11 de octubre de 2013

21 años en la puerta del cementerio


21 años en la puerta del cementerio

P. Osvaldo Cambra Casalís
 
He vivido 21 años en “la frontera”, en una ubicación única entre “la vida” y “la muerte”. Simplemente he sido el sacerdote de la iglesia del Cristo durante rodos estos años. Por tanto, he permanecido 21 años en la puerta del cementerio de Camagüey.
 
He visto pasar cadáveres de ricos y pobres, creyentes y no, con gran acompañamiento de personas o solos, con muchas coronas de flores y sin ninguna. He visto rostros afligidos y pensativos de padres, hijos, familiares y amigos. He escuchado y acogido su dolor. Después, al pasar los días y los meses, los he visto con flores en sus manos delante de una tumba, meditando, rezando, o simplemente allí. Y salta una pregunta: ¿qué queda para que la memoria no borre los recuerdos y saque los sentimientos profundos del corazón y los vuelva a reunir?
 
La persona humana, insaciable de felicidad, crea o no, busca trascender, perpetuarse, romper la barrera que el tiempo vital nos concede. La realidad de tener que morir provoca dos posturas o actitudes: aceptarla como un punto y seguido (comenzamos a vivir la vida eterna), o como un punto final (todo se acabó, ya no hay nada). A la mente me viene aquella cita de José Martí: «La tumba es camino y no final».
 
La experiencia vivida me ha enseñado que en cada hombre o mujer hay un sentido esperanzador de que la vida no puede ser tronchada, que estamos llamados a la plenitud. La Biblia, en el Segundo Libro de los Macabeos, (12, 43-44) nos habla sobre la esperanza más allá de la muerte: “…ofrecieron un sacrificios inspirados por la creencia de la resurrección, pues si no hubieran creído que los compañeros caídos iban a resucitar, habría sido cosa inútil y estúpida rezar por ellos”.
 
Nosotros hoy, porque creemos en Jesucristo, Señor de la Vida, que murió y resucitó “el primero de todos” y porque confiamos en lo que nos dijo: «El que cree en mí, no morirá para siempre», oramos por los difuntos, confiados también en la misericordia infinita de un Dios que envió a su Hijo único, Jesucristo, a “dar vida, y vida en abundancia”
 
Es por eso que el pasado Día de los Fieles Difuntos, (2 de noviembre) hemos rezado por nuestros difuntos. También por aquellos difuntos por los que nadie reza o no se acuerdan de rezar. para mi, durante 21 años, cada día era un 2 de noviembre. Y a pesar de “vivir en la frontera”, el tener que morir no ha sido para mí un signo de derrota y pesimismo, sino de gozo esperanzador. Un día ante la muerte de unos amigos, escribí:
 
Los aires del otoño hicieron volar las hojas secas del árbol,
y las vi correr por las calles de la vida
en loca huida hacia las fosas enmohecidas…
Y así un año, otro… un día. otro…
Después del desgarramiento brutal del viento,
después de la locura precipitada,
después del confundirse eterno,
después del adiós,
después de la victoria cruenta de la tarde, espesa,
la noche se vuelve sol refulgente,
lo sin sentido se recubre de esperanza
en el verde floreciente que se hace ternura
cubriendo el tronco recio en un lecho de hojas frescas”.

Reproducido del Boletín Diocesano de Camagüey, Nº 55

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