15 de septiembre de 2014

Desarrollo musical en el antiguo Puerto Príncipe

Puerto Príncipe: entre la ópera y el piano

Roberto Méndez Martínez

¿Cómo era el ámbito sonoro de Puerto Príncipe en los siglos XVI y XVII? Si bien no se han encontrado documentos en los que apoyarse, no es demasiado difícil derivarlo de las características de la rústica vida de las primeras generaciones de colonizadores. Silenciados los instrumentos aborígenes y perdida toda traza de ellos junto con sus poseedores, ¿qué se escuchaba en aquellas dilatadas llanuras? En los campos, los cantos de trabajo que acompañaban las labores de los monteros en los hatos y las de los agricultores en los sitios o estancias y, en días de fiesta, los rasgueos de guitarra y laúd que acompañaban las primeras fiestas donde los ritmos tienen raíz canaria o andaluza.

Limitada la esclavitud africana casi exclusivamente al ámbito doméstico, sus tambores y danzas tienen menos fuerza y oportunidad de mostrarse en público que en el occidente de la Isla y solo llegarán a dominar el ámbito de ciertos barrios marginales donde irán asentándose los negros libertos a lo largo del siglo XVIII y en los que irán apareciendo ciertas formas de asociación como los "cabildos de nación" en los que la música —mezcla de rituales cristianos y de ritmos provenientes del África— tiene un lugar importante.

En la villa, además de los pregones que llenan las calles desde el amanecer hasta la hora del Ángelus, de las campanas de los templos que fijan las horas del día, así como las celebraciones y duelos, no hay más sorpresas en este ámbito sonoro que la proclamación de ciertos decretos y cédulas del Gobierno, pregonados con acompañamiento de redoblantes o "cajas" y quizá algún clarín solitario. No hay noticia de que vecino alguno tuviera en su casa instrumentos de teclado, fuese clavicordio o clavicémbalo y para dominar el tedio de las largas tardes de domingo estaban el laúd, la guitarra y alguna gaita conservada por algún nostálgico hijo de Galicia. En los templos, los cantos litúrgicos dependían del dominio y respeto que cada clérigo pudiera tener de las antiguas normas del canto llano.

Tantas ausencias vienen a suplirse quizá con la poesía. Silvestre de Balboa, ese canario sumido en las brumas del mito, demuestra en su Espejo de Paciencia un amplio conocimiento de los más diversos instrumentos, tanto autóctonos como provenientes de la tradición europea y con ellos "inventa" unos hiperbólicos festejos de las clásicas deidades del bosque en honor del Obispo Altamirano:

Al son de una templada sinfonía,
Flautas, zampoñas y rabeles ciento
Delante del pastor iban danzando,
Mil mudanzas haciendo y vueltas dando. [...]
Suenan marugas, albogues, tamboriles,
Tipinaguas, y adufes ministriles.

Pero, alrededor de 1608, cuando se escribe el poema, no había en todo el territorio los cien rabeles de esa orquesta mítica, ni siquiera suficientes tamboriles y marugas o maracas para que esta tuviera mediana dignidad.
En pleno siglo XVII es posible colegir de los documentos eclesiales conservados, la alternancia de las misas cantadas o solemnes con la rezadas o comunes. La investigadora Amparo Fernández Galera, ha sacado a la luz, por ejemplo, la refundación en 1682 de la capellanía del alférez Juan de Guevara y su mujer doña Ana de Zayas, en la cual se estipula como obligación del capellán de la Parroquial Mayor el cantar cinco misas cada año, en fechas previamente señaladas, por las ánimas de los imponentes y sus familiares; a cada una estas celebraciones correspondía una limosna de veinte reales con la obligación "de pagar la canturía". No puede derivarse de esto que se tratara de cantores seglares, contratados para la  ocasión,  como se dice de modo más explícito en el testamento otorgado por don Lope de Zayas Bazán en 1644, quien dispone que el día de su entierro se le diga "misa cantada de cuerpo presente con Diácono y Subdiácono con su vigilia de nueve lecciones y ofrenda de pan, vino y cera, de parecer de mis albaceas, y se paga de mis bienes la limosna acostumbrada".

La primera vez que puede documentarse que Puerto Príncipe disfrutó de la actuación de músicos profesionales fue el 8 de septiembre de 1734, cuando con motivo de la consagración de la Ermita de la Caridad, vinieron seis músicos de la Capilla de la Catedral de Santiago de Cuba para acompañar el acto. Según Raúl Juárez Sedeño, por gestión del sacerdote Don Ubaldo de Arteaga, párroco de Nuestra Señora de la Soledad, encargado de la ceremonia de bendición del templo, vinieron desde la sede episcopal Fray Francisco Buenaventura Teje, representando al obispo Fray Juan Lazo de la Vega, acompañado del Chantre y el Maestrescuela y seis músicos de capilla.  Aunque la descripción de estas solemnes fiestas no abunda en detalles musicales, puede inferirse que en la ceremonia eclesiástica se escucharon los reglamentarios cantos gregorianos, quizá con más solemnidad que de costumbre, por la presencia del  Chantre y el Maestrescuela, quienes por su oficio debían dominarlo a cabalidad, así como determinados interludios instrumentales a cargo de los músicos. Si tenemos en cuenta que una vez consagrado el templo, hubo un gran banquete en un cobertizo delante del templo que se prolongó luego en cantos y bailes, que iban a constituirse en la primera de las ferias de la Caridad conocidas, hay que suponer que los músicos invitados, como era común en la época, dejaron a un lado los sones religiosos para lanzar al aire otros más profanos. La música era toda una, dentro y fuera de los templos 

En 1756, cuando el obispo Agustín Morell de Santa Cruz llega a esta comarca con motivo de su "visita eclesiástica", encuentra en la Parroquial Mayor un órgano "pequeño aunque nuevo, y sonoro"  lo que nos permite colegir que al menos, en ocasión de grandes fiestas, había alguien capaz de tocarlo. No todos los templos tenían equipamiento semejante, por entonces el de la parroquia de la Soledad se había "deshecho enteramente"  Mientras el convento de San Francisco tiene no sólo uno de estos instrumentos en buenas condiciones y una rueda de campanillas, de las que se empleaban en grandes solemnidades como la Navidad y el Corpus, y algo semejante ocurre en La Merced y en la capilla del Hospital de San Juan de Dios; al parecer carecen de él la Iglesia de la Compañía de Jesús, las ermitas del Cristo, Santa Ana y San Francisco de Paula. Aunque no se ha encontrado documentación sobre conjuntos musicales en las iglesias por estos tiempos, según el historiador Gustavo Sed en éstas hubo bastante actividad en la segunda mitad de esa centuria.  De hecho, durante todo el siglo XVIII aparecen diversos instrumentistas de cuerda y viento, que hacían sus ejecuciones en lugares públicos y casas particulares, por lo que fue necesario fijar un arancel con los precios que debían cobrar por sus servicios.

A lo largo del siglo XVIII, el crecimiento económico del territorio potenció diversas manifestaciones de la vida social. Las familias principales comenzaban a refinar sus costumbres y la música ganó un espacio mayor en sus celebraciones. Por un recorte de “El Fanal” hemos llegado a saber de la existencia de la Casa de Sociedad

Filarmónica, que la tuvimos desde el año 1794, y que la estableció el teniente gobernador don Alfonso Viana y Ulloa en la casa que hoy pertenece a los herederos de don Juan de Velazco, en la calle Mayor, la que duró hasta el año 1797 que duró el gobierno de aquel jefe, sin la menor decadencia. No se llamaba Filarmónica, sino "Casa de Sociedad", pero no era otra cosa si se atiende a que todos los domingos en la noche había baile y, algunas veces, además canto, no de arias, ni al piano, sino boleros y otras canciones que entonces se usaban, con acompañamiento de guitarra: las funciones eran muy concurridas por lo mejor de la población, y duraban hasta las dos o tres de la madrugada del día siguiente.

Hasta el momento es esta la primera institución de recreo localizada en el territorio, y además la primera donde se cultiva el género melódico. Esto evidencia que había cierto número de ejecutantes profesionales o aficionados, que debían recibir lecciones y obras de repertorio, bien fuera de profesores transeúntes, o de ejecutantes locales más experimentados.

Esta situación debió incrementarse a inicios del siglo XIX. Según anota Laureano Fuentes en su libro “Las Artes en Santiago de Cuba”, el primer piano de concierto que hubo en esa ciudad llegó en 1810 encargado por el Dr. Bartolomé Segura, inmigrante dominicano, y que fue en su casa donde se impartieron las primeras lecciones de piano de la Isla, a cargo del profesor alemán Carlos Rischer.  Aunque estas noticias deben tomarse con reservas, pues desde fecha muy anterior los inmigrantes franceses habían ofrecido lecciones de este instrumento. Es indudable que por esos años en dicha ciudad se había incrementado la actividad musical y no era menor la que había en Puerto Príncipe. La música contribuyó a estrechar los lazos culturales entre ambas ciudades, si bien en Puerto Príncipe jamás hubo una capilla de música como la que animaron en la catedral santiaguera Esteban Salas, Juan París y sus sucesores. Ya en 1820 el pardo principeño Pedro Nolasco Boza había pasado a Santiago de Cuba, donde ganó renombre como director de orquestas que lo mismo animaban bailes y representaciones teatrales que funciones religiosas. 
Debe tenerse en cuenta también la positiva influencia que ejercieron en la vida cultural las primeras bandas de música que llegaron a Puerto Príncipe: en 1821 la del Regimiento de León y en 1828 la del Regimiento de Cuba; estas difundían en sus retretas obras importantes del repertorio universal y algunos de sus miembros acostumbraban a impartir clases a otros más noveles del mismo conjunto o a simples aficionados que así lo desearan.  De esta manera, muchas partituras que la población no hubiera podido conocer en conciertos o en representaciones de óperas, se divulgaron en su versión para bandas o en transcripciones que hacían los profesores para instrumentos solistas o pequeños conjuntos en que ellos y sus alumnos participaban.

Durante los festejos celebrados en Puerto Príncipe en 1833 con motivo de la jura de la princesa Isabel como heredera y sucesora del trono español, las Compañías Urbanas de Pardos y Morenos —milicias de carácter local— costearon una solemne Misa y Te Deum en la Iglesia Parroquial Mayor, en la que participaron dos orquestas, una tocó en el Coro, y la otra se colocó en el centro de la nave principal y desempeñó en los intermedios "escogidas sinfonías y piezas análogas".

El patriciado del Camagüey otorgó gran importancia a la música dentro de las sociedades que fundó para su instrucción y esparcimiento. Así sucedió con la Sociedad Filarmónica creada en casa del Lic. don José María Agramonte y Recio, sede que funcionó entre 1830 y 1834, donde don Juan Owen y Quesada fungía como Director de Música y poseían "un forte piano".  Paralelamente a la actividad de esta sociedad, cuya membrecía debió ser relativamente amplia para la población de esa ciudad, pues entre sus bienes estaban "nueve docenas de asientos americanos", conocemos de la existencia de otros profesores de música y ejecutantes; por ejemplo, la “Gaceta de Puerto Príncipe” anuncia: "Los maestros Severino de la Rosa y Juan Barreras avisan al público haber abierto su academia de música frente al oficio de don Juan Tomás O’Reilly, ofreciéndole servirle al que guste con el mayor esmero, gusto y equidad."

En el mismo diario, el 2 de enero de 1839 describía El Lugareño los exámenes en el Colegio Calasancio, recientemente establecido en la ciudad por los Padres Escolapios; el articulista consigna que la clase de dibujo tiene sólo diez alumnos y la de música seis, pero obtiene una impresión positiva en el espectáculo de declamación y música al que asiste:

“La noche del 23 se nos regaló con un espectáculo tan agradable y culto como sorprendente. Las clases de Declamación y Música exhibieron sus habilidades en dos piezas dramáticas y un himno coreado. Representaron  “Ester  y el Médico a palos”. Exedió (sic) con mucho a sus condiscípulos y aún más allá de la expectación pública, el que desempeñó el papel de Bartolo.(...)”.

El pasaje antes citado evidencia que tales representaciones y conciertos no eran muy comunes en Puerto Príncipe, pero comenzaron a arraigarse con mucha facilidad. El 30 de octubre del propio año se hace eco en otra de sus crónicas  del empeño de algunos jóvenes de organizar una academia de declamación, lo que ha dejado como fruto visible la representación de la pieza teatral “El Progreso o La Plaza del Recreo” por un grupo de aficionados; también se refiere al desarrollo musical, evidenciado en el propósito "de nuestros galantes señoritos, de completar una orquesta de aficionados para acompañar en el teatro a las bellas de las bellas".

Cuando, en noviembre de 1839 festeja Puerto Príncipe el Convenio de Vergara, que debía poner fin a la guerra civil en España, la música estuvo en el centro del asunto. Según Torres Lasqueti, el día 3 se cantó un Te Deum en la Parroquial Mayor; el 9, se celebró en el palacio del Marqués de Santa Lucía un gran baile para las autoridades civiles y militares, mientras que el 24, después de una procesión cívica organizada por los comerciantes, hubo un baile en la Plaza de Recreo, en el que alternaron dos orquestas "una militar y otra del país".

En 1840 se anuncian dos profesores de música en la Gaceta; uno es don Juan Antonio Cosculluela Fultá, quien impartirá en su propia casa "una clase general de solfeo y toda especie de instrumentos", con un horario sumamente peculiar: "de seis a ocho de la mañana y de seis a siete de la noche";  el otro es don Bernardo Kreutzer, "Director de la Música del Gran Duque de Baden", quien, además de afinar pianos y repararlos, se ofrecía para enseñar este instrumento así como la flauta y la guitarra en su domicilio del Palacio de Cristina en la calle de Contaduría.

Por esos años comienza la pasión por el género operático en la ciudad. En 1840 llega allí la compañía de Mariana Pancaldi. Aunque esta cantante era italiana, había llegado a Santiago de Cuba el año anterior como simple partiquina de la compañía de la García Ruiz —hermana de la célebre Malibrán— y solo una enfermedad de la prima donna le había permitido debutar allí con la Rosina del Barbero de Sevilla de Rossini. Ganó tal éxito, que logró escindir la compañía y organizar su propia gira con un repertorio que incluía Norma y Los Capuletos. Poco disfrutó de su éxito la naciente estrella, aplaudida a mediados de 1840 en Puerto Príncipe, a donde se había dirigido con el tenor Perossi, el bajo Gastaldi y otros artistas, contrajo allí la fiebre amarilla y falleció en septiembre. Fue sepultada en el Cementerio General de la ciudad, en una bóveda propiedad del Lugareño.

El resurgimiento de la Sociedad Filarmónica en 1842 propició la organización de veladas en las que se cantaban arias, dúos y concertantes de óperas, muchas veces recién estrenadas en Europa. Por un aviso de la Gaceta de Puerto Príncipe del 12 de octubre de 1843 sabemos que por entonces se cantaban fragmentos de óperas, por ejemplo, Lucia de Lammermoor y Belisario, ambas de Donizetti. Si se tiene en cuenta que en ese mismo año se había presentado Lucia de Lammermoor por primera vez en América, en la ciudad de Nueva Orleans, y que, simultáneamente, se reestrenaba entonces en París la versión definitiva de Belisario, (pues su primera edición no había tenido éxito en su estreno en Venecia en 1836), es lícito pensar, con cierto asombro, que esta Sociedad era ya una institución cultural con un apreciable interés por mantenerse al día en un tópico que, como la ópera, era cima del movimiento escénico europeo de la primera mitad del siglo XIX; interés que, desde luego, incluía el poseer las partituras de obras estrenadas muy poco tiempo antes. Un sector importante del patriciado local vive al tanto de los acontecimientos en las grandes plazas culturales del Viejo Continente. Cuando estos personajes viajan no sólo asisten a representaciones líricas y conciertos, sino que compran partituras e inclusive tramitan contratos para que ciertas compañías y solistas tuerzan sus rutas y pasen por Puerto Príncipe. El orgullo de que la ciudad se convierta, aunque sea por unos días, en una plaza musical tan importante como Nueva York o Nueva Orleáns es un motivo de orgullo, más allá de la dosis de vanidad mundana que pusieran algunos en estos proyectos.

La institución favoreció también la composición de partituras de ciertas pretensiones, como es el caso del Requiem compuesto por los profesores don Juan Antonio Cosculluela y Fultá, y don Mariano García, en memoria de Trinidad de los Ángeles Porro, miembro de esta Sociedad y que fue estrenado durante la misa que en su memoria se celebró en la Parroquia de la Soledad, el 12 de febrero de 1847.   Hubo partes cantadas a cargo de socios de la Filarmónica: Matilde Pierra, Concepción de Piña, Josefa Martínez, Adela Sánchez, Merced Batista, Isabel García, así como el propio compositor Mariano García, acompañados por un coro y una orquesta de 22 miembros, entre los que estaban don Ignacio Torres y Mojarrieta, don José Rodríguez y don Pedro Recio Betancourt.

Es preciso convenir en que, más allá de las probables limitaciones artísticas de profesores y aficionados, era excepcional el hecho de que en el Puerto Príncipe de 1847 se pudiera contar tanto con dos compositores de música sacra, como con un elevado número de intérpretes, un coro y una orquesta capaces de enfrentar una empresa artística de esa envergadura. Posiblemente, no eran muchas las ciudades de la Isla, ni de América Latina, capaces de proponerse una celebración de ese aliento. El patrocinio de la Sociedad Filarmónica, por lo demás, permite comprender el relieve que, en la vida cultural de Puerto Príncipe, debió de alcanzar esa institución. Es por ello que el compositor santiaguero Laureano Fuentes Matons pudo afirmar en su libro “Las artes en Santiago de Cuba”:

«En 1848 visitó el autor de esta crónica la ciudad de Puerto Príncipe; tres meses después de abandonar Camilo Sivori aquel país que bien pudo llamarse la Atenas de la Isla de Cuba en cuanto a música [...]  En los dos conciertos que dimos en la Sociedad Filarmónica de Puerto Príncipe, tomaron parte las distinguidas cantantes aficionadas: Concepción de Piña de Agramonte, Martina Pierra, Isabel García, Isidora Hansson, Adela Sánchez de Carmona, Carlos Vasseur, flautista, y el señor Cosculluela, pianista.

Eran muy niñas entonces, las notables: Olimpia Cosculluela, Sofía Adán de Pichardo, Isabel Guzmán, Ana y Rosario Owen, Carmen Agramonte, Josefa San Marty (éstas dos pianistas), Catalina Estrada, Isabel e Irene Adam, Amalia Simoni, Julia Molina, Carmen Barreto, Mercedes Miranda, y el laureado pianista Emilio Agramonte. Había una orquesta excelente de veintidós profesores, formada en la Academia de San Fernando».

Páginas adelante, este mismo Laureano Fuentes  se refiere a la visita del pianista Gottschalk y Adelina Patti a Santiago de Cuba y destaca la presencia en el primero de sus conciertos de la contralto Clorinda Corvisón, de Puerto Príncipe, quien cantó el dúo " Mira, oh, Norma" junto a la Patti.

Todo esto demuestra la existencia de un potencial de cultura que, aunque no contara con figuras de primera magnitud, creaba un ambiente y propiciaba la promoción de las artes.

La música no permaneció al margen del movimiento de rebeldía política en el territorio; la insurrección de Joaquín de Agüero y sus compañeros y su fusilamiento el 12 de agosto de 1851 en la Sabana de Méndez, dejarían su huella en los compositores de la región. Al año siguiente, el pardo clarinetista de la Orquesta de San Fernando, Vicente de la Rosa Betancourt, compuso la danza “La sombra de Agüero”, que ganó gran popularidad tanto en este territorio como en Santiago de Cuba. Las bandas militares la ejecutaban bajo el título más breve — y menos comprometedor— de “La sombra”. El clarinetista de la misma agrupación, Nicolás González, compuso “Los lamentos”, también dedicada al mártir, que fue interpretada por primera vez por la principeña Luisa Porro y Muñoz  y ganó rápida celebridad en el territorio. La primera de estas obras parece haber motivado el poema juvenil de Luisa Pérez de Zambrana, "Impresiones de la Danza La Sombra", publicado en la revista Brisas de Cuba en junio de 1855.

En 1854 don Carlos Vasseur y Agüero abrió en Puerto Príncipe una Academia de Ciencias, Idiomas, Literatura y Bellas Artes, lo que incluía la música.  Vasseur era pianista y flautista y casó con su discípula Sofía Agüero, quien también hacía ejecuciones musicales. Este centro no tuvo una larga vida, pues en 1857 se trasladaron a Bayamo, donde ambos ofrecieron conciertos, y pasaron luego a Trinidad, Santa Clara y Remedios. En 1869 fue detenido y deportado por ayudar a los insurrectos y falleció en México en 1875. Su hija, Inés Vasseur, nacida en Puerto Príncipe en 1853, fue una pianista precoz que debutó a los seis años en la Sociedad Filarmónica de Santa Clara y se dedicó a la música por consejo de El Solitario. Acompañó a sus padres al destierro donde impartió clases de música, falleció en Puebla el 20 de septiembre de 1878, a los veinticinco años de edad.

En 1856, existían en la ciudad cinco Academias de Música: El Progreso, de don Felipe Palau en Santa Ana 16; San Fernando, de Vicente de la Rosa en San Francisco 4; Santa Isabel, dirigida por don Manuel Aparicio en San Diego 12; la de Pedro Nolasco Betancourt en Mayor 61, y la de don Miguel Hidalgo González en Apodaca 4. En ese mismo año una Comisión compuesta por Carlos Vasseur, Miguel Higinio González y Juan Antonio Cosculluela fue encargada de clasificar las Academias con vista a los nuevos impuestos que debían pagar. Por su dictamen, sabemos que en general estas instituciones tenían pocas ganancias, que la de Nolasco Betancourt era en realidad una agrupación familiar destinada a la música sagrada y la Hidalgo, denominada “El Genio”, era una asociación de aficionados que se reunían determinados días para hacer música y que con el exiguo producto de sus presentaciones públicas ofrecían enseñanza gratuita a sesenta y seis jóvenes blancos y pobres que asistían diariamente.

En 1858, al reorganizarse la Sociedad Filarmónica de Puerto Príncipe con bases económicas y sociales más estables, la actividad musical se vio especialmente favorecida. Así lo demuestra el homenaje ofrecido a la poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda el 3 de junio de 1860, en el que, además de la ejecución de diversos números de óperas de moda y ejecuciones al piano, fue representado el tercer acto de la ópera “Hernani” de Verdi con miembros de la institución en los roles centrales: Amalia Simoni como Elvira, Pedro López en el de Carlos V, Ricardo Hernández en Hernani, Miguel Adolfo Bello como Silva y Joaquín de Quesada encarnando a Ricardo, secundados por un coro de asociados y acompañados por la Orquesta de San Fernando. Tal empeño, como de alguna manera se ha comentado ya al valorar las sociedades de instrucción y recreo, indicaba la existencia no sólo de un grupo más o menos numeroso de personas con estudios musicales, sino también de la voluntad de estudiar y poner en escena el repertorio de moda de los teatros europeos sin temor a las dificultades que esto implicara.

Sólo por el apoyo de esta Sociedad fue explicable la presencia en Puerto Príncipe de Achille de Malavassi, italiano conocido como "El Paganini de la flauta", quien se encargó de impartir algunas clases y patrocinó dos grandes conciertos en agosto de 1860; el primero, celebrado el día 10 en la Filarmónica, fue calificado como "gran soirée musical y danzante"; el segundo tuvo como sede al Teatro Principal, bajo el nombre de "concierto vocal e instrumental"; en él participaron, además de Malavassi, el violinista venezolano Carlos Salías, el pianista José Góngora y numerosos cantantes aficionados, entre los que se destacaban: Amalia Simoni, Sofía Adán de Pichardo, Carmen Barreto, Julia Molina y  Miguel Adolfo Bello.

Según Jacobo de la Pezuela, en el año 1862 había en Puerto Príncipe dos academias de música, refiriéndose probablemente a las de Felipe Palau y Vicente de la Rosa, que eran las más conocidas. Merece consignarse que la renta señalada de 4,500 pesos (entre las dos), era superior a las de los cuatro retratistas o fotógrafos de la ciudad y muy semejante a la de las cinco parteras existentes.  

Otros profesores notables en ese período fueron: Aurelio Sariol y Silva, nacido en Puerto Príncipe en 1840, quien había estudiado en el Conservatorio de París con Stamaty y Malidan, e impartía sus lecciones en Reina 57, hasta 1871 en que decidió fijar su residencia en La Habana; Alfonso Miari y Bizarri, nacido en Módena, Italia, había llegado a Cuba en 1856 y comenzó su labor docente en Puerto Príncipe, donde contrajo matrimonio con su discípula Clorinda Agüero, llegó a ser considerado el mejor flautista de Cuba, y también se trasladó a la capital donde a inicios de la República llegó a ser profesor del Conservatorio Nacional.

Una de las figuras más relevantes de este período fue Carlos Alfredo Peyrellade, hijo del cónsul de Francia en Puerto Príncipe, Pierre Emile Peyrellade Couvert de Bois Blanc y de la camagüeyana Rufina Zaldívar de la Puerta; nació en 1840 y, como sus hermanos Emilio, Federico y Eduardo, recibió una amplia educación musical. Inició sus estudios como alumno de violín y violoncelo con el maestro danés Hansen, y, luego de la visita del pianista nortamericano Gottschalk, en 1854, decidió consagrarse a este instrumento. Dos años más tarde, cuando el virtuoso regresó al Camagüey, recomendó al padre de Peyrellade que lo enviara a La Habana para estudiar con Espadero, con el cual logró grandes progresos. Posteriormente viajó a París, donde recibió clases de piano con Stamaty, quien propició su debut en la Sala Pleyel, y posteriormente en la Sala Beethoven junto al famoso flautista belga Allard; llegó a ser pianista acompañante del Círculo de la Unión Artística de París; en 1865 regresó a Cuba y ofreció varios conciertos en Puerto Príncipe, dos de ellos destinados a contribuir a la manumisión de esclavos, entre ellos el músico y poeta negro Juan Antonio Frías. Entre 1866 y 1871 impartió clases en esa ciudad, antes de trasladarse a La Habana donde fundó el Conservatorio de Música y Declamación que pronto logró un amplio prestigio. Falleció el 9 de diciembre de 1908.  Su hermano Emilio se desempeñó también como profesor de música en Puerto Príncipe, como puede colegirse de un anuncio publicado en El Fanal en 1867, en el cual ofrece sus servicios en disciplinas tan variadas como el canto, piano, violín, idioma inglés y teneduría de libros, en su domicilio de la calle Reina no. 28.

 No se puede hablar de maestros de música camagüeyanos del siglo XIX, sin mencionar a Emilio Agramonte Piña, quien realizó estudios musicales en París con Delle Sedie y Delsarte. Impartió clases de canto y piano en Contaduría no. 65 esquina a San Ignacio—actualmente Lugareño y Hermanos Agüero—. Combatiente en la Guerra del 68, pasó a Nueva York, donde fundó en 1893 la Escuela de Ópera y Oratorio, donde se formaron cantantes como Ivonne de Treville, Ana Aguado y Emilio de Gogorza.  Martí elogió calurosamente su labor patriótica y pedagógica:

«A Emilio Agramonte tiene que venir a ver todo caído que crea que nuestras tierras valen para poco; que tenemos que beberle el aliento a los rubios del mundo; que nuestro carácter es migaja y miel. Él conoce al dedillo la música toda, y tiene el don oculto de hallarle a cada nota la pasión, de tragedia o ternura, con la que dejó caer del alma el músico; él saca el espíritu escondido de los versículos ambrosianos, la cantata normanda, la villanela medieval, el laudo corto, el recitado florentino, la sinfonía conceptuosa, la ópera triunfante. Él levanta de la sombra el arte de Norteamérica, desdeñado en su propia nación, un arte que es todavía como un paisaje de crepúsculo, con más nocturnos que alegros. Él, en su clase continua, su clase de profesores, recita, canta, explica, toca, compone a la vista del discípulo la ópera entera. Él, del trabajo del día que en su naturaleza privilegiada sólo es acicate para más trabajo, sale a la ciudad vecina a poner alma, en su gran clase de coros, a doscientas voces. Él, en lo alto de la noche, vuelve infatigable a la faena del día siguiente: al cantante que viene a pedirle, en su canto entrañable, el secreto del éxito; al Colegio de Música Metropolitano, a que da él carácter y vida; al ensayo de la Sociedad coral de autores norteamericanos: porque es él, el extranjero de la isla, el que revive la música original del país, la saca a luz en memorables fiestas, la estimula y solicita con premios. En pie atiende a todo esto, elocuente, afable, metódico, inspirado, pujante, sincero».

El propio Martí encargó a Agramonte la elaboración de la versión cantable de “La Bayamesa”, el himno de Perucho Figueredo, del que no había quedado partitura después de finalizada la Guerra del 68. El texto —conservado por Fernando Figueredo Socarrás— y la música fueron publicados en Patria,  acompañados por un artículo en cuyo estilo se ha querido reconocer el estilo del Apóstol:

«El acompañamiento del himno es de uno de los pocos que tuviesen derecho a poner mano en él, de nuestro maestro Emilio Agramonte, cuya alma fervorosa nunca se conmueve tanto como cuando recuerda aquellos días de sacrificio y de gloria en que las mujeres de su casa daban sus joyas al tesoro de la guerra, en que los jóvenes de la casa salían cuatro veces seguidas, a morir. ¡No han de ponerse las cosas santas en manos indignas! Ni quiso el maestro ilustre hacer gala de su arte en la composición; sino de respeto al himno arrebatador y sencillo. Oigámoslo de pie, y con las cabezas descubiertas!»

A las actividades musicales de la Sociedad Filarmónica habría que unir las de la Sociedad Popular de Santa Cecilia, desde su fundación en 1864; ya al año siguiente se había organizado allí una activa Sección de Música, dirigida por José Ruiz, músico mayor del Regimiento de la Reina, y Julio Mola; sus veladas incluían frecuentemente la escenificación de zarzuelas, además de las arias y canciones que era común interpretar. Entre sus grandes empeños estuvo la interpretación en sus salones del “Stabat Mater” de Rossini, el 23 de marzo de 1866, por los artistas visitantes Taffanelli y Elisa Liedemburg, con el apoyo de aficionados del Instituto;  esta obra del género sacro, marcada por el virtuosismo vocal italiano, contiene grandes dificultades interpretativas por lo que su montaje evidencia un interés especial de la Sociedad en la música de conciertos. Llegaron a contar con una orquesta propia a partir de ese mismo año, que duró hasta la primera clausura del Centro en 1868; esta fue reorganizada sucesivamente en 1880 y 1890 y acompañó diversas veladas y bailes. Una figura que no debe ser olvidada, aunque desarrollara la mayor parte de su labor fuera del territorio, es Lino Antonio Boza, nacido en Puerto Príncipe en marzo de 1840. Entre 1875 y 1877 dirigió la Banda de Bomberos de Santiago de Cuba, donde también organizó una orquesta con los mejores profesores de esta ciudad. Vinculado a actividades revolucionarias y perseguido por las autoridades coloniales, marchó a Haití y de allí a Panamá —por entonces provincia colombiana—, donde continuó su labor como maestro, compositor y director de bandas; falleció así en 1893. Aunque dejó una variada producción musical, su obra más conocida es la marcha fúnebre “Jesús”, escrita para la procesión de Viernes Santo de 1875 en Santiago de Cuba. Esta marcha obra en los archivos de numerosas instituciones musicales europeas y fue la obra escogida por la Banda de la Guardia Republicana de París para interpretarla en los funerales del mariscal de Francia, Ferdinand Foch, en 1929.

Al iniciarse la primera etapa de la guerra anticolonialista, la música se hizo presente en el campo insurrecto; el médico y músico Eduardo Agramonte Piña, quien había sido Presidente de la Sección de Música de la Filarmónica en 1866, creó los toques militares del Ejército Libertador; Vicente de la Rosa Betancourt, por entonces director de la Orquesta de San Fernando, fue el encargado de componer el Himno camagüeyano que expresaba los anhelos libertadores de esta región. En la Tercera relación de individuos que se hallan en la Insurrección, redactada por la Comandancia Militar de Puerto Príncipe en noviembre de 1869, nos informa de la presencia en las filas cubanas de varios músicos de la Orquesta de San Fernando: Tomás, Luis, Jesús y Pedro de la Rosa, Carlos María de Varona, Calixto de Varona, Ulpiano Varona, Pablo Velazco, Fermín Sifontes, Juan Bautista Agüero, Manuel Jerez, José M. de Varona; a ellos habría que añadir al músico Nicolás Espinosa y por un breve período a Carlos Alfredo Peyrellade.

Cerca del final de la contienda, es posible hallar en la prensa algunos avisos de academias o de músicos que imparten clases, aunque no con la profusión de la década anterior. La Academia de Música "La Armonía", en Santa Ana no. 54, estaba dirigida por José Manuel Rodríguez y se impartían clases de solfeo, violín, clarinete, cornetín, trombón, figle y trompa; esta institución llegó a prosperar hasta el punto de constituir una orquesta que en la década siguiente participó en bailes y veladas de la Popular. En 1877 se anuncian dos músicos pardos que estaban vinculados a la Orquesta de San Fernando —muy afectada por entonces, tanto por la situación económica como por la ausencia de muchos de sus miembros que estaban en el campo insurrecto—: Andrés Francisco Cisneros de la Rosa, residente en San Francisco no. 2, y Víctor Pacheco Zamora, con domicilio en Jaime no. 255. Este último llegó a dirigir la orquesta tras el fallecimiento de Vicente de la Rosa, ocurrido en esa década.

En la siguiente etapa de la lucha independentista tampoco la música estuvo ajena a la actividad mambisa. El 15 de noviembre de 1895, en la finca La Matilde de Simoni en Sibanicú, por entonces Cuartel General en campaña, Enrique Loynaz del Castillo, junto con otros miembros de la tropa, escribieron unos versos para responder a los insultos que las tropas colonialistas habían escrito en el inmueble; éstos fueron musicalizados por Manuel Dositeo Aguilera con la colaboración del teniente Jesús Avilés y el propio Loynaz. Así surgió el Himno Invasor, que ayudó a inflamar los ánimos durante la contienda. Fue publicado por la Revista de Cayo Hueso, dirigida por Juan Vilaró, en una versión para piano realizada por Rafael Fitz en su número del 10 de abril de 1898.

En noviembre de 1896 el General Javier de la Vega Basulto, jefe de las fuerzas insurrectas camagüeyanas, obtuvo del Generalísimo Máximo Gómez el permiso para organizar una banda de música en el Tercer Cuerpo del Ejército Libertador. Los instrumentos fueron enviados desde Puerto Príncipe por distintos comunicantes y luchadores clandestinos, como el activísimo presbítero Gonfaus Palomares. Al incorporarse Víctor Pacheco Arias a las filas insurrectas, fue designado Director con el grado de Capitán. Al finalizar la guerra decidieron continuar su labor con el nombre de Banda Libertad, pero pronto tuvieron que disolverse por falta de apoyo pecuniario. Pacheco falleció en 1910 con la amargura de esta frustración.

Dos figuras notables enlazan al Puerto Príncipe colonial con la etapa republicana: uno es el compositor y pedagogo José Marín Varona (1859-1912) quien llegaría a ser en La Habana director de la orquesta del teatro Albisu y creador de la zarzuela “El brujo”, que contiene una de las canciones imprescindibles del repertorio cubano del siglo XX: "Es el amor la mitad de la vida", fue, además, profesor notable de piano y solfeo, entre sus discípulos se cuenta otro compositor principeño de fines del siglo XIX: Gabriel de la Torre. La otra figura es Luis Casas Romero (1882-1950), quien a los diez años de edad ya figuraba en la orquesta de la Sociedad Popular de Santa Cecilia y a los 22 años era considerado uno de los más notables flautistas de América. Interrumpió su labor musical para participar en la última etapa de la guerra; concluida esta, organizó orquestas de baile y colaboró con la Sociedad Popular, en la que organizó una estudiantina. Fue el fundador de la Banda Infantil de Camagüey. Se estableció en La Habana a inicios del siglo XX, fue profesor del Conservatorio Hubert de Blanck, organizador de la Banda Musical del Campamento de Columbia y director de la Banda del Estado Mayor. Creó el género musical de la "criolla". Fue uno de los pioneros de la radiofonía en Cuba.

De este modo, por un proceso de lentas acumulaciones, un territorio que en sus orígenes parecía absolutamente ajeno al mundo del arte sonoro, llegó a hacer de él su manifestación más floreciente. La proliferación de conservatorios en el siglo XX y la labor aquí desplegada por figuras como Félix Rafols, Louis Aguirre, Jorge González Allué, por sólo citar algunos, se debe en lo esencial a esta dilatada maduración, que unas veces ha alcanzado alturas difícilmente explicables y otras ha tenido resultados más modestos, pero que siempre ha estado ligada a lo más entrañable de la identidad del Camagüey.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Muy buen articulo aunque para finializar con broche de oro se debia haber mencionado la Sociedad de Conciertos de Camaguey que a fines de los 40 y en los 50 con membresia por subcirpcion y que trajo a la ciudad figuras del calibre de Arturo Rubinstein y Jasha Haifith por citar solamente dos.

Ana Dolores García dijo...

Exactamente, Sonia. El artículo se ha concretado a épocas más pretéritas. En la primera mitad del siglo XX, Camagüey tuvo oportunidad de disfrutar de la presencia de grandes figuras de la lírica como Enrico Caruso, o cantantes internaionales de gran popularidad, Libertad Lamarque, Jorge Negrete y otros cantantes españoles muy aplaudidos en Cuba. Orquestas tales como Los Chavales de España y los Churumbeles, o el espectáculo magnífico de Coros y Danzas de España, y la compañía de variedades musicales "Cabalgata", integrada por cantantes españoles y cubanos, como Martha Pérez, que debutó en ella. Mención especial las compañías teatrales que actuaron en el teatro Principal, la que más recuerdo es la "Lope de Vega". Y desde luego, la gestión del Dr. Rodríguez Salinas y otros camagüeyanos que por durante varios años rigieron la "sociedad de conciertos de Camagüey" en la que se presentaron conciertos de artistas más famosos del mundo.