Ocurrencias de la Marquesa
Por
Víctor Vega Ceballos
Los
títulos nobiliarios llegaron a Camagüey un poco tarde, cuando ya las ideas de
independencia y libertad habían prendido en la conciencia popular, impulsadas
por el viento fresco del Norte y el ejemplo de la Revolución Francesa. El
sistema colonial español, que databa de siglos, comenzó a resquebrajarse. Las
poblaciones costeras de Cuba se vieron inundadas por la corriente de soldados y
funcionarios que escapaban de un continente convulsionado, en plena erupción
separatista.
España,
en quiebra, extremó la medida de obtener recursos económicos con la venta de
nombramientos de condes y marqueses que respondían a necesidades del fisco y de
la vanidad, que solo estaban acompañados de la elección del fuero jurisdiccional
y del temor que inspiraba quien está investido de una dignidad superior aunque
sea aparente.
Los
camagüeyanos nunca tomaron en serio las preocupaciones nobiliarias. Eran
campesinos a quienes costaba mucho trabajo reunir un capital y, separados del
resto de la Isla y hasta del mundo por impedimentos de las comunicaciones, no
tenían el marco adecuado para lucir tales lujos. El primer ennoblecido fue un
señor afecto al gobierno a quien se le atribuyó, como mérito para la obtención
de la gracia, haber sido delator de una conspiración, lo que le hizo odioso a
sus coterráneos. El segundo fue un mozo
bien plantado que cambiaba la “p” y la “b” en “f”, que llevaba los calzones
maculados a consecuencia de un spru tropical y que a su padre llamaba “Fafa Tino”
en lugar de Papá Faustino, que era el nombre de su progenitor; como se hizo
comprar un título para casarse con una bellísima paisana, sus rivales, en
venganza, colgaron a la puerta de su morada un cartelito que decía: “El marqués
de Fafatino / es un noble caballero: / tiene en la bragueta un sino / y un
blasón en el trasero”.
Aunque
dinero es lo que dinero vale, los camagüeyanos sabían que no era negociable un hato de ganado por un título. La
imposibilidad de llegar hasta Su Majestad con tales pretensiones, avivó el buen
juicio de una gente ahorrativa, sencilla y práctica, que miraba burlescamente
los escudos de armas, blasones, motes y otras zarandajas, a que tan afectos son
en otras regiones.
La
riqueza camagüeyana era puramente ganadera, enviando carne salada, cueros,
grasas y hasta animales en pie a México y tierra firme, pero cuando en el resto
de la América proliferaron cerdos y vacunos, la ganadería pasó a un plano
secundario, útil solamente para el consumo local y para surtir barcos de
travesía, no muy numerosos entonces. El
azúcar, el tabaco y el café, que hicieron poderosos a muchos vecinos de otras
provincias, se producían en la región camagüeyana en cantidades comerciales.
La
gran opulencia no correspondió a esa región central de la Isla, aunque sí la
abundancia y el bienestar que proporciona la posesión de
extensos feudos, la fertilidad del terreno y la abundancia de carnes y viandas.
Pero el signo fiduciario, ese elemento de cambio eficaz representativo de la
riqueza, nunca abundó en la colonia que vivía en ansiedad esperando la flota de
la plata y los situados mejicanos. Camagüey no participaba en esas ventajas
limitadas a La Habana y un tanto a Trinidad y Santiago de Cuba..
A
pesar de todo llegó el momento en que los camagüeyanos volvieron la vista a los
timbres de nobleza, no por lo que representaban en la jerarquía social, sino
porque conllevaban la ventaja de no ser reducidos a prisión por deudas los
titulares, y poder sustraer al fuero ordinario sus pleitos y someterlos a los
tribunales de la metrópoli, así como librarse de las autoridades comunes por
cualquier delito cometido, con excepción del de traición y lesa majestad. Solo por esto, algunas connotadas familias
adquirieron títulos de nobleza: porque los pleitos eran costosos,
interminables, y los contumaces pleitistas de la región eran arruinados por
abogados y jueces.
Entre
los pocos titulares camagüeyanos se hallaban don José Agustín Cisneros, primer
Marqués de Santa Lucía. Su esposa era una camagüeyana reyoya, humorista de
calidad, que tenía en más valimiento sus inmensas haciendas, hartas de ganados
y excelentes maderas, que un título que le había costado buenas “peluconas”.
Con algo de rústica y mucho de aguda, asombraba a familiares y amigos con salidas,
ocurrencias y dicharachos de su cosecha, capaces de sacarle los colores a la
cara a un palúdico bajo los efectos de una terciana. Respetada y temida, hacía
gala de un lenguaje hiriente y mordaz, sin respetar alcurnia ni preeminencia. Tenía
un vocabulario campesino que se distinguía por lo acertado y objetivo. Sus
refranes tenían perfume de selva, olor de bestias en celo, fuerza primitiva.
A
su marido, cuando un hábil tratante de ganado quiso venderle una torada a bajo
precio, ella, con el desarrollado sentido común de su raza, se opuso al trato con estas palabras: “Arriero que vende
mula, o patea o recula”, porque adivinó la treta del venderdor. Frente a la
resistencia de criados o amigos solía exclamar: “cubano y potro, que los domine
otro” y a los inconformes con el bien ajeno les apaciguaba con la siguiente expresión:
“La yegua que es del terreno no se la come la vaca”.
La
perspicacia de esta dama era extraordinaria; veía crecer la hierba y sentía el
ruido de los alelíes al abrir sus corolas. Adivinaba los manejos turbios de los
funcionarios, las intrigas de abades y sacristanes, los pensamientos
pecaminosos de su mundo provinciano. Su casa, amplia y cómoda, sin más lujos
que los de su mesa abastecida, estaba abierta para socorrer a necesitados y
dolientes, y también para recibir a los personajes investidos de autoridad, no
solo para rendirles pleitesía, sino para descubrir las ocultas intenciones y
malsanos propósitos que abrigaran.
Cuando
el señor Vázquez, un amable viejecito que había gobernado con más suavidad que
inteligencia, fue sustituido por el coronel Carmelo Martínez, un desventurado
mandón, a quien los camagüeyanos llegaron a odiar, amargándole la vida con
acusaciones, octavillas, pasquines, anónimos, ensaladillas y maldiciones,
tratándolo de Mazorral, motolito, zaguango, embustero y ladrón, la casa
escogida para la recepción de “entrada” fue la de los Marqueses de Santa Lucía,
que si no era la mejor de la ciudad, al menos daba comida con generosidad y vinos
de las mejores bodegas españolas. El reducido núcleo de la buena sociedad se
deshizo en atenciones al invitado de honor, y sus componentes esperaban “la
salida de la Marquesa” como el mejor manjar del banquete, que no tardó en
producirse; porque cuando el inédito gobernador besó la mano de la anfitriona y
le dirigió la frase habitual: “¿Cómo está, excelentísima señora?”, la intrépida
contestó, con cierto retintín: “Aquí, domando potros”. Un tanto confundido, don
Carmelo preguntó: “¿Es que doma usted
las crías de sus haciendas?” “No, señor, repuso ella, domamos gobernadores,
porque de España venís cerreros, y apenas os hemos domado os llevan a otras
partes, renovando nuestros trabajos”. Algunos afirmaron que la distinguida señora
había llamado bestia al gobernador ya sus predecesores y sucesores, y leyeron
en sus expresiones la inconformidad y el temor de todo gobernado ante un nuevo
mandante.
Pero
no podemos, a tantos años de distancia, meternos en esas averiguaciones. Baste
saber que el hijo de ese matrimonio: don Salvador Cisneros Betancourt, fue un
connotado libertador, Presidente de la República en Armas, Senador de la Cuba
soberana, convencido demócrata, único titular a quien sus devotos paisanos jamás apearon el tratamiento, porque para
ellos era un verdadero Marqués, que había ganado el título por acciones de
guerra y en las lides gloriosas de la paz.
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