9 de julio de 2014

Ntra Sra de la Caridad llevó la música a Pto. Príncipe



Nuestra Señora de la Caridad
llevó la música a Puerto Príncipe

Roberto Méndez Martínez

El 2 de febrero de 1514, cuando un puñado de hombres al mando de Diego de Ovando, fundó en la Punta del Guincho, la villa de Santa María del Puerto del Príncipe, puesta bajo la advocación de Nuestra Señora de la Presentación, más conocida como La Candelaria, Patrona de Islas Canarias, estaba dando inicio, sin saberlo, a la profunda vocación mariana de este territorio, que se ha puesto de manifiesto a lo largo de estos  cinco siglos y que nada ha podido borrar.
 
Cuando la villa fue refundada tierra adentro, hacia 1528, no solo se mantuvo en su Parroquial Mayor su advocación a La Candelaria, sino que muy pronto fue surgiendo un elevado número de grandes templos o capillas, muchos de los cuales estaban bajo la advocación mariana: las ermitas de Nuestra Señora de Altagracia y la de La Candelaria, los templos dedicados a Nuestra Señora de La Merced, de La Soledad y La Caridad, a lo que lógicamente podría agregarse la parroquia de Santa Ana, madre de Nuestra Señora. Ya en el siglo XX, el hermoso vitral se completaría con las capillas dedicadas a Nuestra Señora Reparadora, a María Auxiliadora, a Nuestra Señora de Montserrat (Patrona de Cataluña) y a Nuestra Señora de Fátima.

La proximidad a estos templos o las devociones particulares de ciertos vecinos, hicieron que también el complejo entramado urbano citadino, se poblara de calles con nombres marianos: Candelaria (hoy Independencia), Soledad (Ignacio Agramonte), Merced (Lope Recio), Avenida de la Caridad (Ave. de la Libertad), Nuestra Señora de Loreto (Hospital), Nuestra Señora del Carmen (Marín Varona). Pero esto no se limitaba a la zona urbana, los vecinos también acostumbraron a denominar sus haciendas, potreros o sitios de labor con un nombre mariano; proliferaron las fincas llamadas La Purísima, La Candelaria, Nuestra Señora de las Mercedes, El Carmen, Loreto, que en algunas casos son todavía hoy nombres de granjas o poblados.

En la vida cotidiana, la presencia de la Virgen era constante. Las personas acostumbraban, al abrir la puerta de su casa a un visitante o al encontrarlo en la calle, saludarle con un “¡Ave María Purísima!”. Era usual el rezo del Ave María antes de dejar el hogar, al amanecer, a la hora de dormir o en el momento de emprender un viaje. Así mismo era frecuente el rezo del rosario en familia, en los hogares, como última actividad antes de retirarse a descansar. Las horas en la villa estaban marcadas sobre todo por el toque de campanas para el Ángelus, a las doce del día y al oscurecer, y en ambos casos las personas se detenían en la vía pública o en su trabajo para rezarlo. Había cofradías para el rezo del Rosario de la Aurora, que se realizaba por las calles al amanecer y en determinadas festividades, había también un rosario nocturno, a la luz de las velas, que recorría la villa, con un carácter mayormente penitencial.
 
También los festejos en el territorio estaban signados por la presencia de la Madre de Dios. Eran especialmente solemnes las fiestas dedicadas a Nuestra Señora de La Merced (24 de septiembre), celebradas en el templo que le estaba dedicado, con procesión y música, que continuaban luego en la plaza ubicada ante él con corridas de toros, torneos a caballo y otras diversiones, no le iban detrás en importancia las consagradas a Nuestra Señora de la Soledad el Viernes de Dolores y a Nuestra Señora del Carmen el 16 de julio, esta última, aunque muy antigua en el territorio, ganó especial solemnidad en la última década del siglo XlX con la presencia de los padres carmelitas en la ciudad, aunque existía un templo bajo su advocación, adjunto al hospital de mujeres, edificado por fray José de la Cruz Espí, franciscano más conocido como el padre Valencia y abierto al culto en 1829.

Una costumbre que se ha perdido en el tiempo es la de celebrar, como los antiguos camagüeyanos, la “Nochebuena chiquita”, nombre que se dio a la cena familiar del 8 de diciembre, fiesta de María Inmaculada, que se realizaba después de la misa en la parroquia de Nuestra Señora de La Soledad y de la procesión vespertina, conformada por muchachas solteras, vestidas de blanco y ceñidas con una banda azul celeste, que se conocía popularmente como “procesión de las puras”.

Mas la festividad que definía al territorio era la Feria de la Caridad, que se celebraba durante el novenario y fiesta de la que llegaría a ser proclamada Patrona de Cuba. Casi toda la ciudad se volcaba en esos días hacia la barriada de La Caridad y además de asistir a misa participaba en rifas, bailes, banquetes, serenatas y bromas variadas, que han sido muy bien descritas por el escritor José Ramón de Betancourt en su novela “Una feria de la Caridad en 18…”

 
Pocos recuerdan, sin embargo, que la llegada de los primeros músicos de que se tenga noticia en el territorio está relacionada con el culto a la que llegaría a ser Patrona de Cuba. La historia es esta.

Silenciados los instrumentos aborígenes y perdida toda traza de ellos junto con sus poseedores, ¿qué se escuchaba en aquellas dilatadas llanuras hasta avanzado el siglo XVIII? En los campos, los cantos de trabajo que acompañaban las labores de los monteros en los hatos y las de los agricultores en los sitios o estancias y en días de fiesta, los rasgueos de guitarra y laúd que animaban las primeras fiestas donde los ritmos tienen raíz canaria o andaluza.

Limitada la esclavitud africana casi exclusivamente al ámbito doméstico, sus tambores y danzas tienen menos fuerza y oportunidad de mostrarse en público que en el occidente de la Isla y solo llegarán a dominar el ámbito de ciertos barrios marginales donde irán asentándose los negros libertos a lo largo del siglo XVIII y en los que irán apareciendo ciertas formas de asociación como los “cabildos de nación” en los que la música –mezcla de rituales cristianos y de ritmos provenientes del África– tiene un lugar importante.

En la villa, además de los pregones que llenan las calles desde el amanecer hasta la hora del Ángelus, de las campanas de los templos que fijan las horas del día, así como las celebraciones y duelos, no hay más sorpresas en este ámbito sonoro que la proclamación de ciertos decretos y cédulas del Gobierno, pregonados con acompañamiento de redoblantes o “cajas” y quizá algún clarín solitario. No hay noticia de que vecino alguno tuviera en su casa instrumentos de teclado, fuese clavicordio o clavicémbalo y para dominar el tedio de las largas tardes de domingo estaban el laúd, la guitarra y alguna gaita conservada por algún nostálgico hijo de Galicia. En los templos, los cantos litúrgicos dependían del dominio y respeto que cada clérigo pudiera tener de las antiguas normas del canto llano.

Tantas ausencias vienen a suplirse quizá con la poesía. Silvestre de Balboa, ese canario sumido en las brumas del mito, demuestra en su Espejo de paciencia un amplio conocimiento de los más diversos instrumentos, tanto autóctonos como provenientes de la tradición europea y con ellos “inventa” unos hiperbólicos festejos de las clásicas deidades del bosque en honor del obispo Altamirano:

Al son de una templada sinfonía, Flautas, zampoñas y rabeles ciento
Delante del pastor iban danzando,
Mil mudanzas haciendo y vueltas dando. […]
Suenan marugas, albogues, tamboriles,
Tipinaguas, y adufes ministriles.


Pero, alrededor de 1608, cuando se escribe el poema, no había en todo el territorio los cien rabeles de esa orquesta mítica, ni siquiera suficientes tamboriles y marugas o maracas para que esta tuviera mediana dignidad.

En pleno siglo XVII, es posible colegir de los documentos eclesiales conservados, la alternancia de las misas cantadas o solemnes con la rezadas o comunes. La investigadora Amparo Fernández Galera ha sacado a la luz, por ejemplo, la refundación en 1682 de la capellanía del alférez Juan de Guevara y su mujer doña Ana de Zayas, en la cual se estipula como obligación del capellán de la Parroquial Mayor, el cantar cinco misas cada año, en fechas previamente señaladas, por las ánimas de los imponentes y sus familiares, a cada una de estas celebraciones correspondía una limosna de veinte reales con la obligación “de pagar la canturía”.
No puede derivarse de esto que se tratara de cantores seglares, contratados para la ocasión, sino de los clérigos que servían en estas misas y que servían de interlocutores al celebrante en el canto antifonal del oficio, como se dice de modo más explícito en el testamento otorgado por don Lope de Zayas Bazán en 1644, quien dispone que el día de su entierro se le diga “misa cantada de cuerpo presente con diácono y subdiácono con su vigilia de nueve lecciones y ofrenda de pan, vino y sera [sic], de parecer de mis albaceas, y se paga de mis bienes la limosna acostumbrada”.

La primera vez que puede documentarse que Puerto Príncipe disfrutó de la actuación de músicos profesionales fue el 8 de septiembre de 1734, cuando con motivo de la consagración de la Ermita de la Caridad, vinieron seis músicos de la Capilla de la Catedral de Santiago de Cuba para acompañar el acto. Una de las familias notables del territorio, la conformada por don Carlos de Bringas y de la Torre y doña Juana de Varona Barrera, había hecho edificar un templo dedicado a la Virgen de la Caridad, en aquel año, de su propio peculio. Era una construcción modesta, de una sola nave, que años después ampliarían sus hijos Diego Antonio y Catalina, con dos galerías laterales de arcos, para que llegara a tener tres naves.

Fue uno de los primeros templos levantados en el interior de la isla en alabanza de la Virgen Morena, que pronto se vio lleno de gran número de devotos, tanto de la región como de villas vecinas, y testigo de varios hechos históricos, pues fue el sitio escogido por el patriota Joaquín de Agüero y Agüero para asistir a la eucaristía antes de alzarse en armas en San Antonio Jucaral contra el gobierno colonial el 4 de julio de 1851; también allí se hicieron presentes algunos oficiales y soldados insurrectos para agradecer a Nuestra Señora el fin de la Guerra de Independencia en 1898, antes de entrar oficialmente en la ciudad cabecera. Actualmente, con su edificio muy modificado a lo largo del siglo XX, es la cabecera de una importante y extensa parroquia regida por los padres salesianos.

Según escribiera Raúl Juárez Sedeño en El Camagüey legendario, fue el sacerdote don Ubaldo de Arteaga, párroco de Nuestra Señora de la Soledad, el encargado de la ceremonia de consagración del templo y quiso hacerla “a lo grande”, por lo que invitó a trasladarse desde la sede episcopal de Santiago de Cuba a fray Francisco Buenaventura Teje, quien representaba al obispo fray Juan Lazo de la Vega, así como al chantre, al maestrescuela y a seis músicos de la capilla de aquella catedral.


Aunque la descripción de estas solemnes fiestas no abunda en detalles musicales, puede inferirse que en la ceremonia eclesiástica se escucharon los reglamentarios cantos gregorianos, quizá con más solemnidad que de costumbre, por la presencia del chantre y el maestrescuela de la capilla catedralicia, quienes por su oficio debían dominarlo a cabalidad, así como determinados interludios instrumentales a cargo de los músicos.

Una vez consagrado el templo, hubo un gran banquete en un cobertizo cubierto de hojas de palma delante del templo donde los clérigos invitados y residentes, así como la familia Bringas y el resto de los notables de la ciudad participaron en un banquete en el que se sirvieron no solo cerdos asados enteros, sobre yaguas, sino otras delicias de la comida local como el salpicón de carne, la ensalada conocida como adobo, sin olvidar las empanadas, los quesos criollos, los postres de receta española o local y todo sazonado por las barricas de aguardiente y vino. La fiesta se prolongó luego en cantos y bailes, que irían a constituirse en la primera de las ferias de la Caridad conocidas, por lo que no es difícil suponer que los músicos invitados, como era común en la época, dejaron a un lado los sones religiosos para lanzar al aire otros más profanos. Por entonces, en nuestra isla, la música era toda una, dentro y fuera de los templos.

El interés por el arte sonoro fue extendiéndose a partir de entonces. En 1756, cuando el obispo Agustín Morell de Santa Cruz llega a esa comarca con motivo de su visita eclesiástica, encuentra en la Parroquial Mayor un órgano “pequeño aunque nuevo y sonoro”, lo que nos permite colegir que al menos en ocasión de ciertas fiestas, había alguien capaz de tocarlo. No todos los templos tenían equipamiento semejante, por entonces el de la parroquia de la Soledad se había “deshecho enteramente”. Mientras el convento de San Francisco tenía no solo uno de estos instrumentos en buenas condiciones y una rueda de campanillas, de las que se empleaban en grandes solemnidades como la Navidad y el Corpus, y algo semejante ocurría en La Merced y en la capilla del Hospital de San Juan de Dios, aunque, al parecer, carecían de él la Iglesia de la Compañía de Jesús, las ermitas del Cristo, Santa Ana y San Francisco de Paula.

Aunque no se ha encontrado documentación sobre conjuntos musicales en las iglesias por estos tiempos, según el historiador Gustavo Sed, en estas hubo bastante actividad en la segunda mitad de esa centuria. De hecho, durante todo el siglo XVlll aparecen diversos instrumentistas de cuerda y viento, que hacían sus ejecuciones en lugares públicos y casas particulares, por lo que fue necesario fijar un arancel con los precios que debían cobrar por sus servicios. En él se consignaba que los músicos en general cobrarían “dos reales por una hora”, mientras que los ejecutantes de instrumentos de viento, del contrabajo y los cantadores recibirían tres.

De modo que Nuestra Señora de la Caridad no solo regaló a la ciudad principeña un templo que hoy sigue acogiendo a numerosos peregrinos, una feria que solo perdura en la memoria de los más ancianos, sino también la música que solemniza el culto y alegra los festejos populares.
 
Reproducido de Palabra Nueva, (JulioAgosto 2012), Revista de la Arquidiócesis de La Habana.

Ilustración:  Grabado por Joseph Allen Springer en su “Visita Especial a Puerto Príncipe”, Mayo de 1874.

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