El
Aura Blanca
Por Gertrudis Gómez de Avellaneda
En el
suelo, para mí querido, que riega el umbroso Tínima con sus cristales sonoros;
en aquellas fértiles llanuras que señalan el centro de la Antilla reina, y en
la que se asienta la noble ciudad de Puerto Príncipe, que plugo al cielo
destinarme por patria, vivía en los ya remotos tiempos de mi infancia un
venerable religioso de la orden de San Francisco, a quien el vulgo llamaba
comúnmente Padre Valencia por la
circunstancia de saberse había nacido a las orillas del Turia.
Gozaba
aquel varón de general cariño en el país, y nada, a la verdad, era más justo;
pues en los muchos años que había pasado en él, no hubo, sin duda, un día
siquiera en que no derramase a manos llenas sus servicios y bendiciones entre sus
moradores.
Si se
alteraban en alguna familia la paz y concordia doméstica, allí aparecía, como
llevado por la mano de Dios, el respetado Padre Valencia, y los sabios
consejos, las paternales exhortaciones, las afectuosas súplicas pronunciadas
por aquella voz llena de dulzura, restablecían sin tardanza la tranquilidad y
la armonía.
Si
opuestos intereses o encontradas opiniones suscitaban enemistades sangrientas
entre algunos vecinos, amagando rencores y venganzas, el pacífico padre
Valencia se presentaba al punto como mediador en la contienda, y la poderosa
influencia de aquel espíritu evangélico, conciliador y amoroso, dominaba, como
por encanto, las iracundas pasiones, y hacía encontrar medios de transacción y avenencia.
Si
escandalosos desórdenes de algún pecado público sublevaban las conciencias
timoratas, poniendo acaso en peligro la conservación de las buenas costumbres,
el padre Valencia hallaba pronto delicados e ingeniosos medios de ponerse en
amistosa comunicación con el causante del daño, y jamás pasaba mucho tiempo sin
que, al contacto de aquella vida purísima, se viese trocado el libertinaje en
ejercicio de austera penitencia.
Si
ocurría en nobles o plebeyos, en ricos o pobres, alguna pérdida irremediable,
algún infortunio acerbo, nunca dilataba el padre Valencia el ir a mezclar sus
lágrimas con las que derramaban los pacientes, y el bálsamo de sus palabras consoladoras cicatrizaban
eficazmente las heridas crueles del corazón.
En
una palabra, aquel hombre y humilde fraile había llegado a ser la visible
providencia de todo el pueblo, donde ningún conflicto, público o privado,
dejaba de buscar y de encontrar remedio, o alivio por lo menos, en la inmensa
ternura de su caridad cristiana.
Existía
empero, una plaga terrible, cuyo tristísimo espectáculo se presentaba a cada
paso a su vista, sin que alcanzase el santo varón medios de remediarla.
Los
leprosos vagaban por las calles, cuyo ambiente corrompían con la pestilencia de
sus llagas, pidiendo por amor a Dios una limosna, que ni aun las personas más
piadosas podían tenderles sin apartar sus ojos del repugnante aspecto. Aquellos infelices seres, peligrosos para la
salud pública, se multiplicaban de día en día a pesar de perecer en gran número
hacinados en inmundos e ignorados tugurios, a los que la ciencia médica no
llegaba nunca para proporcionarles algún alivio, y ni aun la misma religión
acudía siempre para ofrecerles, en sus últimos momentos, auxilios espirituales.
Sólo
el padre Valencia descubría y frecuentaba tales receptáculos de miseria, tales
focos de infección, haciendo sus delicias de la difícil asistencia de enfermos
tan asquerosos; pero bien comprendía que no bastaba toda su abnegación personal
para asegurarles los recursos y consuelos de que tanto necesitaban.
Afligíale
no poco esta desalentadora idea, hasta que amaneció un día en el cual,
iluminado de súbito por la divina inspiración, se echó a los hombros una jaba
de pordiosero y comenzó a recorrer la ciudad pidiendo de puerta en puerta una
pequeña moneda para la fundación de un grande hospital de lazarinos.
Cualquiera
podría reirse de empresa tan descabellada en apariencia: ¿cómo imaginar posible
la reunión de fondos suficientes para construir, establecer y conservar un
asilo de tal importancia, con el solo recurso de la cuestación pública, en una
ciudad donde son poco numerosos los pingües caudales? La esperanza era verdaderamente absurda según
las probabilidades del juicio humano; pero para la fe del padre Valencia se
presentó realizable, y se realizó, en efecto.
Algunos
años le bastaron para levantar desde el cimiento vasto y hermoso edificio que
hace y hará eternamente bendecir su memoria a la ciudad del antiguo Camagüey, y
en el cual fueron acogidos, con general aplauso, centenares de enfermos de
ambos sexos que hallaron en aquel aislado y saludable albergue, bajo la
inmediata dirección del digno fundador, todas las comodidades y aun todos los
goces compatibles con su situación.
Las
bendiciones del cielo que acompañaban constantemente al admirable franciscano,
hicieron prosperar cada día más, mientras él estuvo a su frente, aquel hospital modelo del que se
enorgullecía Puerto Príncipe; pero llegó al cabo el inevitable momento de ser
llamado el padre de los míseros leprosos a las regiones felices, donde le aguardaba
el premio de sus heroicas virtudes y no pasó mucho tiempo sin que se sintiese
dolorosamente su falta, a pesar del empeño con que todos los buenos y generosos
vecinos del país procuraron impedir la decadencia de aquella institución,
necesaria, más que en ninguna parte, en un suelo donde la elefancia y sus
semejantes han tenido épocas de propagación espantosa.
Pero
cuando verdaderamente empezaron las graves dificultades fue al llegar el año en
que, por concurso fatal de circunstancias que no es del caso detallar, hubo
grandísima escasez y carestía en toda la provincia central de la Isla de
Cuba. Viéronse entonces bandadas
famélicas de mendigos popular por las calles, poniendo en contribución
indispensable a las clases acomodadas, que, afectadas también por la crisis que
atravesaba el país, apenas podían con los incesantes recursos de la limosna
aplacar el hambre de la indigente muchedumbre, y, como puede adivinarse, el
asilo de los leprosos se resintió profundamente del estado general de penuria.
Habituados
a la abundancia y al regalo que había sabido proporcionarles el próvido
fundador, sobrellevaban mal los acogidos a tantas privaciones como entonces fue
preciso imponerles, y que iban aumentándose de día en día hasta el punto de
hacerles temer verse en la triste necesidad de abandonar el techo hospitalario
bajo el cual habían esperado terminar descansadamente su desgraciada
existencia. En tan terrible conflicto,
acudían llorosos al modesto sepulcro que guardaba entre ellos las cenizas de su
inolvidable bienhechor, invocando fervorosamente a su bienaventurado espíritu
para que los socorriese desde el cielo donde no dudaban habitase.
Crecían,
sin embargo, los apuros; la administración del hospital había agotado todos los
recursos de su celo y de su inteligencia y no sabía ya de qué medios valerse
para que no faltase totalmente el sustento a los numerosos enfermos, cuyas
quejas y lamentaciones acrecentaban las amarguras de sus ánimos en medio de tan
insuperables dificultades.
Hubo
una mañana en que, cerca de las doce, aún no habían podido desayunarse los
pobres lazarinos, quienes, echados tristemente sobre la yerba que crecía en el
ya arrasado huerto del establecimiento, recordaban con lágrimas aquellos
tiempos pasados en que tropas canoras de los vistosos pájaros tropicales venían
cada mañana a sus plantas para recoger las abundantes sobras del pan de su
desayuno. ¡Ay! -decían- ahora no acuden sino carnívoras auras como esperando
nuestros cadáveres para saciarse con ellos.
Y, en
efecto, veíanse recorriendo el huerto, con lentos y con cautelosos pasos
multitud de aquellas aves pestíferas, de fúnebre color, que recuerdo me
causaban, cuando niña, pavura supersticiosa.
El
aura, o gran buitre cubano, es indudablemente, queridos lectores, como acaso lo
sabréis, una de las raras excepciones que se conocen entre las variadas
familias de hermosas aves indígenas. Su cabeza, de un rojo amoratado, presenta
excrecencias castrosas por las cuales ha merecido se le designe con la
calificación de tiñosa; su corvo pico y sus afiladas garras, teñidas de color
sanguinolento, exhalan como todo su cuerpo la fetidez de las carnes
corrompidas, que son su habitual pasto; y sus alas de un color negro verdoso y
deslustrado, forman al batir el aire, cierto rumor siniestro que parece marcar
un compás fúnebre.
Sucedió,
empero, que el día a que nos referimos, y mientras los acogidos del hospital
contemplaban con disgusto aquel lúgubre cortejo, que los acompañaba en su
soledad, como para hacérsela más triste, apareció de repente entre la obscura
bandada, una ave desconocida del mismo tamaño y de la misma forma que las
auras, pero contrastando con ellas de una manera asombrosa. Blanca cual el
cisne, ostentaba en su cabeza, como en sus pies y en su pico, el color
esmaltado de la rosa, teniendo, además, en vez de los huraños ojos de la
familia a que parecía pertenecer por su figura, los dulces y melancólicos de la
paloma torcaz.
Sorprendidos
los leprosos a vista de tan nueva y súbita aparición, se acercaron a ella
llenos de curiosidad, y ¡cosa rara! la tropa de negras auras levantó al punto
el vuelo, como espantada; pero el aura blanca, lejos de huir, se dejó coger
mansamente, y aún pareció querer acariciar con su suave aleteo, las llagadas
manos que la aprisionaban.
Al
día siguiente corría por Puerto Príncipe el conmovedor relato. Decíase que el
alma del padre Valencia, tantas veces invocado en medio de crecientes angustias
por sus pobres hijos los lazarinos, había bajado a ellos en forma de un ave extraordinaria
a la que todos convenían en llamar aura blanca.
La
novedad del suceso despertó de tal manera el interés general, que hubo de
hacerse la exhibición pública del ave, poniendo precio a la entrada; fue tan
grande la afluencia de gente, que en pocos días se recaudó considerable suma,
suficiente para subvertir a las urgentes necesidades del hospital de San
Lázaro.
Pero
no quedó en esto. El aura blanca, paseada en una jaula
dorada por muchos de los pueblos de la isla, y excitando en todos curiosidad vivísima,
los puso en contribución voluntaria a favor del establecimiento,
proporcionándole salir al cabo felizmente de todos sus apuros y entrar en un
nuevo período de prosperidad y holgura.
De
este modo, según la vulgar creencia, el caritativo fundador proveyó, aún
después de muerto, al sostenimiento de sus acogidos, quienes celebraron en la
aparición del aura blanca visible milagro, comprobador de la santidad y
eterna bieaventuranza de aquella alma bienhechora.
¿Qué
se hizo el ave milagrosa terminada su misión?…
Nadie ha podido decírmelo con certeza, por más que he procurado
indagarlo; pero si estas desaliñadas páginas son algún día leídas por mis
amados compatriotas, ninguno de ellos negará su testimonio a la verdad del
hecho, que he querido consignar entre mis leyendas como homenaje de respeto a
la memoria del venerable religioso que tantas veces me bendijo en mis primeros
años, y como recuerdo indeleble del hermoso país en que se meció mi cuna.
Nota al margen:
El historiador camagüeyano Miguel A. Rivero Agüero
publicó al respecto la siguiente nota, aparecida hace años en la revista
"El Camagüeyano" que editaba en Miami la Dra. María Antonia Crespí:
El
Dr. Emiliano Barrios, en el folleto que en 1938 dedicó al Centenario del Padre
Valencia, nos da los detalles siguientes respecto al destino del aura blanca:
"El aura blanca que inspiró la brillante leyenda de "La
Avellaneda", se encuentra en el gabinete de Historia Natural del Instituto
Provincial de Matanzas, habiendo resultado estériles cuantos intentos se
realizaron para lograr traerla a nuestra ciudad".
El
Dr. Federico Biosca Giroud inició un formidable movimiento de opinión para que
el Gobierno intercediera en este asunto de tan singular interés para Camagüey,
pero sin resultado favorable. El
Instituto de Camagüey tiene un bellísimo ejemplar de aura blanca, que en el
orden artístico vale mucho más que el de Matanzas, a cuya ciudad se le ha
ofrecido sin éxito como permuta.
Nota adicional, aparecida en el Foro de “Camagüeyanos por el Mundo”
Puesto por Carlos Wotzkow en
Julio 01, 2003 | 11:44:13
Estimados todos,
Con gran placer he visto que
publicaron ese precioso texto de Avellaneda sobre el Aura Blanca. Como que yo
la he visto y trabajado con ella, les incluyo una cumplida respuesta a la
maravillosa escritora camagüeyana, pues nadie mejor que ustedes para saber el
final feliz de ese legendario ejemplar. A juzgar por el estado de las
instituciones y museos de Cuba, sería muy conveniente su devolución inmediata a
su provincia de origen, pues el museo polivalente de Camagüey está mucho mejor
atendido que el de Matanzas.
Con aprecio
Carlos Wotzkow
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Sobre el Aura de Camagüey
"Pero lo que a nosotros
nos preocupaba, era lo mismo que lamentaba la insigne escritora. O sea, el no
saber dónde localizar el raro ejemplar. De una nota publicada en la revista
"La Lucha" con fecha 22 de Julio de 1924 (Lavastida 1924), es posible
dar hoy una completa respuesta a la inquietud de Avellaneda. El señor Don José
Gómez, dueño de la tienda de ropas "La Norma" llevó a Matanzas al
aura blanca desde la ciudad de Puerto Príncipe. Luego, se la regaló al sabio
naturalista matancero Don Francisco de Ximeno para que este la disecara. Sin
embargo, el ave estaba en tan deplorable estado que fue necesario esperar a que
tuviera un nuevo plumaje para practicar la taxidermia, lo que efectuó Don Félix
García Chávez en 1873.
Posteriormente, esta aura pasó
a ser propiedad del Dr. José María Angulo Heredia y más tarde, la adquirió el
Instituto de Matanzas. Con el triunfo de la Revolución el ave pasa a formar
parte de las colecciones del Museo Matancero y de este, a la librería "El
Pensamiento" en la ciudad yumurina. En 1980 el ave es exhibida al público
en el Museo Oscar Ma. de Rojas, Cárdenas (Ramírez 1984), y en 1986 se le
efectua una limpieza con trementina que le deja el plumaje amarillento. En
1989, el primer autor (Wotzkow) relocaliza al ejemplar en el Museo Polivalente
de Matanzas donde ordena su limpieza y restauración a especialistas del Museo
Nacional de Historia Natural de La Habana. A pesar de tener 120 años, el
legendario Cathartido mantiene un aceptable estado de conservación, pues sólo
posee muy deterioradas las falanges."
Tomado del manuscrito "Natural History of Cuban
Raptors" (book in progress) by Carlos Wotzkow & James W. Wiley
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