21 años en la puerta del cementerio
P. Osvaldo Cambra Casalís
He vivido 21 años en “la frontera”, en una
ubicación única entre “la vida” y “la muerte”. Simplemente he sido el sacerdote
de la iglesia del Cristo durante rodos estos años. Por tanto, he permanecido 21
años en la puerta del cementerio de Camagüey.
He visto pasar cadáveres de ricos y pobres,
creyentes y no, con gran acompañamiento de personas o solos, con muchas coronas
de flores y sin ninguna. He visto rostros afligidos y pensativos de padres,
hijos, familiares y amigos. He escuchado y acogido su dolor. Después, al pasar
los días y los meses, los he visto con flores en sus manos delante de una
tumba, meditando, rezando, o simplemente allí. Y salta una pregunta: ¿qué queda
para que la memoria no borre los recuerdos y saque los sentimientos profundos
del corazón y los vuelva a reunir?
La persona humana, insaciable de felicidad, crea o
no, busca trascender, perpetuarse, romper la barrera que el tiempo vital nos
concede. La realidad de tener que morir provoca dos posturas o actitudes:
aceptarla como un punto y seguido
(comenzamos a vivir la vida eterna), o como un
punto final (todo se acabó, ya no hay nada). A la mente me viene aquella
cita de José Martí: «La tumba es camino y no final».
La experiencia vivida me ha enseñado que en cada
hombre o mujer hay un sentido esperanzador de que la vida no puede ser
tronchada, que estamos llamados a la plenitud. La Biblia, en el Segundo Libro
de los Macabeos, (12, 43-44) nos habla sobre la esperanza más allá de la
muerte: “…ofrecieron un sacrificios
inspirados por la creencia de la resurrección, pues si no hubieran creído que
los compañeros caídos iban a resucitar, habría sido cosa inútil y estúpida
rezar por ellos”.
Nosotros
hoy, porque creemos en Jesucristo, Señor de la Vida, que murió y resucitó “el
primero de todos” y porque confiamos en lo que nos dijo: «El que cree en mí, no
morirá para siempre», oramos por los difuntos, confiados también en la
misericordia infinita de un Dios que envió a su Hijo único, Jesucristo, a “dar
vida, y vida en abundancia”
Es
por eso que el pasado Día de los Fieles Difuntos, (2 de noviembre) hemos rezado
por nuestros difuntos. También por aquellos difuntos por los que nadie reza o
no se acuerdan de rezar. para mi, durante 21 años, cada día era un 2 de
noviembre. Y a pesar de “vivir en la frontera”, el tener que morir no ha sido
para mí un signo de derrota y pesimismo, sino de gozo esperanzador. Un día ante
la muerte de unos amigos, escribí:
Los aires del otoño hicieron
volar las hojas secas del árbol,
y las vi correr por las calles
de la vida
en loca huida hacia las fosas
enmohecidas…
Y así un año, otro… un día.
otro…
Después del desgarramiento
brutal del viento,
después de la locura
precipitada,
después del confundirse eterno,
después del adiós,
después de la victoria cruenta
de la tarde, espesa,
la noche se vuelve sol
refulgente,
lo sin sentido se recubre de
esperanza
en el verde floreciente que se
hace ternura
cubriendo el tronco recio en un
lecho de hojas frescas”.
Reproducido del Boletín Diocesano de Camagüey, Nº 55
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