas de América porque su autora considera al matrimonio indisoluble como una institución humana contraria a las leyes de la naturaleza. El mulato Sab establece una comparación entre la mujer atrapada en un matrimonio infeliz y el esclavo: ellas también «arrastran pacientemente sus cadenas y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas», pero la situación de la mujer es aún peor, ya que estará atada toda la vida por esas leyes humanas, mientras el esclavo puede juntar dinero y comprar su libertad o al menos cambiar de amo.  La Avellaneda insiste en la falta de libertad de la mujer, defiende el mérito de las decisiones femeninas cuyo motor son los sentimientos y –en otras novelas- propone el divorcio, ideas todas muy avanzadas para su época.

Concentrándonos en la novela en sí, podemos dividir la acción en dos secuencias. La primera durará hasta el matrimonio de Carlota con Enrique Otway, mientras que la segunda se desarrollará hasta el final. Entre las dos secuencias hay una conexión de causa y efecto, y un desajuste entre el tiempo del discurso y de la historia en la primera y segunda parte: mientras en la primera el enunciado narrativo es extenso, en tiempo es breve, y en la segunda se invierten, ahora el enunciado narrativo es breve pero abarca un período de cinco años. En efecto, con el tiempo pasado como esposa y con los hechos e incidentes con su marido, es que se forma la nueva Carlota.

En el primer capítulo de la novela encontramos la narrativa dominada por un carácter completamente descriptivo: es la configuración económica de la familia de Carlota, así como la sicología de Enrique y también la de Sab. Carlota es presentada como una típica mujer romántica, un personaje soñador a quien la pasión por Enrique no le deja ver las intenciones del galán. A lo largo de la trama, las caracterizaciones van adquiriendo más dinamismo para denunciar sentimientos que van a dar sus frutos en la segunda secuencia: la avaricia y opresión ejercidas por Enrique Otway y su apadre; la bondad y generosidad de Sab y Teresa; y la debilidad de carácter del padre de Carlota.  En el diálogo sostenido en el primer encuentro entre Enrique y Sab, encontramos ya sugerencias, tanto en las preguntas de Enrique como en sus gestos, del carácter ruin, interesado, del novio del ama de Sab; mientras que en las respuestas del esclavo se dejan ver su alienación y sus sufrimientos:

« -Dice usted que pertenecen al señor de B… todas estas tierras?
-Sí señor…
……

-Esta finca debe producir mucho a su dueño.
-Tiempo ha habido, según he llegado a entender, -dijo el labriego- en que este ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar casa año, porque entonces más de cien negros trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros, ni excede la zafra de mil panes de azúcar (p. 44)
……
-Vida muy fatigosa deben tener los esclavos de estas fincas, observó el extranjero…
-Es una vida terrible a la verdad… cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar a la tierra abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar con su sudor y sus lágrimas el recinto donde la noche no tiene sombra. (p. 44)

Ya bien avanzada la novela, Sab le confiesa a Teresa que desde la primera vez que vio a Enrique se dio cuenta que «el alma que se encerraba en tan hermoso cuerpo era huésped mezquino de un soberbio alojamiento» (p. 163).  Este desajuste entre alma mezquina y hermoso cuerpo presenta la división entre cuerpo y espíritu que aparece y reaparece en el curso de la novela, y es factor decisivo en el desenlace de la misma. La Avellaneda pone frente a frente en Sab y en Enrique, de un lado al hombre que ama de veras, que adora al ser amado, al amante romántico que no puede vivir sin su amada; del otro, al hombre que se acerca a la mujer y la toma «por cálculo, por conveniencia… haciendo una especulación vergonzosa del lazo más santo, del empeño más solemne» (pp. 171-172). Como se ve, el inglés piensa casarse con Carlota para aumentar su capital y renunciaría a su propósito si descubriera que la joven no poseía una sólida fortuna. Estas características del joven inglés, que son observadas por Sab desde su primer encuentro con él, no son desconocidas por su poseedor, quien al intuir el amor que siente Sab por Carlota, quisiera trocar su corazón por el corazón de aquel desgraciado, porque así consideraba que sería más digno del «amor entusiasta de la joven» (p.101). Sab se da cuenta del irónico conflicto que les produce a ambos la envoltura del cuerpo. Para Sab, Enrique es cien veces más indigno que él «no obstante su tez de nieve y su cabellera de oro» (p. 162).  Para el esclavo su alma noble encontraba su condenación en el color de su piel, su piel negra era «el sello de una fatalidad eterna, una sentencia de muerte moral». (p.223). El hecho que Sab se saque la lotería y cambie su billete premiado por el de Carlota para que Enrique decida su casamiento y Carlota no sufra, es una conexión simbólica colocada allí como un premio de Dios a la bondad del alma de Sab y, también, para resaltar y acentuar su generosidad ante el egoísmo de Enrique. Sab, como acertadamente ha señalado Barreda es: «El negro de ‘alma blanca’ y, al mismo tiempo, el esclavo libre».  Para Barreda, «lo negro y la esclavitud son dos recursos para agudizar aquellos rasgos esenciales de su personalidad romántica».

En apariencia, el conflicto básico de la novela yace en los sufrimientos de Sab que por haber nacido mulato y esclavo cuestiona la institución de los hombres que tiene el derecho de esclavizar a los que nacieron con la piel negra. No es hasta el último capítulo, la conclusión y la carta de Sab a Teresa, que el lector cuidadoso se da cuenta de que la autora ha querido presentar la trayectoria de la heroína, Carlota, para exponer por medio de ella la situación de la mujer en una sociedad en la cual el matrimonio constituía su único destino.  Si bien desde el punto de vista de las convenciones sociales Carlota alcanza la meta deseada por haber cumplido con su matrimonio con las normas establecidas por la sociedad; en su fuero interno, sin embargo, surge la desilusión y la insatisfacción al comprobar la realidad que se escondía en su marido, a quien estaba irremediablemente unida. El conflicto de Carlota debe entenderse, en realidad como la confrontación entre su ser y sus ideales más íntimos por un lado, y las normas e instituciones de la sociedad por otro. Este conflicto que surge de la incongruencia entre el espíritu romántico de Carlota y sus anhelos íntimos, el mundo mercantilista de Enrique y los valores convencionales de la sociedad, llega a su punto culminante al descubrir Carlota que su suegro no solamente había convencido a su padre para que dictara un testamento a favor de ella, despojando a sus hermanas de sus bienes, sino que su marido también compartía las ideas de su padre y ante sus lágrimas de protesta la escuchaba sólo «como a un niño caprichoso» (p.215). La imagen de esta Carlota, infeliz, consciente de la realidad de su existencia, encadenada a un hombre insensible a sus sentimientos y sordo a sus peticiones, domina los últimos capítulos de la novela: «Su único placer era llorar en el seno de su amiga sus ilusiones perdidas y libertad encadenada y cuando no estaba con Teresa huía de la sociedad de su marido y de su suegro.» (p.215).  Sus visitas y estancias en el campo son las únicas vías de evasión y rebelión aceptables dentro de esa sociedad: «En Bellavista respiraba más libremente; sentía su pobre corazón necesidad de entregarse, y ella le abría al cielo, al aire libre del campo, a los árboles y a las flores”, (p.216)

En otras palabras, su vida en esta época se nutre solamente de los elementos que recibe de la naturaleza, y su única opción –después del conocimiento adquirido en su trayectoria interior que puso de manifiesto el conflicto entre su ser y sus ideas y las de su marido-, es cumplir con el existir propio de su estado en esa sociedad.

Alma gemela a la de Carlota en sensibilidad, intensidad de amar, generosidad y abnegación es la que se presenta, a través de toda la novela, en el personaje Sab. Por medio de contrastes violentos resaltan sus cualidades frente al egoísmo y la ambición de Enrique y su padre. El esclavo mulato se ha dado cuenta que Dios no puede haber establecido diferencias entre negros y blancos, sino que son los hombres los que han creado esas leyes injustas. Sab se pregunta, «¡Rehúsa el sol su luz en las regiones que habita el negro salvaje! ¿Sécanse los arroyos para no apagar su sed? ¿No tienen para él concierto las aves, ni perfume las flores?...  Pero la sociedad de los hombres no ha imitado la equidad de la madre común, que en vano les ha dicho ‘¡Sois hermanos!’ Imbécil sociedad que nos ha reducido a la necesidad de aborrecerla…» (p.153)

En su carta de despedida al borde la muerte, Sab iguala su situación a la de la mujer que también es víctima de otra institución creada por el hombre; «¡Oh!, ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas: Sin otro guía que su corazón ignorante y crédulo, eligen un dueño para toda la vida. El esclavo al menos puede cambiar de amo, puede esperar que juntando oro, comprará algún día su libertad, pero la mujer cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita ‘¡En la tumba!’» (p.127)

La autora, que en la novela nos ha presentado las ilusiones, la culminación y el fracaso de las relaciones entre Carlota y Enrique y, también los anhelos íntimos, sufrimientos y quejas del esclavo, ha construido este triángulo amoroso –Sab-Carlota-Enrique- para vincular la esclavitud del negro con la que sufre la mujer en su matrimonio infeliz y poner en evidencia que «la esclavitud más intolerable es aquella de la mujer blanca en la sociedad burguesa».

Esta protesta de la Avellaneda contra estas instituciones establecidas por los hombres y no por Dios, franqueó todos los mitos de sus contemporáneos y la acercó a las exigencias de una sociedad como la actual.

(Todas las citas de Sab que aparecen indicadas con el número de la página, están tomadas de Sab, edición de Carmen Bravo Villasante, Salamanca, Ediciones Anaya, 1970.)

21 de marzo de 2014

Tula, la suerte del desterrado

Tula, la suerte del desterrado

Por Roberto Jesús Quiñones Haces

GUANTÁNAMO, Cuba.- Lo trágico aparece reiteradamente en la vida de los poetas románticos cubanos. José María Heredia, primer gran poeta de América, sufrió el destierro y murió en el exilio en pobreza extrema a los 36 años. Plácido fue fusilado por los españoles a los 35 años. José Jacinto Milanés murió en desequilibrio mental a los 49 y Joaquín Lorenzo Luaces murió a los 41 años enfermo. Juan Clemente Zenea también fue fusilado por los españoles, tenía 39 años, y Luisa Pérez de Zambrana vivió 87 años luego de ver morir a su esposo y a sus cinco hijos. Ese sino trágico también estuvo presente en la vida de Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuyo bicentenario conmemoraremos el próximo domingo.

Tula, como también era conocida en la intimidad, nació en Puerto Príncipe el 23 de marzo de 1814. Su padre fue un oficial de la Marina española y su madre una camagüeyana. El primer momento trágico de su vida fue la muerte de su padre. Muy pronto su madre contrajo nuevo matrimonio y junto con su familia Tula se vio obligada a salir de Cuba rumbo a Europa. El dolor ante el abandono de la patria quedaría inmortalizado en su extraordinario soneto “Al partir”, que siempre colocaría al inicio de sus selecciones poéticas:

¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
La noche cubre con su opaco velo,
Como cubre el dolor mi triste frente.
¡Voy a partir!…La chusma diligente,
Para arrancarme del nativo suelo
Las velas iza, y pronta a su desvelo
La brisa acude de tu zona ardiente.
¡Adiós, patria feliz, edén querido!
¡Doquier que el hado en su furor me impela,
Tu dulce nombre halagará mi oído!
¡Adiós!…Ya cruje la turgente vela…
El ancla se alza…el buque, estremecido,
Las olas corta y silencioso vuela!

Luego confesaría a la Condesa de Merlín que la situación del emigrado «es una existencia sin comienzo, detrás de sí unos días que nada tienen que ver con lo presente, delante otros que no encuentran apoyo en lo pasado, los recuerdos y las esperanzas divididas por un abismo, tal es la suerte del desterrado».  

Después de su llegada a Burgos, donde vive poco tiempo, Tula se trasladó a La Coruña y luego a Sevilla, donde conoció a Ignacio de Cepeda. Con éste mantuvo un romance muy escandaloso para la época. Por ese tiempo comenzó a publicar en revistas y periódicos españoles y estrenó su primer drama, titulado Leoncia, en 1840. Debido al éxito de su carrera literaria y a sus posiciones feministas era acogida con expectación y curiosidad en los círculos literarios de las ciudades que visitaba, en los que hizo relaciones con Espronceda, Quintana, Gallego y Zorrilla, escritores de primera línea en ese momento. A pesar de que siempre contó con la simpatía y el apoyo de numerosos intelectuales, otros nunca le perdonaron sus amoríos escandalosos ni su posición independiente. Tal fue el caso de Marcelino Menéndez Pelayo, quien se opuso a su ingreso a la Academia de la Lengua.

En 1844, Tula tuvo amores con el poeta Gabriel García Tassara. De esta relación fue concebida una niña que nació muerta, lo cual sumió en profunda depresión a la poetisa. Abandonada por García Tassara, en 1846 contrajo matrimonio con Pedro Sabater, quien falleció tres meses después, lo cual hizo que Tula se retirara a un convento.

Entre 1846 y1858 estrenó en teatros de Madrid varias de sus obras con gran éxito de público y crítica. En 1858, casada con Domingo Verdugo, este sufrió un atentado y para ayudar a su restablecimiento ambos cónyuges deciden viajar por España y Francia. Durante el viaje, Verdugo fue nombrado para un cargo oficial en Cuba a donde ambos llegan en 1859.La estancia de la escritora en su país natal está signada por numerosos homenajes y reconocimientos, siendo uno de los más extraordinarios el que recibió en 1860 en el Teatro Tacón de La Habana (hoy García Lorca) donde fue ceñida con una corona de laurel por la poetisa Luisa Pérez de Zambrana.

Ese año, Tula dirigió en La Habana la revista “Álbum cubano de lo bueno y de lo bello”, publicación de vida efímera pero de honda huella cultural por sus esfuerzos en aras de renovar el gusto literario nacional y, sobre todo, por la persistente labor en defensa de los derechos de la mujer.

En 1863 falleció Verdugo y La Avellaneda partió con su hermano Manuel hacia Estados Unidos, y regresó a España en 1864, donde falleció el 1 de febrero de 1873.

Sus aportes métrico-rítmicos y la renovación que hizo de la métrica española la colocan en un lugar cimero de la historia de la poesía hispanoamericana. En cuanto a su obra narrativa, los críticos destacan la honda sicología de sus personajes. Muestra de ello son sus novelas Sab –la primera de contenido antiesclavista en idioma español- Dos mujeres, Guatimazín y Espatolino. Lo más trascedente de su obra es el teatro. Sus piezas, escritas mayoritariamente en verso, han sido calificadas por el crítico José Antonio Portuondo como «una de las más ricas, más sólidas y mejor hechas que hay en la lengua española y en cualquier lengua».  El Teatro Nacional de Cuba tiene una sala que lleva su nombre.

Reproducido de Cubanet
Remitido por María Teresa Trujillo

18 de marzo de 2014

Oración del Padre Valencia


Oración del Padre Valencia al Cristo de la VeraCruz

Esta oración la mandó colocar el inolvidable Padre Valencia en las puertas de las casas cuando surgía una epidemia mortal del cólera. En nuestros tiempos es muy impensable el peligro del cólera,  pero no dudamos que el Señor Jesucristo escuche nuestras plegarias por los enfermos de cáncer o cualquiera otra enfermedad.

Jesucristo vencedor
que todo en la cruz venciste,
venced, Señor, el cólera
por la muerte que tuviste.
Por tu justicia divina
aplaca el justo rigor,
y por tu preciosa sangre
¡Misericordia, Señor!
El cólera de cuerpo y alma
te pido, Señor, que acabe,
poniendo de intercesora
a tu Santísima Madre.
Y todos los pecadores digan
Salve, Salve, Salve.

Con Licencia Eclesiástica, Abril 4 de 1957

Colaboración de Candy Viamontes.