12 de octubre de 2014

Agramonte

 
Agramonte

«La centralización hace desaparecer el individualismo,
cuya sobrevivencia sostenemos como necesaria a la sociedad.
De la centralización de poder al comunismo no hay más que un paso;
se comienza por declarar impotente al individuo
y se concluye por justificar la intervención del estado en su acción, destruyendo su libertad, sujetando a reglamento su deseos,
sus más íntimas afecciones, sus necesidades todas.»
Hugo Byrne,
a su hija Carolyn

No es este el alegato de un intelectual desterrado por el castrismo. No fue escrito por Guillermo Cabrera Infante. No es una denuncia anti-totalitaria del francés Jean Francoise Revel o del colombiano Plinio A. Mendoza. No es obra del poeta ruso Alexander Solzhenitsyn. Es parte de un discurso pronunciado en la Escuela de Leyes de la Universidad de La Habana el día 8 de junio de 1866 por un joven abogado de nombre Ignacio Agramonte y Loynaz, en la oportunidad de su investidura como Doctor en Derecho Civil y Canónico.

 A pesar de que lo que llaman “enseñanza” en la “sociedad cubana de hoy” limita extraordinariamente toda información relativa a los fundadores de la nacionalidad, no podían pretender que Cuba se forjara de la nada a partir de enero de 1959. Actuaban como si Fidel Castro fuera Dios, pero afirmarlo habría sido ridículo.

 Como que la “revolución castrista” no podía surgir del vacío, buscaron un preámbulo adecuado. Es cierto que las teorías del brujo Marx y sus interpretaciones prácticas por el genocida Lenin las elevaron al nivel de revelaciones trascendentes de la historia, “ciencia” que ellos inventaron y que sólo ellos dominan. Sin embargo, necesitaban algo más sólido para darle justificación histórica al desastre que crearían.

 Su apócrifa referencia a la lucha por nuestra separación de España es en este contexto una simple preparación al advenimiento del visionario heroico e invencible que todavía ofende con su existencia los miserables remanentes del pueblo que destruyó. Repasemos la utilización de nuestros próceres por el castrismo.

 De Martí toman los elementos románticos de su ideario y sus prevenciones hacia los poderes del norte. Usan su temor ante un expansionismo superado desde hace más de tres cuartos de siglo por realidades políticas contemporáneas: callan y ocultan lo más esencial en el verdadero ideario político martiano.

 De Maceo usan su paradigma de rebeldía nacional, aunque explotando el tema racial. Ocultan por supuesto que para el Lugarteniente General la independencia de Cuba era más importante que la raza.

 ¿Qué podrían alegar de Agramonte para identificarlo con la desgracia que hoy aflige a Cuba? ¿Cómo ocultar sus convicciones y su abierta militancia individualista y anti-totalitaria? Agramonte fue anticomunista cuatro décadas antes que el comunismo fuera poder en ninguna parte. Su visión profética previó el sistema totalitario, tal como se desarrollara en sus múltiples variantes durante el siguiente siglo y lo rechazó con asco e indignación.

Para mi conocimiento sólo existe una biografía de Agramonte escrita en Castrolandia e impresa por la Imprenta Nacional. Su autora es una tal Mary Cruz, sumisa del Régimen. En el libro titulado “El Mayor”, dice Cruz de Agramonte «…asoman los resabios de su condición de intelectual burgués en defensa del individualismo y contra el comunismo, con las mismas falsas razones y dibujando la misma caricatura que pintaban los reaccionarios de aquel tiempo y pintan los actuales… pero no hemos de asombrarnos de la ingenuidad de Ignacio Agramonte un siglo atrás, cuando muchos de nosotros los cubanos de este siglo (XX) hasta hace brevísimo tiempo estuvimos también ciegos y engañados por las mentiras con que esconden su codicia las civilizadas naciones del mundo occidental».

No es necesario comentar lo anterior pues los lectores son harto capaces de sacar sus conclusiones: la figura histórica de Agramonte es detestada por los comunistas y con buenas razones. Incapaz de fusilar al fantasma de Agramonte y no pudiendo borrarlo de nuestra historia, Castro intentó sin éxito disminuir su legado. Repasemos la heroica y breve vida de Ignacio Agramonte.

Hijo de Ignacio Agramonte y Sánchez, letrado y terrateniente de quien los poderes coloniales sospechaban actividades separatistas, nace Agramonte el 23 de diciembre de 1841, cursando sus primeras letras en Puerto Príncipe. A los 11 años es enviado a Barcelona, donde inicia estudios superiores. Tres años después regresa a Cuba, ingresando a esa forja de patriotas llamada “Colegio El Salvador”, dirigido entonces por Luz y Caballero. Entabla una amistad de por vida con dos de sus condiscípulos; Antonio Zambrana y Manuel Sanguily.

 Algunos historiadores españoles lo tildan de implacable y sanguinario. La acusación es infundada. Aunque por regla general el rebelde camagüeyano era sereno y reflexivo, era también capaz de violencia extrema al defender una causa justa. Al alzarse contra la Colonia en 1868 su cuerpo mostraba cicatrices sufridas en duelo, defendiendo el honor. Durante la infame época llamada “guerra a muerte” que iniciara el Conde de Valmaseda, ejecutando sumariamente a todo rebelde capturado, Agramonte ripostó con la misma moneda, aunque de forma aún más sangrienta. Para ahorrar las escasísimas municiones, el Mayor General Insurrecto ordena que las ejecuciones de prisioneros sean hechas usando arma blanca: no tenía alternativa. Al ver a sus hombres despedazados en la orilla de los caminos, Valmaseda da contraorden, deteniendo la carnicería.

 Agramonte alcanzó la estatura de seis pies y dos pulgadas, excepcional para su tiempo. Era delgado pero muy fuerte, tirador certero, jinete experto y guerrero nato.

Al regresar a Puerto Príncipe después de graduarse en leyes y rendir breves servicios legales en un bufete de la capital cubana, Agramonte es nombrado juez en Camagüey. En esa época conoció a su futura esposa Amalia Simoni, belleza de la sociedad principeña con quien casa a principios de agosto del 68: su luna de miel sería breve.

Tras el alzamiento de Bernabé Varona en Camagüey, que siguió en breve al de Céspedes el 10 de octubre, los vaqueros camagüeyanos alcanzan su primera victoria en el combate del Puente de Tomás Pío. En esa acción 150 jinetes insurrectos ponen en fuga a centenares de soldados de la infantería colonial y nace la leyenda de la caballería de Camagüey. El héroe del día es Agramonte, quien ataca al frente de la tropa, al descubierto y machete en ristre, desafiando a la muerte.

Pero su principal interés, irónicamente no es hacer guerra, sino fundar una república independiente. Es así como organiza en 1869 y en la compañía de su antiguo compañero de clase, Antonio Zambrana, la Asamblea Constituyente de Guáimaro, en la que sirve como secretario. También es secretario de la primera Cámara de Representantes de Cuba en Armas, organizada en esa localidad de Camagüey, por la misma Asamblea Constituyente. Al nombrar ese cuerpo legislativo a Céspedes como Presidente de la República, este nombra a Agramonte como Jefe de Operaciones en Camagüey, confiriéndole el rango de Mayor General del Ejército Libertador de Cuba. Las ironías del destino convierten a este civilista en virtud de su capacidad de mando, en soldado, después de una carrera parlamentaria meteórica de sólo dos semanas.

Desde su nombramiento como jefe en Camagüey hasta su muerte en combate, Agramonte se dedicó enteramente a la ingrata guerra contra el dominio colonial en Cuba. Su finca, otros inmuebles y valores de su posesión fueron confiscados por órdenes de Valmaseda, por lo que se vio forzado a trasladar su familia a un rancho en la Sierra de Cubitas. Allí nacería su primer hijo y allí sería concebido su segundo, que el insigne patriota cubano nunca llegaría a conocer. Ese rancho fue también confiscado por los vengativos coloniales, forzando el destierro de su esposa a Estados Unidos.

En su correspondencia personal el jefe insurrecto describe el comportamiento de sus soldados así: «Mis soldados no pelean como seres humanos, luchan como fieras». La carencia de vituallas básicas para hacer la guerra era un problema fundamental para la insurrección. Ante la ausencia de pertrechos en la manigua de la “Guerra Grande” los insurrectos llegaron a fundir balaustres de puertas y ventanas para substituir plomos. En una ocasión, alguien preguntó a Agramonte con qué contaba su tropa para continuar la guerra. Fue durante el “año terrible” de 1871. Su respuesta constituyó una inspiración para los separatistas de su época:«¡Si no tenemos armas con qué luchar, lucharemos con la vergüenza de los cubanos!».

Sería prolijo enumerar todos los victoriosos combates de la Caballería de Camagüey al mando del Mayor General Agramonte, pero puedo citar algunos de los más notables, como Sabana Nueva, La Entrada, San Mateo, Hato Potrero, Palmarito, San Fernando, La Matilde, Socorro, La Redonda, Las Tunas y La Industria. O, simplemente describir la acción de armas más espectacular de todas las guerras por nuestra independencia, ocurrida hace exactamente 143 años hoy, el siete de octubre de 1871. Me refiero al rescate del Brigadier Manuel Sanguily.

Sanguily, segundo de Agramonte y su amigo desde los años escolares, había sido apresado por fuerzas coloniales al mando del Comandante español César Mato, por un descuido de la escolta del primero. El Comandante Mato encabezaba efectivos parciales de dos compañías de infantería (casi 200 hombres) en proceso de dirigir su columna en retirada con prisioneros tomados a la insurrección, cuando de súbito fue emboscado por Agramonte, quien sólo comandaba en ese momento 35 oficiales y soldados de caballería más cuatro tiradores expertos para apoyar el ataque que se organizó en un manigual cercano al paso del enemigo.

Previamente Agramonte había ordenado a su tropa «…rescatar a Sanguily vivo o muerto, o quedar todos nosotros allí». Sorpresa total y éxito completo. Los francotiradores dieron cuenta de tres o cuatro soldados coloniales casi a quemarropa en la primera descarga, mientras al toque «a degüello», la caballería se abalanzó sobre la columna de infantería, machete en mano. Los españoles corrieron en desorden, dejando una docena de muertos sobre el campo, mientras que Agramonte desaparecía con Sanguily sin sufrir una sola baja, antes de que el sorprendido Mato pudiera reformar su columna.

Por desgracia los cubanos no eran los únicos capaces de usar emboscadas con efectividad, como pudo comprobarse dos años después. El arrojo y abandono de Agramonte al cargar contra las filas enemigas se hizo más evidente a medida que conflictos intestinos causaran que la suerte de la guerra empezara a abandonar las filas de la insurrección.

En su última carta a su esposo, Amalia Simoni escribía «…te ruego que no te batas con esa desesperación, parece que ha dejado de interesarte la vida…no sólo por mí sino por Cuba te suplico que te cuides y no tomes riesgos insensatos».

Las primeras tropas especiales del Ejército Español, de las que más tarde surgiría El Tercio y después La Legión Española que el general Millán Astray conformara a imagen y semejanza de la Legión Extranjera Francesa, surgieron en Cuba durante la Guerra de los Diez Años. Su primer caudillo era un diminuto mallorquín, quien apenas sobrepasaba los cinco pies de estatura, pero el que se destacaba como oficial eficiente y brutal. Para obtener favores del corpulento Capitán General Conde de Valmaseda, quien no lo tenía en mucha estima, el Teniente Coronel Valeriano Weyler y Nicolau bautizó esa tropa experimental como “Los Cazadores de Valmaseda”.

Que el futuro azote de nuestra patria dirigiera las tropas españolas en la acción en que pereciera Agramonte, fue quizás una premonición fatídica. El combate ocurrió el día 11 o 12 de mayo de 1873, en las cercanías del potrero de Jimaguayú. Emboscado por la tropa de Weyler, Agramonte cayó abatido junto a su caballo. Aunque malherido se batió hasta el fin y, de acuerdo a sus victimarios quienes se llevaron su cadáver a Puerto Príncipe, tuvo que ser ultimado a bayonetazos y tiros a quemarropa. Fue incinerado en secreto para impedir protestas populares y sus cenizas esparcidas al viento.

Agramonte no ha recibido el reconocimiento histórico que merece. Aparte de algún romanticismo sensiblero, su compleja personalidad de hombre de acción e intelectual simultáneamente, no ha sido objeto aún del estudio sistemático y profundo que su vida amerita. Su legado a la historia y a Cuba reside en su fidelidad a esos principios que tan elocuentemente resumiera en su investidura a Doctor en Leyes hace siglo y medio.

Hace 12 años tuve el orgullo de asistir a la investidura de Maestría en Ciencia Política de una joven quien sustenta los principios éticos que animan las raíces del destierro histórico cubano. Ella alcanzó ese grado a través de una lucha sin cuartel con profesores marxistas-leninistas, partidarios declarados del totalitarismo. Su exaltación nada menos que a la Maestría en un campo totalmente controlado por los enemigos de la libertad de Cuba fue obstaculizada a cada paso, pero al final no pudo ser negada o impedida, porque en ella reside un espíritu que no renuncia ni se doblega. Es la voluntad indomable de nuestra nacionalidad, que pervive. Es la semilla de la libertad que contra toda esperanza germina y fructifica.

Retrospectivamente veo en su éxito académico la reivindicación de la tradición cubana. Una alegoría y ejemplo vivo de que, a pesar de nuestra relativa debilidad, a pesar del cansancio de más de cinco décadas de lucha sin cuartel contra una tiranía cruel y criminal que no perdona, a pesar de las deserciones, a pesar del olvido, las mezquindades, la indiferencia, la cobardía de tantos, las traiciones y la falta de recursos, siempre contamos con un arma con la cual, como afirmara Agramonte en su respuesta a una pregunta irrespetuosa, siempre podremos contar. 

Esa arma, que nunca ha conocido la derrota de quien la esgrime, que ni se mide ni se pesa, a la que el tiempo nunca mella ni corroe, de la que enemigo carece totalmente y a la que siempre podremos recurrir cuando todas las demás se nos agoten, es, como nos recordó el inmortal camagüeyano, la vergüenza. La vergüenza de los cubanos libres.

 
Remitido por Joe Noda

7 de octubre de 2014

Ocurrencias de la Marquesa

Ocurrencias de la Marquesa

Por Víctor Vega Ceballos

Los títulos nobiliarios llegaron a Camagüey un poco tarde, cuando ya las ideas de independencia y libertad habían prendido en la conciencia popular, impulsadas por el viento fresco del Norte y el ejemplo de la Revolución Francesa. El sistema colonial español, que databa de siglos, comenzó a resquebrajarse. Las poblaciones costeras de Cuba se vieron inundadas por la corriente de soldados y funcionarios que escapaban de un continente convulsionado, en plena erupción separatista.

 
España, en quiebra, extremó la medida de obtener recursos económicos con la venta de nombramientos de condes y marqueses que respondían a necesidades del fisco y de la vanidad, que solo estaban acompañados de la elección del fuero jurisdiccional y del temor que inspiraba quien está investido de una dignidad superior aunque sea aparente.

Los camagüeyanos nunca tomaron en serio las preocupaciones nobiliarias. Eran campesinos a quienes costaba mucho trabajo reunir un capital y, separados del resto de la Isla y hasta del mundo por impedimentos de las comunicaciones, no tenían el marco adecuado para lucir tales lujos. El primer ennoblecido fue un señor afecto al gobierno a quien se le atribuyó, como mérito para la obtención de la gracia, haber sido delator de una conspiración, lo que le hizo odioso a sus coterráneos.  El segundo fue un mozo bien plantado que cambiaba la “p” y la “b” en “f”, que llevaba los calzones maculados a consecuencia de un spru tropical y que a su padre llamaba “Fafa Tino” en lugar de Papá Faustino, que era el nombre de su progenitor; como se hizo comprar un título para casarse con una bellísima paisana, sus rivales, en venganza, colgaron a la puerta de su morada un cartelito que decía: “El marqués de Fafatino / es un noble caballero: / tiene en la bragueta un sino / y un blasón en el trasero”.

Aunque dinero es lo que dinero vale, los camagüeyanos sabían que no era  negociable un hato de ganado por un título. La imposibilidad de llegar hasta Su Majestad con tales pretensiones, avivó el buen juicio de una gente ahorrativa, sencilla y práctica, que miraba burlescamente los escudos de armas, blasones, motes y otras zarandajas, a que tan afectos son en otras regiones.

La riqueza camagüeyana era puramente ganadera, enviando carne salada, cueros, grasas y hasta animales en pie a México y tierra firme, pero cuando en el resto de la América proliferaron cerdos y vacunos, la ganadería pasó a un plano secundario, útil solamente para el consumo local y para surtir barcos de travesía, no muy numerosos entonces.  El azúcar, el tabaco y el café, que hicieron poderosos a muchos vecinos de otras provincias, se producían en la región camagüeyana en cantidades comerciales.

La gran opulencia no correspondió a esa región central de la Isla, aunque sí la abundancia   y el bienestar que proporciona la posesión de extensos feudos, la fertilidad del terreno y la abundancia de carnes y viandas. Pero el signo fiduciario, ese elemento de cambio eficaz representativo de la riqueza, nunca abundó en la colonia que vivía en ansiedad esperando la flota de la plata y los situados mejicanos. Camagüey no participaba en esas ventajas limitadas a La Habana y un tanto a Trinidad y Santiago de Cuba..

A pesar de todo llegó el momento en que los camagüeyanos volvieron la vista a los timbres de nobleza, no por lo que representaban en la jerarquía social, sino porque conllevaban la ventaja de no ser reducidos a prisión por deudas los titulares, y poder sustraer al fuero ordinario sus pleitos y someterlos a los tribunales de la metrópoli, así como librarse de las autoridades comunes por cualquier delito cometido, con excepción del de traición y lesa majestad.  Solo por esto, algunas connotadas familias adquirieron títulos de nobleza: porque los pleitos eran costosos, interminables, y los contumaces pleitistas de la región eran arruinados por abogados y jueces.

Entre los pocos titulares camagüeyanos se hallaban don José Agustín Cisneros, primer Marqués de Santa Lucía. Su esposa era una camagüeyana reyoya, humorista de calidad, que tenía en más valimiento sus inmensas haciendas, hartas de ganados y excelentes maderas, que un título que le había costado buenas “peluconas”. Con algo de rústica y mucho de aguda, asombraba a familiares y amigos con salidas, ocurrencias y dicharachos de su cosecha, capaces de sacarle los colores a la cara a un palúdico bajo los efectos de una terciana. Respetada y temida, hacía gala de un lenguaje hiriente y mordaz, sin respetar alcurnia ni preeminencia. Tenía un vocabulario campesino que se distinguía por lo acertado y objetivo. Sus refranes tenían perfume de selva, olor de bestias en celo, fuerza primitiva.

A su marido, cuando un hábil tratante de ganado quiso venderle una torada a bajo precio, ella, con el desarrollado sentido común de su raza, se opuso al  trato con estas palabras: “Arriero que vende mula, o patea o recula”, porque adivinó la treta del venderdor. Frente a la resistencia de criados o amigos solía exclamar: “cubano y potro, que los domine otro” y a los inconformes con el bien ajeno les apaciguaba con la siguiente expresión: “La yegua que es del terreno no se la come la vaca”.

La perspicacia de esta dama era extraordinaria; veía crecer la hierba y sentía el ruido de los alelíes al abrir sus corolas. Adivinaba los manejos turbios de los funcionarios, las intrigas de abades y sacristanes, los pensamientos pecaminosos de su mundo provinciano. Su casa, amplia y cómoda, sin más lujos que los de su mesa abastecida, estaba abierta para socorrer a necesitados y dolientes, y también para recibir a los personajes investidos de autoridad, no solo para rendirles pleitesía, sino para descubrir las ocultas intenciones y malsanos propósitos que abrigaran.

Cuando el señor Vázquez, un amable viejecito que había gobernado con más suavidad que inteligencia, fue sustituido por el coronel Carmelo Martínez, un desventurado mandón, a quien los camagüeyanos llegaron a odiar, amargándole la vida con acusaciones, octavillas, pasquines, anónimos, ensaladillas y maldiciones, tratándolo de Mazorral, motolito, zaguango, embustero y ladrón, la casa escogida para la recepción de “entrada” fue la de los Marqueses de Santa Lucía, que si no era la mejor de la ciudad, al menos daba comida con generosidad y vinos de las mejores bodegas españolas. El reducido núcleo de la buena sociedad se deshizo en atenciones al invitado de honor, y sus componentes esperaban “la salida de la Marquesa” como el mejor  manjar del banquete, que no tardó en producirse; porque cuando el inédito gobernador besó la mano de la anfitriona y le dirigió la frase habitual: “¿Cómo está, excelentísima señora?”, la intrépida contestó, con cierto retintín: “Aquí, domando potros”. Un tanto confundido, don Carmelo preguntó: “¿Es que doma  usted las crías de sus haciendas?” “No, señor, repuso ella, domamos gobernadores, porque de España venís cerreros, y apenas os hemos domado os llevan a otras partes, renovando nuestros trabajos”.  Algunos afirmaron que la distinguida señora había llamado bestia al gobernador ya sus predecesores y sucesores, y leyeron en sus expresiones la inconformidad y el temor de todo gobernado ante un nuevo mandante.

Pero no podemos, a tantos años de distancia, meternos en esas averiguaciones. Baste saber que el hijo de ese matrimonio: don Salvador Cisneros Betancourt, fue un connotado libertador, Presidente de la República en Armas, Senador de la Cuba soberana, convencido demócrata, único titular a quien sus devotos paisanos  jamás apearon el tratamiento, porque para ellos era un verdadero Marqués, que había ganado el título por acciones de guerra y en las lides gloriosas de la paz.