7 de octubre de 2014

Ocurrencias de la Marquesa

Ocurrencias de la Marquesa

Por Víctor Vega Ceballos

Los títulos nobiliarios llegaron a Camagüey un poco tarde, cuando ya las ideas de independencia y libertad habían prendido en la conciencia popular, impulsadas por el viento fresco del Norte y el ejemplo de la Revolución Francesa. El sistema colonial español, que databa de siglos, comenzó a resquebrajarse. Las poblaciones costeras de Cuba se vieron inundadas por la corriente de soldados y funcionarios que escapaban de un continente convulsionado, en plena erupción separatista.

 
España, en quiebra, extremó la medida de obtener recursos económicos con la venta de nombramientos de condes y marqueses que respondían a necesidades del fisco y de la vanidad, que solo estaban acompañados de la elección del fuero jurisdiccional y del temor que inspiraba quien está investido de una dignidad superior aunque sea aparente.

Los camagüeyanos nunca tomaron en serio las preocupaciones nobiliarias. Eran campesinos a quienes costaba mucho trabajo reunir un capital y, separados del resto de la Isla y hasta del mundo por impedimentos de las comunicaciones, no tenían el marco adecuado para lucir tales lujos. El primer ennoblecido fue un señor afecto al gobierno a quien se le atribuyó, como mérito para la obtención de la gracia, haber sido delator de una conspiración, lo que le hizo odioso a sus coterráneos.  El segundo fue un mozo bien plantado que cambiaba la “p” y la “b” en “f”, que llevaba los calzones maculados a consecuencia de un spru tropical y que a su padre llamaba “Fafa Tino” en lugar de Papá Faustino, que era el nombre de su progenitor; como se hizo comprar un título para casarse con una bellísima paisana, sus rivales, en venganza, colgaron a la puerta de su morada un cartelito que decía: “El marqués de Fafatino / es un noble caballero: / tiene en la bragueta un sino / y un blasón en el trasero”.

Aunque dinero es lo que dinero vale, los camagüeyanos sabían que no era  negociable un hato de ganado por un título. La imposibilidad de llegar hasta Su Majestad con tales pretensiones, avivó el buen juicio de una gente ahorrativa, sencilla y práctica, que miraba burlescamente los escudos de armas, blasones, motes y otras zarandajas, a que tan afectos son en otras regiones.

La riqueza camagüeyana era puramente ganadera, enviando carne salada, cueros, grasas y hasta animales en pie a México y tierra firme, pero cuando en el resto de la América proliferaron cerdos y vacunos, la ganadería pasó a un plano secundario, útil solamente para el consumo local y para surtir barcos de travesía, no muy numerosos entonces.  El azúcar, el tabaco y el café, que hicieron poderosos a muchos vecinos de otras provincias, se producían en la región camagüeyana en cantidades comerciales.

La gran opulencia no correspondió a esa región central de la Isla, aunque sí la abundancia   y el bienestar que proporciona la posesión de extensos feudos, la fertilidad del terreno y la abundancia de carnes y viandas. Pero el signo fiduciario, ese elemento de cambio eficaz representativo de la riqueza, nunca abundó en la colonia que vivía en ansiedad esperando la flota de la plata y los situados mejicanos. Camagüey no participaba en esas ventajas limitadas a La Habana y un tanto a Trinidad y Santiago de Cuba..

A pesar de todo llegó el momento en que los camagüeyanos volvieron la vista a los timbres de nobleza, no por lo que representaban en la jerarquía social, sino porque conllevaban la ventaja de no ser reducidos a prisión por deudas los titulares, y poder sustraer al fuero ordinario sus pleitos y someterlos a los tribunales de la metrópoli, así como librarse de las autoridades comunes por cualquier delito cometido, con excepción del de traición y lesa majestad.  Solo por esto, algunas connotadas familias adquirieron títulos de nobleza: porque los pleitos eran costosos, interminables, y los contumaces pleitistas de la región eran arruinados por abogados y jueces.

Entre los pocos titulares camagüeyanos se hallaban don José Agustín Cisneros, primer Marqués de Santa Lucía. Su esposa era una camagüeyana reyoya, humorista de calidad, que tenía en más valimiento sus inmensas haciendas, hartas de ganados y excelentes maderas, que un título que le había costado buenas “peluconas”. Con algo de rústica y mucho de aguda, asombraba a familiares y amigos con salidas, ocurrencias y dicharachos de su cosecha, capaces de sacarle los colores a la cara a un palúdico bajo los efectos de una terciana. Respetada y temida, hacía gala de un lenguaje hiriente y mordaz, sin respetar alcurnia ni preeminencia. Tenía un vocabulario campesino que se distinguía por lo acertado y objetivo. Sus refranes tenían perfume de selva, olor de bestias en celo, fuerza primitiva.

A su marido, cuando un hábil tratante de ganado quiso venderle una torada a bajo precio, ella, con el desarrollado sentido común de su raza, se opuso al  trato con estas palabras: “Arriero que vende mula, o patea o recula”, porque adivinó la treta del venderdor. Frente a la resistencia de criados o amigos solía exclamar: “cubano y potro, que los domine otro” y a los inconformes con el bien ajeno les apaciguaba con la siguiente expresión: “La yegua que es del terreno no se la come la vaca”.

La perspicacia de esta dama era extraordinaria; veía crecer la hierba y sentía el ruido de los alelíes al abrir sus corolas. Adivinaba los manejos turbios de los funcionarios, las intrigas de abades y sacristanes, los pensamientos pecaminosos de su mundo provinciano. Su casa, amplia y cómoda, sin más lujos que los de su mesa abastecida, estaba abierta para socorrer a necesitados y dolientes, y también para recibir a los personajes investidos de autoridad, no solo para rendirles pleitesía, sino para descubrir las ocultas intenciones y malsanos propósitos que abrigaran.

Cuando el señor Vázquez, un amable viejecito que había gobernado con más suavidad que inteligencia, fue sustituido por el coronel Carmelo Martínez, un desventurado mandón, a quien los camagüeyanos llegaron a odiar, amargándole la vida con acusaciones, octavillas, pasquines, anónimos, ensaladillas y maldiciones, tratándolo de Mazorral, motolito, zaguango, embustero y ladrón, la casa escogida para la recepción de “entrada” fue la de los Marqueses de Santa Lucía, que si no era la mejor de la ciudad, al menos daba comida con generosidad y vinos de las mejores bodegas españolas. El reducido núcleo de la buena sociedad se deshizo en atenciones al invitado de honor, y sus componentes esperaban “la salida de la Marquesa” como el mejor  manjar del banquete, que no tardó en producirse; porque cuando el inédito gobernador besó la mano de la anfitriona y le dirigió la frase habitual: “¿Cómo está, excelentísima señora?”, la intrépida contestó, con cierto retintín: “Aquí, domando potros”. Un tanto confundido, don Carmelo preguntó: “¿Es que doma  usted las crías de sus haciendas?” “No, señor, repuso ella, domamos gobernadores, porque de España venís cerreros, y apenas os hemos domado os llevan a otras partes, renovando nuestros trabajos”.  Algunos afirmaron que la distinguida señora había llamado bestia al gobernador ya sus predecesores y sucesores, y leyeron en sus expresiones la inconformidad y el temor de todo gobernado ante un nuevo mandante.

Pero no podemos, a tantos años de distancia, meternos en esas averiguaciones. Baste saber que el hijo de ese matrimonio: don Salvador Cisneros Betancourt, fue un connotado libertador, Presidente de la República en Armas, Senador de la Cuba soberana, convencido demócrata, único titular a quien sus devotos paisanos  jamás apearon el tratamiento, porque para ellos era un verdadero Marqués, que había ganado el título por acciones de guerra y en las lides gloriosas de la paz.

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