13 de febrero de 2017

MI PARROQUIA

 
Mi parroquia

P. José A. Sarduy Marrero

En mi pueblo hay muchas iglesias, pero ninguna como mi parroquia. Mi parroquia es la vieja amiga de los años idos, el hogar común del dolor presente, y el consuelo del futuro incierto.

Mi parroquia: La Soledad. A la Virgen que, tras dejar el cadáver de su Hijo en el sepulcro, viene sola, aunque estén con Ella Juan y las otras Marías; sola por la ausencia de Él. A Ella está dedicada mi parroquia. Un testimonio de la eternidad en medio de mi pueblo creciente y mutante.

En medio de los ruidos citadinos se yergue sola, descolorida, con sus puertas siempre abiertas al que cruza de prisa: una invitación a la oración, al amor, al encuentro casual con Jesús.

Allí, en la Plaza de La soledad y junto a ella, se cruzan los caminos de la tierra y del cielo. Todo Camagüey converge en ese punto: se cruzan las calles de la ciudad del hombre y los caminos que llevan a la ciudad de Dios. Se vuelcan los detritos de la ciudad, las materias quemadas en el fragor de la lucha diaria y, como de un corazón amante, fluyen por la calles de mi pueblo los dones del Señor. Ella es el corazón de mi pueblo, no deja de latir, no puede.

Mi parroquia es una iglesia colonial del siglo XVIII con sus enormes contrafuertes y sus desnudos ladrillos, con sus colores barrocos en el interior y sus multiplicadas imágenes con sabor de pueblo, de oración solitaria, hecha de prisa, cuando se entra un momento.

A su alrededor pasan miles, indiferentes, siempre apurados, junto a sus puertas, y a la sombra de sus muros altos, conversan los desocupados o los que siempre esperan, gritan los vendedores callejeros y suplican anhelantes los mendigos.

Y Ella siempre allá, en su hornacina de cristal en lo alto del retablo, María, y su nombre esculpido en la torre a la que un viento fuerte arrancó la cruz.

Mi parroquia es vieja, una vieja carcomida por los años, arrugada en su soledad en medio de todos. Pero mi parroquia vive. En sus entrañas late el Verbo Eterno y su voz siempre joven lo pregona cada día. Su voz que reconocería lejos y en el tumulto callejero. Voz que despierta corazones dormidos, promesa y alegría de cada mañana. Voz que habla el lenguaje común de los hijos de Dios y de María, lenguaje de dolor y alegría, lenguaje de clamor y de llamada, de amor y de esperanza. Lenguaje eterno de campanas.

 

2 de febrero de 2017

SANTA MARÍA DE LA CANDELARIA

 
Santa María de la Candelaria,
Patrona de Camagüey,
 
que nos muestras la luz de Cristo 
desde hace más de 500 años,
ayúdanos a conservar los valores
de la dignidad, honestidad,
rectitud y fidelidad 
a Dios, a la Patria y a la familia
como nos enseñaron
los grandes hombres y mujeres
que nos antecedieron en la Historia.
Amén 



CRÓNICA DE UNA ORDENACIÓN PARA LOS QUE NO ESTABAN


 
Crónica de una Ordenación para los que no estaban

El  Señor  ha  estado  grande
con  nosotros  y  estamos  alegres
( Salmo 125 )

A los que tuvieron la suerte de compartir en Camagüey esa semana inolvidable, les gustará renovar el recuerdo.
Para los que “no estábamos” la lectura de esta crónica nos supuso un regalo bendito que nos permitió compartir, aunque distantes, en ese desborde de gozo que vivió la Iglesia en Camagüey con la Ordenación Sacerdotal de cinco de sus hijos.  Hoy, cuarenta y cinco años después de aquel día de Santa María de la Candelaria celebramos con el mismo júbilo y agradecemos al Señor por esos cinco sacerdotes consagrados a sembrar fe y profundizar sus raíces.      

Por Fernando Rivero Martín

En el mes de octubre de 1970 ya se comenzaba a pensar en la Ordenación de los nuevos sacerdotes camagüeyanos que terminarían sus estudios en el Seminario en junio del 71.

Ya querían fijar la fecha. Monseñor se los había pedido en las vacaciones. Era una necesidad apremiante y en Semana Santa debían hacer su labor, ya ordenados. Luego de muchas deliberaciones escogieron el 19 de marzo, san José, patrono de la Iglesia Universal y, además, cuatro de los ordenados se llamaban José.

Se lo comunicaron al Obispo, pero éste no respondió con mucho entusiasmo. Como buen padre, aceptaba lo que proponían los hijos mayores, pero sin complacencia. Ellos se dieron cuenta y le propusieron más tarde otra fecha, el 6 de enero, pero recibieron la misma respuesta: «Lo que ustedes digan, hijos míos». Volvieron a notar que la fecha no le había llenado y en una tercera ocasión le propusieron el 2 de febrero. Se le vio contento y feliz: era el día de la Patrona. Y todos se alegraron porque ésa fue la fecha.

Como todo necesitaba una preparación, hubo que ordenarlos de diáconos. La Iglesia en Cuba acababa de recibir la aprobación para el diaconado permanente. Esta aprobación viene de la Santa Sede, no como transición al Sacerdocio, sino para laicos casados, maduros, con más de siete años de matrimonio, tres años de estudios dirigidos, por correspondencia o por la libre, como dicen en otros lugares, con encuentros para revisión de dudas, etc. Se vio la posibilidad de efectuar las ordenaciones con anticipación y se aprovecharía la oportunidad para dar a conocer la buena nueva anteriormente citada. Las ordenaciones se harían en diferentes lugares de la diócesis: un avivamiento general. El Obispo en el campo, en funciones episcopales. Nunca antes había sucedido esto.

Se planificaron para las vacaciones de Navidad y se fijaron fechas: el 22 de diciembre, en Esmeralda, Pepe Sarduy. El 25, José Luis, en Jatibonico. El 27, Grau, en Santa Cruz. El 26, Paquito, en la ciudad, en El Cristo. El 31, en el Francisco, José Manuel García. Andarían como gitanos, de un lado para el otro. ¡No importaba! Todas las ceremonias resultaron lucidas. Las comunidades se desbordaron en atenciones y preparativos. El gesto de los seminaristas y del obispo recibió una respuesta adecuada: regalos, atenciones, preparación anterior con círculos de estudio sobre el diaconado, charlas, etc. Los laicos se encargaban de todo. Los mismos seminaristas ordenados la calificarían de maravillosa…  Y regresaron al seminario.

Ya en este ambiente, el 19 de noviembre el Obispo efectuó la primera reunión de preparación para las ordenaciones sacerdotales con representantes de todas las comunidades de la ciudad. Como responsable de todo quedó Cari García. Se estructuraron tres equipos: Alojamiento, Reservaciones de pasajes de regreso y Liturgia. Cada uno con su labor específica. Los de Alojamiento se encargarían de conseguir albergue para los viajeros. Las reservaciones para los pasajes de regreso serían por avión, ómnibus, trenes…  Liturgia: confección de guiones, cantorales, recordatorios, ornamentos, alumbrado y planificación.

No todo podía pasar como un acto social más o menos elegante, lucido, vistoso, solemne. Para penetrar el espíritu hubo una preparación formativa. Dos temas fueron escogidos: “El Sacerdocio común de los fieles” y “El Sacerdocio Ministerial”, a la luz de la Biblia y del Concilio Vaticano II, dados en cada comunidad con equipos de reflexión que harían conclusiones escritas.  Y una encuesta final para el servicio de los nuevos ordenados, que una vez tabulada recogería lo que al pueblo al que sirven les interesa, les gusta más de ellos o les desagradaría más.

Para acontecimiento tan grande se necesitaba un coro que cantara partes importantes. Con ese fin, el Equipo de Liturgia citó a una reunión en el obispado a todos los directores de coro de la ciudad. A esta reunión no asistió Gloria Velasco, que siempre estaba a la batuta… esperaba un bebé. Surgió como director Carlos, un joven llegado de Cienfuegos e injertado en El Cristo. Le nombraron como Director Interparroquial. Él no sabía música pero lo acompañaba el carisma del pentagrama, los bemoles y sostenidos. Algunos números los montaría a cuatro voces. Lo acompañarían en tan titánica tarea al órgano, unas veces Rolando Betancourt, otras, Daisy Guerra, y a la guitarra eléctrica Iliana Socarrás. Los primeros ensayos los realizarían en La Merced una vez a la semana, luego tres, y finalmente cinco.

Como preparación por parte de los ordenados, éstos harían su retiro espiritual en el Hospital San Juan de Dios, en La Habana. El día 2 por la mañana lo pasarían desligados de todo trajín y en compañía de Adolfito, en la capilla de Montserrat, en Jayamá.

Ya desde el 31 de enero empezaron a llegar peregrinos de la Isla por todos los medios de comunicación: guaguas, tres, autos, uno a uno, pero llegando. En el obispado, donde funcionaba la oficina, había un entra y sale continuo. La asesoría de alojamiento y recepción llevaba días y noches trabajando: telegramas de visitantes, ubicación en las casas de familia que  acogían… En días anteriores, la Comisión había pasado una carta a esas familias. En ella, en forma bíblica, encantadora, se decía de la importancia de recibir al caminante y hacerle grata su estancia, y cómo la Iglesia de Camagüey bendecía al Señor por tan buenos corazones. La Comisión alojaría doscientos cincuenta visitantes, con sus respectivas planillas de admisión, ubicación, hora de llegada, regreso, lugar para recoger el pasaje… ¡Todo perfectamente engranado! De los que prestaron su ayuda, recordamos a la Hna. Social Alejandra, a Isis, Cari, Nenita Marrero, Faber, Monasterio, Carlota, Zita… se nos escapan otros… Ellos pasarían noches enteras en las terminales tratando de conseguir el regreso de tantos. Otros visitarían personas de confianza pidiendo posada para el peregrino, aunque esto se hacía por comunidad.

Murales alusivos en todas las iglesias con un gusto extraordinario: parece que los artistas querían esta vez más serlo del Espíritu. Gusto sencillo con elementos pobres logrando verdaderas obras de arte.

Cuando el visitante llagaba a la casa donde se alojaría, recibía una información completa de lugares a visitar: horarios de ceremonias, teléfonos importantes, policlínicos, farmacias, peluquerías, etc. Con razón todos regresarían contentos  y pasarían telegramas y cartas agradeciendo las atenciones y acogida. No se tiene noticia de ningún disgusto. El que no podía recibir por alguna  causa, brindaba su ayuda al que recibía. Esto podía ser personalmente u ofreciendo alimentos.

Pero pasemos a la gran fecha. El día se presentó fresco, aunque soleado. Mientras, en las aceras ya se veían amarrados gajos de ramos cortados a los árboles, por la poda del día como es tradición. En el templo coronado por Cristo Rey, ya estaba el bullicio de quienes  comenzaban a preparar el magno acontecimiento del día 2 de febrero, la Purificación de la Virgen, La Candelaria. La Hna. Alejandra, ayudada por Teresa, contaba cientos de ornamentos, entre albas, amitos, cíngulos, estolas, casullas… Las sillas del salón consistorial del obispado, traídas en carretillas, esperaban su colocación.  Juanito disponía todo: aquí la Sede, acá los concelebrantes, allá los obispos visitantes. Después de mucho corre-corre comenzaron a llegar las flores, a pesar de la sequía. No sabíamos de dónde vendrían, pero había confianza en que habría flores. Y las hubo.

Alguien sacudía los bancos, a los que ya en días anteriores les habían dado “Tumbler”. Fernando y Cambra preparaban floreros: frente al  atril de las lecturas una gran copa de  madera luciendo “príncipes negros”, a la derecha –a los pies de la cruz parroquial- otra. Bajo la mesa de mármol y en el centro del presbiterio, un jardín de gladiolos anaranjados y diminutas rosas. Jarrones de gladiolos  rosados y naranja a los pies de la Virgen. Debajo, y frente a las efigies de los Apóstoles, que antes fueron retablo y hoy son sedes, dos pompones cuajados de rosas y esterliles. Los gladiolos fueron traídos de La Habana por las Hermanitas de los Ancianos Desamparados.

Ya a las tres de la tarde todo estaba listo. El coro, acondicionado en la nave izquierda: un estrado cubierto de alfombras a fácil visión del director, donde alabarían con salmos e himnos sesenta y tantas voces de todas las parroquias. En primer término y al pie de la escalinata que conduce al presbiterio, desocupado de bancos, las sillas donde se sentarían los concelebrantes.  En el centro, cuatro butacas doradas tapizadas de pana roja, indicando que algunos altos dignatarios ocuparían esa sede. Cinco sillas oscuras en el medio esperaban a los ordenandos.

A la hora cuando nos disponíamos a salir para regresar a las casas y prepararnos para el evento, cuál no sería nuestra sorpresa: seguidos a los bancos reservados para Ministros Evangélicos, religiosos y familiares, había tres bancos de cada lado ocupados por personas  que asistirían y no querían perder  un solo detalle. Una señora que se hospedaba en casa de la Dra. María Pepa Herrada, ya con sus pendientes y prendedores, le decía:

-Hija, yo no me voy más. Aquí me quedo. Si tú quieres, cuando vuelvas me traes un bocadito. Yo cuido de tu puesto y el mío.

Otras personas, al ver aquello, dejaron a un familiar cercano que le cuidara los puestos, porque regresaban enseguida. Así, a las seis y treinta de la tarde la nave central estaba completamente ocupada para una ceremonia que se iniciaría las ocho y treinta, y que no comenzó hasta pasadas las nueve. A las siete y media ya era imposible dar un paso en el templo. El coro se confundía con el público. Los cordones de separación habían sido retirados, la lámpara del Santísimo quedó rota por la aglomeración… Y nos preguntábamos: ¿Por dónde sale la procesión de las tres sacristías?  El salón de reuniones de Independencia se encontraba lleno de acólitos vestidos de blanco. Allí jugaban con cíngulos y percheros, casi imposibles de controlar. Mientras, en el salón que está detrás  del presbiterio, debajo de la imagen mayor unos 48 sacerdotes –visitantes y diocesanos- se revestían. Había paz, expectación, nerviosismo. Los cinco nuevos saldrían vestidos  de diáconos. En la sacristía normal, altos dignatarios esperaban la llegada de la luz para salir.

En el recinto, Cambra trataba de ensayar al pueblo que ya tenía los cantorales en la mano, y se valía de una columna sonora, altoparlante recto, cuyo micrófono no trasmitía porque desde Santa Clara llegó con las pilas vencidas. De un lado para otro, Daisy  gestionaba las pilas de linterna para la columna sonora, y ésta pudo continuar. Sobraron pilas… El ensayo continuaba: el coro, muy bien… el pueblo, muy mal. Y mientras enronquecía, Cambra trataba sugestivamente de mover el entusiasmo de aquel conjunto que conocía los salmos por haberlos ensayado en sus congregaciones desde hacía más de un mes.

Ulisito Betancourt, por otro lado, preparaba “Colemans” y “Chinas” prestadas con anticipación por los fieles. Sobre el púlpito apareció una de 500 bujías que alumbró el gran salón central en penumbra. Otra  fue situada detrás del coro y daba luz a los cantorales, bellamente decorados por Carlos y Julito y otros más que  ayudaron a su preparación. Y por fin Ulisito acomodaba hábilmente dos lámparas que iluminaban con gran esplendor el presbiterio. Y como la luz no llegaba, en aquella especie de confusión santa se aprestaron a salir.

Difícil fue abrir la senda por la nave derecha para desfilar la procesión. Desplazada la concurrencia un poco, se abrió la senda.  Dio comienzo el lento marchar: primero el turiferario seguido de acólitos de las comunidades de la ciudad.  El coro, a capella y seguido por un grito de júbilo del pueblo, entona “Pueblo de Reyes” de Lucien Day. A continuación seminaristas, compañeros del IV año, sacerdotes diocesanos, sacerdotes visitantes, los ex-rectores del Seminario Carlos Manuel de Céspedes y Mariano Ruíz. Varios compañeros recién ordenados, los Obispos visitantes: Mons. Prego, Mons. Peña, Mons. Meurice y Mons. Zachi, los cinco ordenandos… El canto seguía, cantado por segunda vez. El pueblo, más que cantaba, exclamaba. Ya comenzaban a asomar las lágrimas. Yo las vi brillar como perlas con los  destellos de las lámparas de kerosene.

Llegaron al altar. Los sacerdotes diocesanos en el presbiterio, los visitantes, abajo, en el presbiterio improvisado. En las cuatro sillas rojas, los Obispos visitantes. En las otras, los diáconos. El comentador Orlando Varona en el atril, escoltado por el Cirio Pascual regalo de  Pablo VI. Impresionó grandemente a los ordenandos al llegar, el ver al Padre Ramón sentado y sin revestir. No había ido a la procesión. La enfermedad que le aquejaba no le permitía participar activamente, pero estaba allí con su presencia patriarcal.

Un cálculo conservador estima que el público asistente sobrepasó a los mil quinientos fieles. Los cantorales, impresos en rojo, a mimeógrafo, fueron mil, y faltó la mitad de los asistentes por tenerlos. Hermanos que llegaron a las puertas del templo tuvieron que regresar en la imposibilidad de ver ni oír ya que hasta las puertas estaban desbordadas. Era de destacar en aquella multitud la presencia de un grupo de jóvenes sordo-mudos de ambos sexos. Habían venido de la parroquia de La Caridad en La Habana a la que pertenecen, y se unían al grupo de San José de Camagüey, parroquia en la que comienza a nacer esa  comunidad especializada ya existente en La Habana.

Se inició la Misa de Ordenación. El celebrante llamó al arrepentimiento y, como una queja, se oyó  “Señor, ten piedad de nosotros” de la Hna. Mayda. Prosiguió el “Gloria” guajiro, entonado por todo el pueblo. Varona hizo las introducciones de las lecturas, Ricardo Mujica leyó la primera, resonó el Aleluya, y Juan Carbonel, diácono de Oriente que espera su ordenación en la indómita región, leyó el Evangelio.

Y comenzó el Rito de la Ordenación. Frente a la mesa del altar habían sido colocados el faldistorio y una silla romana. Becerril hizo el escrutinio de ordenandos y ellos subieron. Adolfito tomó las manos de cada uno entre las suyas e hizo breves preguntas. Se sentaron. Adolfo, de pie y vistiendo casulla nueva, regalo de los ordenandos. Blanca, realzada con franja roja en el centro y adornada con cruces de Malta. La mitra hacía juego con la casulla. Y en el dedo, la alianza nueva, también regalo de los cinco, que entre peces y cruces dice: “Bueno es confiar en el Señor”, su lema episcopal. Con pausada y diríamos algo trágica voz, Mons. Adolfo habló del sacerdocio. Se le veía  agotado. De pronto, llegó la luz: una exclamación desde el público hizo que el orador se detuviera  y cobrara  ánimo y vigor su verbo. Terminó dando lectura a una carta enviada por Su Santidad dando respuesta a los ordenandos. Los quince que se ordenan en el año le habían escrito un mensaje de adhesión y cariño.

Se postraron en el suelo y desde el atril el P. Armando comenzó las letanías. Se pedía ayuda a Dios y a sus Santos. El pueblo respondía. Ya de pie, la oración consagratoria. Monseñor Adolfo impuso las manos,trasmitió los poderes otorgados por los apóstoles. El coro cantaba: “Ven Espíritu Creador”. ¡Ya eran sacerdotes!

Como un gesto de unión con el presbiteriado, los sacerdotes y obispos asistentes colocaron  también las manos sobre las cabezas de los ordenados. Contaba uno de sus compañeros del IV año de Teología, recientemente ordenado en La Habana el 6 de enero: «Cuando imponía las manos a mis hermanos de estudio, el corazón se quería salir del pecho.” Quien estaba en medio del pueblo podía ver más de una mejilla adornada con lágrimas de gozo. Que también cuando el gozo no cabe en el cuerpo y en el alma, las lágrimas hacen que el mismo brote por los ojos.

Las estolas cruzadas fueron puestas sobre los ordenados en la forma sacerdotal y fueron revestidos con casullas, regalo exquisito del Santo Padre. Blancas, brocadas en amarillo, en las que se veían el escudo papal y una paloma (el Espíritu Santo) entre arabescos formando rombos, desde lejos imperceptibles. Dividiendo la casulla, un galón rojo con cruces doradas. Sus manos habían sido ungidas ya con el crisma. Y los ordenados bajaron a saludar a sus hermanos en el presbiterio y a los familiares. ¡Qué abrazos! Fuertes, indescriptibles algunos, sin formalismos, sentidos, profundamente expresivos.

Terminada esta parte, continuó la Eucaristía. El coro cantaba y el pueblo acompañaba “Todo lo poco que soy”, de Roger Pérez, joven compositor camagüeyano. Toda Cuba la canta ya, el himno-balada que dice de nuestras debilidades ofrecidas al Señor. Desde el fondo de la nave, y con dificultad, se abrieron paso padres, madres, hermanos y sobrinos que traían las ofrendas. Cada ordenado recibió un cáliz de madera con vaso de metal dorado, hecho por manos obreras de la diócesis, regalo de todos los que habían intervenido en su confección. El P. Mestril se había encargado de ellos. Otros recibieron el pan y el vino para el Sacrificio.

El “Santo” y el “Cordero de Dios” fueron una exclamación expresiva de júbilo. En la Comunión, los concelebrantes, uno tras otro, tomaron el pan, lo mojaron en vino y comulgaron. Todos pasaron por la mesa, y los cinco, asistidos por seminaristas, tomaron los cálices y patenas colmadas de hostias. Toda la catedral se movilizó a recibir de las manos recién untadas, todavía olorosas a aceite de oliva, el pan Cuerpo y el vino Sangre. En dos filas apretadas que luego se abrieron en cinco, se movió la inmensa masa humana que participaba en la Cena, mientras coro y pueblo cantaban: “Bendice alma mía a Yahvé”, salmo 23, “Aunque pase por la oscuridad”, “Como brotes de olivo”, el salmo 100… Algunas se repitieron.

Terminada la Comunión, dando gracias y en medio de un silencio impresionante, surgió el canto de acción de gracias: “Alma mía, recobra tu calma”, de Manzano. El pueblo decía la antífona y Caruca cantaba el solo de los versos. La oración final.. y Mons. Zachi habló al pueblo de Dios allí reunido. Un gesto cariñoso para la diócesis. Les habló, lleno de gozo, de la alegría que le inspiró este acto, de la unidad de la Iglesia… Se le veía sensiblemente emocionado por la ceremonia. Le siguió en la palabra José Luis, que con una gran gracia al hablar en un castellano puro y, también emocionado, agradeció a todos. Estábamos terminando. Coro y pueblo acompañaron la procesión final con el salmo 117, “Este es el día en que actuó el Señor (que resonó como un grito jubiloso) sea nuestra alegría y nuestro gozo (algunos no podían articular, la garganta se trababa, los ojos enrojecían) porque es eterna tu misericordia”.

Los cinco habían entrado a la sacristía y se produjo lo más emotivo. Sólo algunos participaron de ello. Se abrazaron los cinco haciendo una ronda, un solo abrazo. Parecía una sola casulla con cinco galones rojos. No sabían si cantar o llorar. Había lágrimas, también los viejos ordenados, los de veinticinco años, los de diez, tuvieron que sacar sus pañuelos.

Ya despojados de sus ornamentos, salieron al presbiterio a saludar al pueblo. Descendieron las gradas. Abrazos, besos, más saludos… Gente venida desde Jatibonico a Jobabo, de Oriente a Occidente, querían saludarles. La Trocha, Santa Cruz, Nuevitas, Esmeralda, Guáimaro, Jiquí, Lugareño, Senado, ¡qué sé yo! Tendríamos que nombrar todos los pueblos donde hay comunidades, porque todos habían mandado aunque fuera un hermano. Una masa compacta quiso rodearles, saludarles. Aquella masa que se dispersaba por Luaces, el parque Agramonte, Cisneros… Aquel mar humano quería llegar hasta ellos. Alguien, al ver a José Luis tan pálido, exclamó: «¡Lo ahogan!». ¡Los ahogaban..!  Una anciana, bastón en mano, era guiada al presbiterio para que   pudiera salir por la puerta que da a la sacristía y evitar así la aglomeración dada su dificultad para caminar. Ella con voz gozosa respondió al que la guiaba: «¡No, m´ijo, me faltan dos, me faltan dos. Yo quiero abrazarlos a todos!» Así, lentamente, fue dispersándose aquella multitud. Las doce y treinta: ya era el día tres. Los coloquios y conversatorios en casa de los ordenados llegarían al amanecer.

El sol salió brillante. Todo parecía paz y tranquilidad en la ciudad de los tinajones y las casas coloniales. Pero había corazones acelerados que no podían contenerse. A las ocho de la noche, en la iglesia de San José se celebraría la primera Misa de José Luis, la primera de las cinco. Para la comunidad de la Vigía era un acontecimiento: uno de sus hijos, uno de sus niños, ya hecho todo un señor cura, compartía hoy el pan de la Eucaristía, lográndose el milagro por tantos años esperado. El gótico recinto era poco para tantos. Gladiolos naranja y rosados, rosas y azucenas, llenaban de santa belleza el lugar. El interparroquial presente: las lágrimas, que parece serían la nota predominante en esta celebración. ¡Era tanta la alegría!  La primera Lectura la haría Ramón Mendoza, la segunda, Rafael Casas. Sus padres traerían las ofrendas. La comunidad le regalaba a su hijo un alba y una casulla. Al momento de la elevación, tendrían que ayudar José Luis: sus brazos no podían por el nerviosismo y la emoción. Los saludos finales y el canto se confundían. Aquella noche José Luis, -el místico insomne- no podría dormir.

El día 4 Sarduy no pudo contenerse. Esperar hasta el sábado resultaba imposible. Su temperamento no lo resistía. Habló con Adolfo y éste le autorizó celebrar en privado. Asistieron sus íntimos, pequeño grupo. No todos los íntimos, que no hubiera sido suficiente el oratorio privado de La Merced. Éramos pocos laicos: Carlota, Marta Carbonell, Flor y Fernando, su sobrina Delia, la hermana de Carlos, Zita… Religiosos: la Hna Carmen, Carlos Manuel, Mariano, Vicente Abreu, Pepe Félix que le ayudaría, el P. Benigno, Casabón, y otros que escapan a mi memoria.

Una sencilla mesa cubierta de manteles blancos y sobre ella las formas y el vino. Pepe, el joven intelectual maduro, salió del salón de reuniones del convento revestido de casulla blanca. Se sentó, y comenzó esta Eucaristía familiar. Con la voz entrecortada por la emoción, pidió alegría y arrepentimiento. Ya había corazones que no cabían en el pecho: lecturas bíblicas, ofertorio, salmos e himnos. Llegó la fracción del pan. Jóvenes y viejos, laicos y religiosos, parecían madres que entregaban una hija el día de su boda. Por las mejillas de todos, incontenibles, surcaban hilos de agua salobre. El abrazo de paz fue tan emotivo como el del día de la ordenación. Uno sentía la mejilla del otro, mojada. Al memento de vivos, ¡cuantos nombres pasaron por nuestras mentes! ¡Cuánta gente querida que no estaba allí y pudieran estar gozando con nosotros todo esto!

Al memento de los difuntos, imposible olvidar a Ana Rosa, su mamá. El celebrante no pudo pronunciar su nombre, se inclinó sobre el altar. Las gotas brillantes dejaron su sombra húmeda sobre los manteles. En las preces letánicas, las voces entrecortadas improvisaron peticiones y  acción de gracias. Recordábamos el Cenáculo del día de Pentecostés: sobre cada uno de los asistentes una llama de amor ardiente, pero no estaba sobre la cabeza, estaba dentro, ardiendo, llenando de gozo, de gozo carismático. Al, fin un canto alegre a petición de Pepe. Pensaba que la gente lloraba de tristeza. ¡Basta de llorar!... Zita entonaba: “Con alegría sirvo al Señor… dale que dale, con alegría -y entre risas, cantos y lágrimas sin sollozos o quejidos, se terminó- dale, que dale, todos los días”.

Por la noche, La Soledad lucía como en sus mejores tiempos, toda iluminada, llena las naves de fieles: José  Manuel celebraba su primera Misa. Vestía la casulla  regalo del Papa, el alba obsequio de la comunidad. Misa concelebrada. Los presbíteros diocesanos se han quedado en la ciudad y querían participar en las primeras misas, vivir todo este gozo de gente nueva en una iglesia que renace y profundiza. Como dato sobresaliente, debajo del altar, un jarrón de gladiolos naranja y rosados le daba realce a la piedra del Sacrificio. Dominándolo todo desde su retablo de caoba y dorados arabescos barrocos, Santa María de la Soledad. El coro interparroquial seguía como en una peregrinación las primeras misas. El fenómeno coro-pueblo se repetía, todo una sola cosa. La primera Lectura la realizó Oscar Pérez, la Epístola, Lorenzo Ferrer, y de comentador, Juan Ricardo Mújica, seminarista  que se encuentra en el Servicio Militar. La homilía estuvo a cargo de Carlos Manuel de Céspedes, una conmoción espiritual a los que lo escucharon. En el ofertorio, sus padres y hermana llevaron las ofrendas. Se notaba sobremanera el carisma del celebrante, profundidad en lo espiritual, recogimiento en la oración, madurez, paz, firmeza. Fue una celebración de felicidad. La despedida, los saludos… algo único.

El día 5, temprano, ya Filiberto –que no cabía en su sotana siempre impecable- se movía agitadamente. El día anterior ayudaría al baldeo. Llegaron flores a las florerías del barrio y un grupo corrió a comprarlas. También Paquito hizo la cola. Aparecieron extrañas-rosas, azucenas, rosas rojas. A las tres de la tarde, Daisy e Iliana afinaban guitarra y armonio, ajustaban todo para que Carlos no tuviera problemas. El lugar del coro fue escogido en la nave de la Caridad. Bancos reservados a familiares, monjas, sacerdotes. Anunciada la ceremonia para las ocho, a las seis y media ya estaba colmada nuestra iglesita de El Cristo.

A la hora anunciada salió Paquito desde el salón de reuniones, convertido en Sacristía provisional. Iba revestido con casulla blanca, regalo de la familia Gutiérrez-Fernández- Un galón con una cruz roja. El galón, color oro, y un pez blanco,  bordado de verde, se entretejía en ella. El mismo adorno al frente, pero más pequeño. Lentamente se abrió paso por el pasillo central acompañado por los acólitos de la comunidad. La ermita centenaria parecía recién estrenarse. Las alfombras, las flores… la luz brillaba más.  Ya a esa hora no había espacio posible para nadie. Un lleno sólo comparable a la Misión de los capuchinos, años ha. A los pies del titular, la Madre de todos, en esta ocasión Santa María de la Caridad. Se repitieron los carismas de gozo. Enumerarles parecería redundancia.  La celebración fue todo un canto de acción de gracias. En el ofertorio, la comunidad hizo entrega de su presente. La primera Lectura correspondió a una Hna. de los Ancianos Desamparados, el Salmo responsorial a Flor de María, la Epístola a Eduardito Alarcón y el Evangelio y la Homilía a Mons. Filiberto Martínez. Sentencioso, con su personalísima forma de predicar, le dijo a Aracelia:

«Aquí tienes a tu hijo Paquito, nuestro querido Paquito, todo hecho un sacerdote de Cristo. Ojalá todos los familiares aquí presentes y los ausentes sepan comprender qué es un sacerdote, qué es ser familiar de un sacerdote, lo que eso significa».

En la Comunión, daría la primera a un sobrino preparado al efecto. La fila, interminable, como siempre. Entre los himnos y salmos de esta celebración –que servía de recordatorio- esta vez, a petición del celebrante, el himno de la unidad: “Más cerca oh Dios de Ti”- Al final, dio las gracias y anunció dar una bendición en particular a cada uno de los asistentes. Cuál no sería su sorpresa –y la nuestra-, cuando encabezando la fila esperaba su bendición el Señor Obispo Adolfo, que se apresuró desde su sede en el presbiterio y se situó el primero. Durante esta parte, pueblo y coro cantaron “Bendice alma mía a Yahvé” y otros himnos al son de claves y maracas, como es costumbre en el Cristo.

Antes de la bendición fueron los anuncios y avisos: la primera Misa de Sarduy es en  el Sagrado Corazón a las 8 de la noche del sábado, y la de Grau en la Catedral el domingo a las 10 de la mañana. Además una celebración de la Palabra terminada la misa esa misma noche en el convento de La Merced, donde estaba tendida Josefina. Josefina, así, a secas, porque todo Camagüey la conocía así.

Ella había pedido en el hospital asistir a la primera misa de Paquito, al que admiraba con solicitud, ya que no había podido hacerlo en las ordenaciones. El vestido estaba planchado. Uno de los que llevaba –como ella misma decía- la etiqueta distinguida de El Encanto. Pero el Señor quiso que asistiera despojada de carnal humanidad, y estuvo presente en la acción de gracias, en el memento de los difuntos.

Aquella misma noche y en el mismo lugar donde fuera tendido el Padre Elías, comenzó la celebración bíblica después del rosario. El P. Guzmán hizo el comentario.  Habló de la impresión que le causó encontrar  presidiendo el mortuorio la cruz gloriosa de la Pascua. Al día siguiente por la mañana, concelebración en el mismo salón, de cuerpo presente, seguido del entierro. Filiberto, de capa morada, esperaba mientras del campanario salían los dobles que parecían repiques. Llevábamos a Josefina, la siempre preocupada por los seminaristas, entre ellos y los curas, a la bóveda del Obispado. Allí reposa entre nosotros su misión testimonio de amor. Así queda dentro de la semana un dato que no podía pasar por alto. Alguien comentó: «Si pudiera salir de la caja y hablar, le diría al barrio: `Ya ven cómo me traen. Quizá una monja no tendría el privilegio que he tenido yo, sin familia, llegada de Panamá y ahora acompañada de monseñores y reverendos y la gente “jay”de la Iglesia, ¿Qué fue..?»    

Sábado temprano, Pepe Sarduy y su compañero sin ordenar Agustín Domínguez preparaban detalles de su primera Misa pública. Al presbiterio llevaron las sillas del salón consistorial del Obispado, las flores –o parte de ellas- del Cristo. Remozados en jarrones y floreros, los gladiolos naranja y rosados seguían participando de todas las Misas. Parecía como si el Señor quisiera premiar la humildad de sus Siervas las Hermanitas, que también se habían quedado. Ornamentos, lecturas, todo estaba dispuesto para la noche. Había que ir a almorzar ya que era el mediodía y Paquito invitaba a religiosas y sacerdotes y a los compañeros del IV Año que  permanecían aún en la ciudad. El menú: congrí, yuca con mojo, lechón asado, dulce, café. Criollo todo, como criollos eran los ordenados.

A las siete ya comenzaban a llegar fieles, familiares, amigos, al Sagrado Corazón, o San Francisco, como le llaman todos. En penumbra, iluminados por linternas se iban saludando. Llegaron Mons. Becerril y Mons. Filiberto con sus atuendos púrpuras. Adolfo participó como espectador. A las ocho salió Pepito, precedido de  acólitos y sacerdotes concelebrantes.  El P. Ramón concelebraría esta vez. Lucía cansado, con dificultades al leer el Canon. Entre los acólitos, su primo Eugenito. Los familiares y religiosos en su lugar reservado. La comunidad le había regalado una casulla blanca adornada con galón rojo al centro, resaltando cruces griegas alternas a los lados de éste. Se dejó escuchar el Salmo 23, “Aunque pase por la oscuridad nada he de temer”. Carlotica hizo la primera Lectura. La segunda, su sobrino Miguelín.  De comentador, Alberto Beyra. El Evangelio, Pepe.  El P. Mestril, la Homilía. Al fin, todo iluminado ya, siguió la ceremonia. Llevaron las ofrendas sus sobrinos Delia y Miguelín. La comunión, interminable como todas. Su padre, Miguel, recibió de manos de su hijo el Pan de Vida. En la acción de gracias Pepe se sentó en la sede como lo hizo durante la misa, en forma desgarbada, más bien tirado, encogido, como es su costumbre. Al final dio las gracias a todos, esta vez sin lágrimas, aunque Cheché Flores lloró toda la misa. Como listo que es, más por viejo que por sabio, lo había practicado todo antes para evitar emotividad intensa. El Salmo 23 cerró el acto, cantado por tercera vez: “…porque Tú conmigo estás, mi Pastor que me hace sosegar”.

Domingo por la mañana, las diez. Llegaba la última de las cinco. La Catedral vestía sus mejores galas. Los gladiolos anaranjados que comenzaron a abrir sus flores a los pies de la Candelaria, aquí debían de abrir sus últimas a los seis días de haber llegado de La Habana. Combinados con rosas y azucenas habían brindado su color y su perfume a todas las celebraciones. Las dos hileras de bancos, hasta el fondo, repletas de fieles, amigos, familiares. En nombre de la comunidad y antes de comenzar la misa, Ana Gloria Herrera hizo entrega de una casulla nueva, adornada con galón verde. Se divisan una lámpara, una cruz y las letras alfa y omega. Un abrazo y un beso sellaron el regalo.

Desde el fondo salió Grau para su primera Eucaristía. Había esperado hasta hoy como un héroe. Llevan incienso. Pueblo y coro se confundían en el canto de entrada. La primera Lectura la hizo su hermano Luisito. La segunda, la Hna. Alejandra. El Evangelio y la Homilía, el P. José A. Hevia, que había venido desde Santa Clara a participar y concelebrar. Las ofrendas las llevaban sus padres, Clara y Ramón. Al final dio las gracias  y recordó a personas que tenía que mencionar y que no estaban y a las que debía mucho: al Dr. Antonio Martínez y al P. Lebroc. El saludo afectuoso  y en apretadas filas, porque todos querían presentarle sus buenos deseos y frutos en la nueva vida.

Durante la celebración de Grau llegaría Paquito, sudoroso. Era su primer domingo de cura. Lo estaba haciendo como su maestro Filiberto: al trote, como un cura viejo. A las ocho de la mañana en Santa Ana, a las nueve en La Caridad, donde pronunció una homilía carismática, casi con don de lengua. Al final, hizo llorar a la comunidad con un gesto delicadísimo: anunció que daría una bendición especial a Esperanza de Varona, madre de un sacerdote nunca olvidado: Pepito Cortina.

Y así proseguía el domingo: Grau celebraría más tarde en Vertientes, Pepe en Nuevitas, José Manuel en Lugareño (a las cinco de la tarde tuvieron que inyectarle calmante  en el policlínico). Paquito en Minas, también a las cinco. José Luis en Céspedes. Algunos de los nuevos ordenados temblaban ante las colas para confesarse. Ese domingo, las comunidades servidas por  seglares que hacían diaconía en domingos alternos, recibían curas recién estrenados. Todas tenían motivos especiales de delicadeza  y atenciones. Enumerarlas y relatarlas sería no terminar con esta crónica.

Sin embargo nos vemos obligados a resaltar algunos detalles de esos días: los cinco cuadros de  Molné, regalados a cada uno de los cinco por la comunidad de La Caridad, con motivos eucarísticos. La gran ayuda de la comunidad de La Soledad para mejor recibir a los peregrinos. La acogida dada por los camagüeyanos a los visitantes. Las oraciones y sufrimientos ofrecidos desde mucho antes de la fecha por los nuevos padres. Las oraciones que sabemos se hicieron desde lejanos conventos, pidiendo porque no nos defrauden en su ministerio.

Y regresaron los viajeros. Amistades, familiares, todos lo hacían contentos, agradecidos, gozosos de haber pasado, unos un día, otros dos, algunos cinco, los menos siete. En su corazón –dicho por ellos mismos- llevaban el amor de hermanos, el espíritu comunitario que vive en la diócesis, el enlace de hijos de un mismo Padre, la veneración que tienen los camagüeyanos por su Obispo y Pastor.

Terminales de ómnibus, trenes y aeropuertos vieron como los acogedores despedían a sus acogidos. En muchos casos, la salida de las casas, el despegue de los vehículos regados con hisopos de párpados… “¿Cuándo vienen de nuevo?” “… Recuerden que no hace falta otra Ordenación para venir…”  Es la familia cristiana que cada día estrecha más sus lazos de amor que se van tejiendo alrededor de sus obispos y pastores. Aquí somos uno. No hay intereses mezquinos capaces de dividirnos…. “¡Les esperamos!..” “Oh… sí… Guanajay es muy lejos…”  “…No importa, en las vacaciones se dan una vuelta…”

Así quedan estos días de una semana que calificarán de “Mayor”. Sólo viviéndola podría entenderse, porque todo lo que cuenten será poco para los seis días de gozo, emociones fuertes y carismas vividos. Prueba de todo, los telegramas, cables, cartas, agradeciendo y dando muestras de su regocijo. Ni un disgusto se confrontaría en ninguno de los órdenes. Por eso a este cronista, como al resto de todos los camagüeyanos, sólo le queda repetir tal como comenzamos en una expresión de júbilo, el lema de los ordenados:

¡El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres!