17 de abril de 2014

La leyenda del Santo Sepulcro


La leyenda del santo sepulcro

Tal vez superada solamente en popularidad por la leyenda de Dolores Rondón, la historia del Santo Sepulcro ha sido también motivo de diferentes narraciones, algunas de ellas más o menos adornadas y anoveladas, pero todas parecidas. Porque en todas ellas queda claro quién fue la persona que costeó esa joya, así como el motivo que lo condujo a ello, a renunciar a su fortuna y  recluirse en un convento.  Esta Gaceta de Puerto Príncipe recoge hoy otra de esas versiones,  ya que con anterioridad se publicó en este blog la narración que sobre esta legendaria historia escribió Dr. Abel Marrero Companioni.

La autora de la presente versión lo fue Ofelia Cabrera Zaldívar, alumna de la Dra. Ángela Pérez Lama  en la Cátedra de Español del Instituto de Segunda Enseñanza de Camagüey. Este ensayo formó parte de un libro escrito por sus alumnos, en el que se recogían las más importantes leyendas de nuestra historia pretérita. El libro se tituló precisamente “El Camagüey Legendario” y fue publicado por la Imprenta La Moderna, Camagüey, en 1944 y estaba avalado por la supervisión y la seriedad académica de la Dra. Pérez Lama. [adg]

 
Hay en el corazón humano dos grandes pasiones que producen consecuencias distintas para la humanidad. Una es la pasión noble y generosa del amor, la otra la pasión baja y miserable del odio. Una y otra, amor y odio, han llevado al hombre a escribir las páginas más intensas de la historia: grandes y bellas unas, tétricas y aborrecibles las otras. El amor y el odio han tejido en muchas ocasiones tristes y emocionantes historias en que la tragedia ha puesto una nota de intenso dolor; tal es la historia del Santo Sepulcro que se venera en esta ciudad y que ha dado origen a la leyenda de ese nombre, a la bella leyenda camagüeyana del Santo Sepulcro.

Trasladémonos con la mente a principios del siglo XVIII, época en que Puerto Príncipe vivía en medio de un ambiente patriarcal que recuerda mucho las ciudades españolas de la Edad Media.

En este ambiente sano y apacible la vida de la sociedad camagüeyana era una vida casi familiar. Por lo regular todas las familias esta­ban unidas por algún lazo de parentesco, lo que hacía que fueran más estrechas las relaciones sociales entre unas y otras.

La familia Agüero, considerada como una de las fundadoras de la Villa, había contribuido notablemente al progreso de la población. Sus descendientes a través de varias generaciones habían enriquecido el tronco fecundo de sus progenitores y habían aumentado el patrimonio de sus mayores.

De una de esas ramas de los Agüero procedía don Manuel Agüero y Ortega, rico hacendado casado con doña Catalina Bringas y de Varona, pertenecientes ambos a la nobleza criolla. Gozaban de general aprecio en la sociedad, no sólo por su posición social, sino por la generosidad cristiana de sus corazones, ya que cuantos acudían a ellos en demanda de ayuda encontraban no solamente la dádiva generosa, sino la frase de consuelo que mitigaba sus sufrimientos.

Rodeados de sus hijos, vivían en una de aquellas grandes casonas camagüeyanas disfrutando de la dulce felicidad que proporcionaba el bienestar material y la tranquilidad de conciencia, cuando la muerte de doña Catalina llenó de tristeza el corazón de toda la familia y muy especialmente el de don Manuel, que decidió deshacerse de todas las cosas de este mundo para entregarse por completo al servicio de Dios, ordenándose de sacerdote.

Era costumbre entre las familias ricas y piadosas de aquel tiempo, proteger a otras familias pobres, formándose entre ellas un vínculo parecido al de la clientela romana. Don Manuel tenía a su abrigo, desde en vida de su esposa, a un niño hijo de una viuda que se criaba en la casa junto con su hijo mayor como si fueran hermanos. Ambos crecieron y se educaron juntos y una vez terminados aquí [Camagüey] sus estudios, don Manuel los envió a La Habana a estudiar Leyes.

Durante los primeros años de residencia en la Capital los dos jóvenes continuaron unidos, pero aconteció que ya próxima a concluirse la carrera, entre ellos se interpuso una mujer porque ambos se enamoraron de una misma muchacha, la que otorgó su preferencia al joven Agüero.

Era ya el último año de la carrera y el amante feliz se disponía a realizar sus más caros ensueños. Pronto se uniría en matrimonio con la que ya era su novia oficial; dentro de unos meses terminaría su carrera y ya soñaba con la dicha de no separarse más de su amada.

Entre tanto en el pecho del joven Moya (que tal era el apellido del hermano adoptivo) ardía cada vez con mayor intensidad la llama del odio hacia el joven Agüero, y una tarde en que paseaban por las afueras de La Habana, sin saberse cómo, el joven Agüero cayó mortalmente herido a manos de aquél que la generosidad de su padre había elevado desde la oscuridad y la miseria hasta la posición prestigiosa que ocupaba.

Pasados los primeros momentos, disipadas las negras pasiones que hasta entonces le habían atormentado, el fratricida sintió remordimientos por la acción cometida. Quizás si hasta la generosidad que en sus últimos momentos tuvo Agüero al no acusarlo movieron su duro corazón al arrepentimiento. Lo cierto es que partió hacia Puerto Príncipe y en el seno de su madre derramó sinceras lágrimas de dolor. Esta pobre mujer oyó horrorizada el relato que le hacía su hijo ya que aquella pobre viuda cifraba en él toda su esperanza; confiando como siempre, en que una vez terminados sus estudios, su hijo encontraría en don Manuel el apoyo en los primeros pasos de su carrera. Ella en su desamparo y su miseria no había tenido otra ayuda, por eso pensaba que podía seguir contando con el apoyo de su generoso protector. ¿A quién podía ahora acudir en aquella situación desesperada sino a él en demanda de perdón y consuelo?

No debió reflexionar mucho; bien fuera por el conocimiento que tenía de aquella alma grande, bien por el natural impulso de los sentimientos del deber y la gratitud que en su alma se albergaban. La viuda se dirigió a casa de la familia Agüero con su corazón desgarrado de dolor.

Era de noche y a esa hora pocos podían verla. Penetró por el zaguán de la casa, pues las demás puertas y ventanas estaban cerradas en señal de perpetuo duelo. Junto a la puerta quedó el hijo, mientras la madre, allá en el portal hablaba con don Manuel. 
 
No sabía éste, ni aún sospechaba, que a su hijo hubiera ocurrido algo, cuando la infeliz mujer, mil veces infeliz, bañada en lágrimas y ahogando en sollozos las palabras, le refirió con todos los detalles la inmensa desgracia que a ambos alcanzaba. 

Aquel hombre valeroso, no lanzó una palabra de reproche. Sereno, augusto en su dolor, volvióse a la mujer y le preguntó ¿dónde está tu hijo?

—Allí— replicó ella, señalando un bulto que se movía en la oscuridad de la puerta. 

Entonces, levantándose don Agüero se dirigió a su habitación, volviendo a los pocos momentos con una talega de onzas de oro, la que puso en las manos de la viuda diciéndole:

—A tu hijo que entre, que tome de la caballeriza el potro Moro y con eso (señalando a la talega) se vaya lejos, donde mis otros hijos no lo encuentren. ¡Dios le perdone! 

El joven Moya se dirigió a Méjico y nunca más se volvió a saber de él.

Pasó el tiempo y cada día se iba acentuando más la pena del padre Agüero. A tal extremo exaltó su fervor esta desgracia, que decidió ingresar como fraile en el Convento de la Merced.

Con el beneplácito de sus hijos, Fray Manuel invirtió la herencia que correspondía a su primogénito en alhajas para el Templo. De estas joyas la más notable es el Santo Sepulcro, único en la Isla, todo de plata, en el cual invirtió más de 23,000 pesos plata, haciendo venir de Méjico expresamente al artífice don Juan Benítez Alfonso. El sepulcro es de una belleza imponente y a su paso por nuestras calles en la tradicional procesión del Santo Entierro, el Viernes Santo, llena de recogimiento los corazones por su majestuosidad, acentuada por el constante tintineo de las trescientas campanillas que lo adornan. En el exterior tiene esta inscripción:

SIENDO COMMENDADOR EL R.R. PREdo. F. JUAN IGNACIO COLON A DEVOCION DEL P. F. MANUEL DE LA VIRGEN Y AGUERO. SU ARTIFICE Dn. JUAN BENITES ALFONZO. AÑO 1762. (sic)

Además del Sepulcro, Fray Manuel mandó a construir el altar mayor hecho también todo de plata, el trono de la Virgen, varias lámparas, ángeles, etc. Toda la considerable herencia de su hijo la dedicó a embellecer la casa de Dios. En la actualidad sólo se conservan el Sepulcro y el Trono de la Virgen que se sacan cada año en Semana Santa, ya que el fuego ocurrido en la Iglesia hace años, destruyó el Altar Mayor, lámparas y otros objetos.

Así, a través de los años, el Sepulcro que se guarda en un altar expresamente construido para él por la familia Rodríguez Fernández, trae a la memoria de los camagüeyanos el siniestro recuerdo de aquel crimen que tuvo la virtud de elevar a un grado extraordinario de santidad el corazón de un padre desgraciado. Hoy, a casi dos siglos de distancia de aquel suceso nos inclinamos reverentes ante la memoria del noble anciano que supo embellecer su desgracia legando a las generaciones posteriores una joya de arte religioso que no es más que una pequeña manifestación de la belleza serena de su alma grande.

Como dato curioso podemos añadir que durante muchos años el Sepulcro se guardó en la casa de los descendientes de esta rama de los Agüero, pero en la actualidad se venera, como ya dijimos, en el hermoso Templo de la Merced en esta Ciudad. Además debemos agregar que desde los primeros momentos se formó una especie de Congregación o Hermandad con la finalidad de cargar todos los años en la Procesión del Viernes Santo y en la del Domingo de Resurrección tanto el Sepulcro como el trono de la Virgen. Esta hermandad se originó porque al principio los esclavos eran los cargadores, pero más tarde siguió la tradición y se fue trasmitiendo la costumbre de generación en generación.

Los cargadores del Sepulcro y el Trono no reciben remuneración alguna y a pesar de que no tienen reglamento, ni directiva, ni están inscritos en ningún libro, todos los años acuden puntualmente a desempeñar su noble misión. A veces algunos vienen de veinte leguas de distancia a cumplir con este sagrado deber. Se cuenta que algunos cargadores llevan hasta cincuenta años sintiendo sobre sus hombros lo que para ellos es dulce carga, y que acostumbran  a descansar su cabeza, ya vencidos por la muerte, sobre la misma almohadilla que en vida les ayuda a hacer más llevadero el Santo Sepulcro.

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