29 de julio de 2017

DON PANCHO

Siluetas camagüeyanas

Dr. Luis Cruz Ramírez


Juan Bautista Castrillón
(Don Pancho)


Largo, flaco, nervudo.
Andaba a zancadas
Por aquel entonces (la segunda década del siglo) tenía el cabello negrísimo y abundante.
El perfil judaico.
Gesticulante.
La voz resaltante, como un látigo.
Un minúsculo bigotillo sombreaba su labio riente.
Un maletín pendía de su mano hermética.
Viajante de productos farmacéuticos.
Especialmente: LA SALVITA.

Lo conocí en La Habana.
Yo regresaba de un colegio norteamericano al que me enviaron becado y al que nunca llegué: Norman Park College.

Coincidimos en el mismo hospedaje.
Y desde entonces fuimos amigos.
Él recitaba los poemas de Llorens Torres.
Yo, los versos sencillos de José Martí.
Después: Camagüey.
Allí nos encontramos.
Él seguía con su negro maletín visitando farmacias.
Yo hacía que estudiaba…

Un poco de bohemia trashumante,
Como escenario: la peña de los poetas en la antigua Plaza del Mercado de la Calle Cisneros.
Asistentes; Arturo Doreste, Iván de la Greiff, Luis Pichardo Loret de Mola, Raúl Acosta Rubio, el gallego Casal y el pintor Pérez.
Ocasionalmente nos acompañaba el Dr. Darío del Castillo y un poeta por entonces romántico y modernista y más tarde negroide y famoso.
Frente a las humeantes tazas de chocolate, espeso a base de maicena, y deglutiendo los “cuartos de pollo” (léases frituras de bacalao), se iniciaban las recitaciones.
Ahora era Arturo Doreste que decía:
«La vi dormida y rota
sobre el marfil de un piano
como una flor de carne
que marchitó el placer…»
Y narraba su inolvidable aventura del Bal Tabarín, de Florida.
De repente, la voz baritonal de Raúl Acosta Rubio rompía el silencio nocturnal con los versos de La Bandera, de Bonifacio Byrne.
Iván de Greiff, en tono colombianísimo, declamaba los versos de Julio Flores:
«Si Dios me permitiera,
¡Oh dulce anhelo…»
El gallego Casal, lleno de morriña, nos hablaba de Curros Enriquez y de Rosalía de Castro:
«Aires, airiños de miña terra…»
Luis Pichardo asentía conmovido y exclamaba:
«fundamentalmente, fundamentalmente!».
A mi memoria venían versos de Verlaine:
«Sobre el tapiz oriental
de mi alcoba oscura y fría
tengo tu fotografía
clavada como un puñal..»
Y le toca el turno a Castrillón, repitiendo los bellos versos cuyo autor jamás quiso decirnos quien fuera:
«La tristeza de la tarde
más allá de las montañas,
en el aire un bostezo de modorra
y en el mar unos temblores de plegarias…»

Y el amor llamó a las puertas del puertorriqueño trasplantado a Camagüey.
Vino en la fina presencia de una camagüeyana de rancio abolengo patriótico: Herminia de la Vega.
Un sanjuán, una mirada, una llamada telefónica, unas flores y un poema.
Eso fue todo para que cristalizara para siempre un amor ejemplar.
Y vino el hijo ansiado.
Y el poeta tornose ganadero, agricultor, comerciante, locutor, dueño de estaciones de radio y de televisión.
Consolidó el capital familiar.
Triunfó en todas su empresas.
Hizo famoso aquel dialogar con Azteca, aguardado ansiosamente todos los mediodías.
Auspició los sanjuanes y los vistió de gala.
Junto a los cantos tradicionales de “Papá Montero” y “Titina”, hizo irrumpir congas y comparsas de Oriente y La Habana.
Bongoes y cornetas chinas.
Hermanos Le Batard y Chepín Chovén.
Y los Hermanos González.
¡Cosmopolitismo de los sanjuanes!
Y Castrillón gozó del cariño y admiración de todo un pueblo que fue feliz hasta que…

De la Sierra descendió el llanto calibán.
Y la familia cubana se dispersó por todos los rincones del mundo.
Desaparecieron las empresas privadas.
Fueron confiscadas fincas, casas, comercios, y violadas las iglesias y afrentados sacerdotes y monjas.
Y Castrillón logra enviar a su hijo al exilio mientras él y Herminia preparan su salida.
Un día, manos temblorosas tocaron a las puertas de mi humilde hogar en Ciudad México.
Volvíamos a encontrarnos, esta vez, en tierra libre de verdad.
Y fueron mis huéspedes y bebieron de mi agua y comieron de mi pan.
Con amor.
Hasta que pudieron salir para Miami adonde los aguardaba su hijo.
Allá en el aeropuerto mexicano al decirnos adiós tuvimos la premonición de que aquella sería la última vez que nos veríamos.
¡Y así fue!

Llegó a Miami.
Aspiró a reconstruir su vida.
Y el destino le regala el dolor de perder a su Herminia.
Y ya no pudo más.
La soledad lo mató.
Un seis de junio se os fue.
Partió hacia la otra orilla.
Allá lo espera su amor cubano.
Y musitará a su oído:
«La tristeza de la tarde
más allá de la montaña,
en el aire un bostezo de modorra
y en el mar unos temblores de plegarias».

1 comentario:

Maggie dijo...

Hermosos recuerdos