El
Bayardo del Camagüey
En conmemoración del aniversario hoy de la muerte en combate en Jimaguayú del Mayor General Ignacio Agramonte, ofrecemos este trabajo del Dr. Emilio Cosío, abogado, escritor costumbrista y poeta camagüeyano, fallecido en Miami hace pocos años.
Por Emilio A. Cosío R.
Por Emilio A. Cosío R.
Pasarán tres siglos desde la muerte del Bayardo original en 1524 hasta el día en que -como el Ave Fénix que renace de entre las cenizas negándose a morir- viene al mundo un niño a quien llamaría la Historia El Bayardo. El día es el 23 de diciembre. El año, 1841. Este niño vivirá una epopeya de gloria que será legendaria. Recibirá en la pila del bautismo el nombre de Ignacio y heredará apellidos de viejo abolengo: Agramonte y Loynaz.
El nacimiento ocurre en la somnolienta, tradicionalista y conservadora villa de Santa María del Puerto del Príncipe, fundada por los españoles en el año 1514 en una isla del Mar Caribe llamada al principio Juana por sus descubridores y a la que más tarde, convertidos éstos ya en amos prepotentes, llamarían La Siempre Fidelísima Isla de Cuba, expresión que conllevaba una humillante connotación de vasallaje y servidumbre. No escapó esta circunstancia a la fina sensibilidad del Bayardo camagüeyano, quien la consideró una afrenta a su condición de cubano y de hombre digno.
Este niño, nacido en lecho de plumas, profundamente civilista y educado en las aulas del Derecho, cambiaría un día su toga por el machete mambí en rebeldía contra ese coloniaje ultrajante. Y a pesar de detestar la guerra, blandirá su arma criolla con tal fervor patriótico que causará pavor al enemigo. Y si fue el machete en sus manos un arma demoledora, lo fue aún más la solidez de los principios y convicciones que supo infundir en sus hombres, a quienes convierte en una verdadera legión de centauros: hombres hambrientos en ocasiones y desprovistos de armas muchas veces, pero que combaten siempre como aprendieran de su jefe: con la vergüenza.
Representan ambos Bayardos dos épocas, dos mundos diferentes. Pasa el Bayardo francés a la posteridad defendiendo los valores del feudalismo, los privilegios, el honor del noble de nacimiento. Valores que son legítimos en la sociedad del siglo XV; pero que son, sin embargo, antagónicos a aquellos valores que, tres siglos después, representarán los ideales que defenderá el Bayardo camagüeyano hasta su muerte y que, resumidos en los conceptos de la libertad y la dignidad del hombre, no penetrarían la conciencia del pueblo francés hasta el advenimiento de la Revolución Francesa en el año de 1789.
No ha sido nuestro propósito en este breve trabajo realizar un análisis comparativo entre ambos Bayardos; sino incursionar en las circunstancias históricas que dieron lugar al sobrenombre de El Bayardo, con vistas a establecer la justificación de su vinculación a la persona del Mártir de Jimagüayú y contribuir a su divulgación.
Todo nombre que trasciende alude a características, a hechos, a aspectos inherentes a las personas que lo comparten. Bayardo -Pierre du Terrail-, y el Mayor Ignacio Agramonte ratifican su calidad de símbolos que representan las virtudes y la gloria del caballero intachable. De ahí la necesidad de explorar un tanto la historia de ambos, abarcando no sólo el aspecto militar de sus vidas, sino -más importante aún- también su formación desde la cuna y sus cualidades morales y humanas.
Una síntesis de estos atributos comunes la encontramos en el valor y en la conducta de caballero sin miedo y sin tacha que observamos tanto en Agramonte como en el Bayardo francés. Atributos que, al ser poseídos igualmente por Bayardo y por nuestro Mayor Ignacio Agramonte, justifican plenamente la simbiosis histórica con la que se honra recíprocamente a ambos héroes.
Es común que ante la admiración que suscita
la conducta heroica neguemos en ocasiones la consideración debida a la causa
que la provoca, que es donde reside el mérito de aquélla y la que ha de proporcionar,
por tanto, los elementos de juicio necesarios para la valoración del personaje
histórico. El simple valor, en acción carente de justificación moral, deviene
en instrumento de las miserias humanas. Se enaltece éste sólo cuando va
acompañado de motivaciones dignas. ¡Qué llena está la Historia de actos de
coraje increíble que sólo sirvieron para inmortalizar la ignominia!
De ahí que concluyamos que si imperecedero será siempre el recuerdo del valor personal de ambos héroes, fue la conducta noble, limpia de impurezas bastardas, la que, hermanándolos, elevó a estos hombres de leyenda al pedestal de los grandes de la Historia. Recordaremos siempre a los Bayardos como ejemplos de dignidad y valor.
Finalmente, apuntamos cómo en ambos Bayardos se confirma el hecho de que condiciones geográficas, sociales o ambientales con características parecidas, producen hombres con marcadas semejanzas de carácter que influyen muchas veces en un paralelismo de sus vidas. Tanto el Caballero du Terrail como el Mayor Agramonte fueron producto de sociedades con arraigadas tradiciones familiares y estrictos códigos de conducta. Adornó a ambos un definido sentido del ideal, del deber y de lo heroico, que bebieron en la fuente de su ambiente aislado y vinculado a la tierra. Ambiente que, como bien señala el Dr. Carlos Márquez Sterling, "forma hombres de carácter valiente, generoso y noble" (Ignacio Agramonte: El Bayardo de la Revolución Cubana). Rasgos estos que encontramos tanto en el hijo del Valle de Graisvaudam como en el lugareño del Tínima.
Suele la Historia ser rica en coincidencias. Y no están exentas de ellas estas dos vidas excepcionales. Fue la caballería el arma de ambos. Caen combatiendo al mismo enemigo, tropas españolas, con diferencia de tres siglos. Y son similarmente heridos en escaramuzas en las que no se encuentran personalmente enfrascados. El francés, en los momentos en que se retira ordenadamente del Campo de Gattinara. El camagüeyano, según lo establece el Dr. Juan J. Casasús (Jalones de Gloria Mambisa), al atravesar el potrero de Jimagüayú -cuyo nombre inmortalizara- para unirse a su caballería; instantes en que es alcanzado por una bala del enemigo emboscado al que no había visto. Por último, ocurre la trágica coincidencia de sus capturas por el enemigo. El uno ya fallecido. El otro a punto de expirar.
Aunque debatible, pudiera hallarse una similitud en el tratamiento dado por los españoles a ambos cadáveres. Rindieron éstos toda clase de honores al Bayardo francés. Y en el caso del Bayardo camagüeyano, si bien no le rindieron honores, no permitieron sin embargo la profanación del cadáver por la chusma enardecida que reclamaba su entrega; sino que fue depositado en el convento de San Juan de Dios, en el que fue piadosamente aseado por los padres Martínez y Olallo. Es, no obstante, discutido el hecho de la cremación y el esparcimiento de sus cenizas al viento. La cremación, por no ser ésta aceptada por la Iglesia en aquel tiempo, le negaba cristiana sepultura. Mucho menos justificable lo fue el esparcimiento de sus cenizas. Medidas éstas que defendió España como necesarias para evitar el probable desenterramiento y profanación del cadáver o de sus cenizas por la plebe. Argumento muy discutible, repetimos, y por tanto por siempre polémico.
Preferimos nosotros adherirnos a la tesis de aquellos versos que de niños aprendimos en la escuela:
Y su cadáver augusto
quemaron en Camagüey,
¡porque el muerto daba susto
a los soldados del rey!
No hay comentarios:
Publicar un comentario