La leyenda del santo
sepulcro
Tal
vez superada solamente en popularidad por la leyenda de Dolores Rondón, la
historia del Santo Sepulcro ha sido también motivo de diferentes narraciones,
algunas de ellas más o menos adornadas y anoveladas, pero todas parecidas. Porque en todas
ellas queda claro quién fue la persona que costeó esa joya, así como el motivo
que lo condujo a ello, a renunciar a su fortuna y recluirse en un convento. Esta Gaceta de Puerto Príncipe recoge hoy otra
de esas versiones, ya que con anterioridad
se publicó en este blog la narración que sobre esta legendaria historia
escribió Dr. Abel Marrero Companioni.
La
autora de la presente versión lo fue Ofelia Cabrera Zaldívar, alumna de la Dra.
Ángela Pérez Lama en la Cátedra de
Español del Instituto de Segunda Enseñanza de Camagüey. Este ensayo formó parte
de un libro escrito por sus alumnos, en el que se recogían las más importantes
leyendas de nuestra historia pretérita. El libro se tituló precisamente “El
Camagüey Legendario” y fue publicado por la Imprenta La Moderna, Camagüey, en
1944 y estaba avalado por la supervisión y la seriedad académica de la Dra.
Pérez Lama. [adg]
Hay en el corazón humano dos grandes
pasiones que producen consecuencias distintas para la humanidad. Una es la
pasión noble y generosa del amor, la otra la pasión baja y miserable del odio. Una
y otra, amor y odio, han llevado al hombre a escribir las páginas más intensas
de la historia: grandes y bellas unas, tétricas y aborrecibles las otras. El
amor y el odio han tejido en muchas ocasiones tristes y emocionantes historias
en que la tragedia ha puesto una nota de intenso dolor; tal es la historia del
Santo Sepulcro que se venera en esta ciudad y que ha dado origen a la leyenda
de ese nombre, a la bella leyenda camagüeyana del Santo Sepulcro.
Trasladémonos con la mente a
principios del siglo XVIII, época en que Puerto Príncipe vivía en medio de un
ambiente patriarcal que recuerda mucho las ciudades españolas de la Edad Media.
En este ambiente sano y apacible la
vida de la sociedad camagüeyana era una vida casi familiar. Por lo regular todas
las familias estaban unidas por algún lazo de parentesco, lo que hacía que
fueran más estrechas las relaciones sociales entre unas y otras.
La familia Agüero, considerada como
una de las fundadoras de la Villa, había contribuido notablemente al progreso
de la población. Sus descendientes a través de varias generaciones habían
enriquecido el tronco fecundo de sus progenitores y habían aumentado el
patrimonio de sus mayores.
De una de esas ramas de los Agüero
procedía don Manuel Agüero y Ortega, rico hacendado casado con doña Catalina
Bringas y de Varona, pertenecientes ambos a la nobleza criolla. Gozaban de
general aprecio en la sociedad, no sólo por su posición social, sino por la
generosidad cristiana de sus corazones, ya que cuantos acudían a ellos en
demanda de ayuda encontraban no solamente la dádiva generosa, sino la frase de
consuelo que mitigaba sus sufrimientos.
Rodeados de sus hijos, vivían en una
de aquellas grandes casonas camagüeyanas disfrutando de la dulce felicidad que
proporcionaba el bienestar material y la tranquilidad de conciencia, cuando la
muerte de doña Catalina llenó de tristeza el corazón de toda la familia y muy
especialmente el de don Manuel, que decidió deshacerse de todas las cosas de
este mundo para entregarse por completo al servicio de Dios, ordenándose de
sacerdote.
Era costumbre entre las familias
ricas y piadosas de aquel tiempo, proteger a otras familias pobres, formándose
entre ellas un vínculo parecido al de la clientela romana. Don Manuel tenía a
su abrigo, desde en vida de su esposa, a un niño hijo de una viuda que se
criaba en la casa junto con su hijo mayor como si fueran hermanos. Ambos
crecieron y se educaron juntos y una vez terminados aquí [Camagüey] sus estudios, don
Manuel los envió a La Habana a estudiar Leyes.
Durante los primeros años de
residencia en la Capital los dos jóvenes continuaron unidos, pero aconteció que
ya próxima a concluirse la carrera, entre ellos se interpuso una mujer porque
ambos se enamoraron de una misma muchacha, la que otorgó su preferencia al
joven Agüero.
Era ya el último año de la carrera y
el amante feliz se disponía a realizar sus más caros ensueños. Pronto se uniría
en matrimonio con la que ya era su novia oficial; dentro de unos meses
terminaría su carrera y ya soñaba con la dicha de no separarse más de su amada.
Entre tanto en el pecho del joven Moya (que tal era el apellido del hermano adoptivo) ardía cada vez con mayor intensidad la llama del odio hacia el joven Agüero, y una tarde en que paseaban por las afueras de La Habana, sin saberse cómo, el joven Agüero cayó mortalmente herido a manos de aquél que la generosidad de su padre había elevado desde la oscuridad y la miseria hasta la posición prestigiosa que ocupaba.
Pasados los primeros momentos,
disipadas las negras pasiones que hasta entonces le habían atormentado, el
fratricida sintió remordimientos por la acción cometida. Quizás si hasta la
generosidad que en sus últimos momentos tuvo Agüero al no acusarlo movieron su
duro corazón al arrepentimiento. Lo cierto es que partió hacia Puerto Príncipe
y en el seno de su madre derramó sinceras lágrimas de dolor. Esta pobre mujer
oyó horrorizada el relato que le hacía su hijo ya que aquella pobre viuda
cifraba en él toda su esperanza; confiando como siempre, en que una vez terminados
sus estudios, su hijo encontraría en don Manuel el apoyo en los primeros pasos
de su carrera. Ella en su desamparo y su miseria no había tenido otra ayuda,
por eso pensaba que podía seguir contando con el apoyo de su generoso
protector. ¿A quién podía ahora acudir en aquella situación desesperada sino a
él en demanda de perdón y consuelo?
No debió reflexionar mucho; bien
fuera por el conocimiento que tenía de aquella alma grande, bien por el natural
impulso de los sentimientos del deber y la gratitud que en su alma se
albergaban. La viuda se dirigió a casa de la familia Agüero con su corazón
desgarrado de dolor.
Era de noche y a esa hora pocos
podían verla. Penetró por el zaguán de la casa, pues las demás puertas y
ventanas estaban cerradas en señal de perpetuo duelo. Junto a la puerta quedó
el hijo, mientras la madre, allá en el portal hablaba con don Manuel.
No sabía éste, ni aún sospechaba,
que a su hijo hubiera ocurrido algo, cuando la infeliz mujer, mil veces
infeliz, bañada en lágrimas y ahogando en sollozos las palabras, le refirió con
todos los detalles la inmensa desgracia que a ambos alcanzaba.
Aquel hombre valeroso, no lanzó una palabra de reproche. Sereno, augusto en su dolor, volvióse a la mujer y le preguntó ¿dónde está tu hijo?
—Allí— replicó ella, señalando un
bulto que se movía en la oscuridad de la puerta.
Entonces, levantándose don Agüero se
dirigió a su habitación, volviendo a los pocos momentos con una talega de onzas
de oro, la que puso en las manos de la viuda diciéndole:
—A tu hijo que entre, que tome de la
caballeriza el potro Moro y con eso (señalando a la talega) se vaya lejos,
donde mis otros hijos no lo encuentren. ¡Dios le perdone!
El joven Moya se dirigió a Méjico y
nunca más se volvió a saber de él.
Pasó el tiempo y cada día se iba
acentuando más la pena del padre Agüero. A tal extremo exaltó su fervor esta
desgracia, que decidió ingresar como fraile en el Convento de la Merced.
Con el beneplácito de sus hijos,
Fray Manuel invirtió la herencia que correspondía a su primogénito en alhajas
para el Templo. De estas joyas la más notable es el Santo Sepulcro, único en la
Isla, todo de plata, en el cual invirtió más de 23,000 pesos plata, haciendo
venir de Méjico expresamente al artífice don Juan Benítez Alfonso. El sepulcro
es de una belleza imponente y a su paso por nuestras calles en la tradicional
procesión del Santo Entierro, el Viernes Santo, llena de recogimiento los
corazones por su majestuosidad, acentuada por el constante tintineo de las
trescientas campanillas que lo adornan. En el exterior tiene esta inscripción:
SIENDO COMMENDADOR EL R.R. PREdo. F. JUAN IGNACIO COLON A DEVOCION DEL P. F. MANUEL DE LA VIRGEN Y AGUERO. SU ARTIFICE Dn. JUAN BENITES ALFONZO. AÑO 1762. (sic)
Además del Sepulcro, Fray Manuel
mandó a construir el altar mayor hecho también todo de plata, el trono de la
Virgen, varias lámparas, ángeles, etc. Toda la considerable herencia de su hijo
la dedicó a embellecer la casa de Dios. En la actualidad sólo se conservan el
Sepulcro y el Trono de la Virgen que se sacan cada año en Semana Santa, ya que
el fuego ocurrido en la Iglesia hace años, destruyó el Altar Mayor, lámparas y
otros objetos.
Así, a través de los años, el
Sepulcro que se guarda en un altar expresamente construido para él por la familia
Rodríguez Fernández, trae a la memoria de los camagüeyanos el siniestro
recuerdo de aquel crimen que tuvo la virtud de elevar a un grado extraordinario
de santidad el corazón de un padre desgraciado. Hoy, a casi dos siglos de
distancia de aquel suceso nos inclinamos reverentes ante la memoria del noble
anciano que supo embellecer su desgracia legando a las generaciones posteriores
una joya de arte religioso que no es más que una pequeña manifestación de la
belleza serena de su alma grande.
Como dato curioso podemos añadir que
durante muchos años el Sepulcro se guardó en la casa de los descendientes de
esta rama de los Agüero, pero en la actualidad se venera, como ya dijimos, en el
hermoso Templo de la Merced en esta Ciudad. Además debemos agregar que desde
los primeros momentos se formó una especie de Congregación o Hermandad con la
finalidad de cargar todos los años en la Procesión del Viernes Santo y en la
del Domingo de Resurrección tanto el Sepulcro como el trono de la Virgen. Esta
hermandad se originó porque al principio los esclavos eran los cargadores, pero
más tarde siguió la tradición y se fue trasmitiendo la costumbre de generación
en generación.
Los cargadores del Sepulcro y el
Trono no reciben remuneración alguna y a pesar de que no tienen reglamento, ni
directiva, ni están inscritos en ningún libro, todos los años acuden
puntualmente a desempeñar su noble misión. A veces algunos vienen de veinte
leguas de distancia a cumplir con este sagrado deber. Se cuenta que algunos
cargadores llevan hasta cincuenta años sintiendo sobre sus hombros lo que para ellos
es dulce carga, y que acostumbran a descansar su cabeza, ya vencidos por la muerte,
sobre la misma almohadilla que en vida les ayuda a hacer más llevadero el Santo
Sepulcro.
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