28 de abril de 2014

En tiempo real desde Cuba

DEL DIARIO DE UN CURA RURAL

“Diario de un cura rural” es una soberbia película francesa que dirigió  Robert Bresson en 1950 basada en la novela homónima de Georges Bernanos. En Cuba se escribe otra versión. No se filma -¡quién pudiera!- sino que  sólo se escribe en la Internet. Y no con poco riesgo.  
Crónicas Caribeñas VIII

¡¡¡Felices Pascuas!!!

Acaba de terminar la Semana Santa, y todo regresa a la calma mientras me envuelve una sensación de ingravidez. Ya de por sí la Semana Santa es movida, y más en Guáimaro, donde yo me empeño en que se haga todo en todos los pueblos. Esto quiere decir que desde el Domingo de Ramos hasta el de Resurrección, hago equipo con un mínimo de 18 misioneros para llevar las celebraciones de la Semana Mayor a mis nueve pueblos. Este año tuvimos la feliz coincidencia de que la Semana Santa fue semana de vacaciones para los estudiantes, por coincidir con el aniversario de la batalla de Bahía de Cochinos, y aunque siempre tuve misioneros voluntarios de otros sitios, los jóvenes de la parroquia dieron el frente a las misiones de un modo excelente.
         
En la casa parroquial dormíamos diez personas, y desayunábamos todos los misioneros porque desde aquí se salía para las misiones en los pueblos. El día comenzaba con los Laudes junto a la comunidad parroquial, a las 7.30 am, luego teníamos media hora de oración ante el Santísimo expuesto, desayuno, pequeña reunión para compartir rápidamente las experiencias del día anterior y dar las indicaciones de ese día, y de ahí a los pueblos.
          
Yo iba y venía de un sitio a otro, para hacerme presente en distintos lugares, mientras me rodeaba el mundo de los “y además” y de los imprevistos.

Y además…

Los “y además” fueron las construcciones en la parroquia, que decidimos no se pararan por la Semana Santa, estar atento a la coordinación de tres carros para el transporte y recogida de los misioneros, conseguir gasolina, ir dando a los misioneros lo que iban necesitando para la misión, y estar atento a que no faltara lo necesario para la comida de los que estábamos en casa.
        
 Aquí el tema estrella es el pan, porque si de momento falta la harina, o el aceite, o se rompe la panadería, entonces es cuando se entiende en profundidad lo que es padecer.
        
 Por suerte, hace unos meses hicimos un descubrimiento importante y trascendental: dónde conseguir pan y huevos en los momentos en que uno de esos artículos, o ambos, se pierden del horizonte tangible. Existe un sitio mágico: la funeraria.
          
El feliz descubrimiento vino a raíz de la fiesta de los Reyes Magos, en la cual queríamos mandar a hacer un cake para la fiesta con los niños, pero no había huevos. Como sucede por momentos en nuestra querida Absurdia, los huevos habían desaparecido.
         
 Desde hace meses, viven conmigo en la parroquia un seminarista que está haciendo un año de pastoral y un matrimonio de La Habana que me está ayudando con el acompañamiento a los jóvenes y la pastoral familiar. El chico de este matrimonio tiene una increíble capacidad de gestión, así que lo enviamos a explorar la posibilidad de encontrar huevos en medio del desierto. 

Cuando regresó, traía los huevos necesarios y nos explicó que había descubierto que en la funeraria, cuando hay algún fallecido, venden pan con tortilla, y que le habían “resuelto” los huevos. Eso nos dio también la luz del pan, porque cuando hay poca harina o poco aceite y no puede hacerse pan para la población, uno de los sitios que se prioriza es la funeraria.

Eso sí, si hay muerto tenemos huevos, porque el almacén de la funeraria está abierto, pero no tenemos pan. Si, por el contrario, no hay muerto, tenemos pan, porque la producción para la funeraria queda disponible, pero no tenemos huevos porque cierran el almacén. Bueno, no se puede tener todo a la vez, ¿no?
Imprevistos.

La vida sin imprevistos sería muy aburrida, y no podían faltar en un momento tan importante como la Semana Santa. Para empezar, mi carro, que por mucho que lo cuide siempre se rompe en tres momentos básicos: Navidad, Semana Santa y la novena a la Virgen de la Caridad. Este año menos mal que sólo fueron los platinos y un par de tornillos que soltó en sabe Dios qué bache.
          
Mantener funcionando un Toyota corona del 88 no es que sea muy fácil. Para empezar, es un carro que ya no se fabrica y todas las piezas que se le rompen tienen que ser adaptadas. Por otra parte, a la carretera Guáimaro-Camagüey la llamamos, cariñosamente: el destornillador, por la cantidad de baches inevitables, a lo que se suma que mis amortiguadores no hacen honor a su nombre y llega el momento en que te sientes en una caja que, simplemente, da tumbos.
        
 No fue fácil que el carro pasara la inspección técnica, que ya le tocaba, y que aquí le decimos el “somatón”. Cuando pudimos tener el Toyota lo más listo posible, fuimos a que lo examinaran, pero le detectaron un amortiguador malo. Nos dieron un papel como que habíamos ido al “somatón” y explicitando que teníamos que arreglar el amortiguador. Cuando me iba para Guáimaro, me pararon en el “Punto de control” de la policía y me dijeron que me pondrían una multa “porque no tenía el somatón”. En vano saqué el papel que me habían dado, en vano intenté explicar que ya había ido a la revisión y que regresaba precisamente para arreglar el problema, en fin, era como hablar con un muro, así que me sulfuré y como ya sé que cuando me sulfuro, si no descargo luego me duele la cabeza, le dije en el modo más enfático posible que “ustedes no dan nada y exigen como si estuviéramos en Holanda…. [censurado en beneficio del autor]  …pero ninguno de los dos policías pareció haber oído nada. Me pusieron la multa como si fueran robots y ni me miraron. Yo estaba molesto, pero no tuve dolor de cabeza.
          
Antes de la Semana Santa logramos pasar la inspección. Mi padre llevó el carro y pagó los 31 pesos del derecho a la inspección. Revisaron el carro de arriba abajo, en un aparato que lo mueve todo y que parece que te lo va a desarmar más que otra cosa. Al final dijeron que no podían aprobarlo porque la dirección tenía un tornillo flojo. 

Mi padre salió de allí, apretó el tornillo y volvió media hora más tarde, pero aquí las cosas o se hacen bien o no se hacen, así que tuvo que pagar otra vez los 31 pesos y pasar toda la revisión que habían hecho hacía sólo media hora antes, para comprobar que ahora sí el tornillo estaba en su sitio y podían ponerle el sellito de “aprobado”.
          
Aun así, después de un par de pasadas por el “destornillador”, y metiéndose en los infra montes del Guáimaro profundo para llevar misioneros, lo extraño no es que se le caiga un par de tornillos, sino que sólo sea un par. Gracias a Dios mi chófer se le cuela a la mecánica y no le importa seguir viaje lleno de grasa. Eso sí, al final, no pudo terminar la Vigilia Pascual, después de meterle la frente dos veces al banco de delante, comprendió que si quería resucitar lo mejor que hacía era irse a dormir.
         
 Además del carro y en medio del “haz esto”, “haz lo otro”, “sube la escalera”, “baja la escalera”, tuve la visita de los inspectores de vivienda por lo de las construcciones, un bautizo de esos de “ay padre por lo que más quiera, que los padrinos no son de aquí y se van en estos días”, y la persecución implacable del señor que me vende pescado de mar y que no se rindió hasta que pudo dar conmigo y me vendió parte de la carga. Eso sin contar con los habituales feligreses que después de haberme yo pasado cuarenta días en Cuaresma insistiendo en las confesiones, vienen ahora, en plena Semana Santa, y te ponen ojitos de gato de Schreck y te dicen: “Padre, ¿y no tienen un tiempecito para confesarme?”
          
 Por lo demás, ha sido una semana tranquila. A mi Cristo del Via Crucis le advertí que no fuera a salir con reloj como el del año pasado, y que cuando se muriera, que no se le ocurriera bajarse él mismo de la cruz, que cuando uno se muere no hace esas cosas. Aun así, como no le dije nada del anillo, pues tuvimos este año Cristo con anillo, pero vamos mejorando. Al menos no nos pasó como en otra parroquia, donde en la obra de Semana Santa el que le tocaba gritar: “¡Crucifícalo, crucifícalo!” parece que se puso nervioso y en medio del silencio se oyó una voz que decía: “¡Incrústalo, incrústalo!”

Felices Pascuas… a pesar de…

Y así ha pasado la Semana. Yo he intentado vivirla lo más plenamente que he podido, y estoy contento del modo en que la ha vivido la parroquia, si bien no ha sido una semana “de gozo”. Uno de los comentarios de los misioneros ha sido la apatía de los pueblos, la poca energía, el poco ánimo, la falta de alegría. Pero esto no es un problema “de la Iglesia”. Cuba, mi Absurdia, no vive momentos de apatía sino que vive inmersa en la apatía, que es uno de los frutos de la desesperanza. Continuamente experimentamos una sensación de estancamiento, de parálisis vital, de vida sin horizonte. Y nos sentamos frente al muro, sintiéndonos, como pueblo, impotentes, incapaces de echarlo abajo por nuestras propias fuerzas. Y esperamos, mientras la vida pasa.
           
Una de las misioneras jóvenes regresó un día del pueblo a dónde la había mandado y pidió hablar conmigo, visiblemente angustiada. Me dijo que había regresado muy mal, porque había ido a hablar de Dios a una niña que, sin tener idea de Cristo, ni de religión, ni de Semana Santa, le dijo: “¿Me trajiste algo de comer?”

El paraíso de Almodóvar.

Ciertamente, la fe es un proceso que tiene que vivirse desde dentro, para poder sacar de ella la fuerza y la energía que permitan enfrentar lo que cada momento va poniendo delante. Cuando miro a mi pueblo y veo su cotidianidad, siento tristeza, porque es un pueblo que vive luchando entre olas continuas, intentando, obstinadamente, sobrevivir.
          
Y así, veo pasar un carro fúnebre empujado por los dolientes hasta el cementerio, porque se ha quedado sin gasolina; o me cuenta una señora que en su finca le mataron una vaca y la policía llegó a reportar el caso trayendo ya consigo sus cuchillos y sus bolsas de plástico para llevarse los restos; o me dicen los universitarios que la comida del día fue harina de maíz, plátano verde hervido y un pan; y luego viene a verme un padre preocupado, porque su hijo ha tenido problemas en la escuela porque le dijo en público a la maestra que “canción” se escribe con C y no con S, como ella había puesto en la pizarra; y después me cuenta un joven que su tía le pidió por favor que le dejara ponerle una multa de diez pesos y que ella se la pagaba, porque se terminaba el mes y no había cumplido el cuota de multas necesarias para que le dieran la “estimulación” económica; o me cuentan que una enfermera estaba pasándole a un paciente jugo de guayaba en vena porque la indicación médica decía “alimentación parenteral”…
         
 Al final, siento que necesito un respiro, y me voy con otros curas a pasar un rato, y decidimos que nos apetece comernos una pizza, y la buscamos, pero una pizzería está cerrada por salud pública, en otro sitio estatal el pizzero no ha venido a trabajar, nos vamos a un particular, pero ya se le acabó la materia prima, y terminamos pagando una pizza en CUC, comiéndola con dos cuchillos de plástico porque no tienen tenedores, chupándonos los dedos porque no hay servilletas, y descubriendo, por las marcas del fondo del plato de un plástico gomoso, que aunque está pensado para ser desechable, no eres tú la primera persona que se come allí una pizza.

Ánimo, soy Yo, no tengan miedo.

 ¡Qué bueno es escuchar en el Evangelio esto una y otra vez! Porque si el Señor no nos da el ánimo, no llegamos, en Cuba no sabemos a dónde, pero a dónde sea, no llegamos. Sí, claro que necesitamos ánimo, ánimo para seguir dando catequesis a la niña que te dice que el primer Papa fue Juan el Bautista,  y a la viejita del pueblo que viene a misa con su perra en celo que se acurruca tranquila junto a su dueña mientras todos los perros machos del pueblo se agolpan aullando al otro lado de la cerca mientras tú intentas hablar de cosas del espíritu en un tono de voz que supere a la jauría; ánimo para hacer una peregrinación al santuario del Cobre, a más de 300 km de Guáimaro, y salir a las cinco de la mañana sentado en un asiento sin ventana mientras sientes que el aire te hiela los tuétanos y, para más inri, poncharse la guagua casi al llegar mientras escuchas al chófer decir: “¡Dígame usted, y yo sin repuesto!”.
         
 Ánimo cuando a la hora de la misa llega el carro de la leche y la gente o llega tarde, o ya no viene, o se escurre de la celebración para no perder su cuota; ánimo para alegrarte con la señora operada de cáncer de mama y que cuando te ve entrar a la sala te saluda gritando desde su cama y diciendo, todo contenta: “¡Padre, me dejaron la teta!”

Sí, ánimo, para seguir viendo Su paso en medio de un pueblo que se niega a morirse, y en medio de una Iglesia que sigue apostando por el Reino.

Felices Pascuas de resurrección para todos. Espero que hayan tenido una buena Semana Santa. Por acá ya les comento en las "Crónicas".

Les mando este correo y otros dos con fotos de cómo van las construcciones. Con el dinero que traje de mi viaje a Miami y con lo que algunos han donado a la parroquia hemos avanzado bastante, como verán, pero todavía queda mucho por hacer.
Puede que mi tiempo en Guáimaro se reduzca un poco y entonces estaría hablando de un máximo de año y medio. Yo sé que a ninguno de ustedes le sobra, pero me gustaría pedirles que apoyen estas obras en lo que puedan. Un aporte puede ser pequeño, pero muchos aportes pequeños pueden lograr mucho. Por si alguien lo ha perdido, recuerdo la referencia:

Camagüeyanos católicos.
6800 SW 40th St # 343, Miami, Fl 33155

Especificando que es para el proyecto de Guáimaro. Yo, como prometí en su momento, iré informando y agradeciendo personalmente vía e-mail los donativos que vayan llegando. Del mismo modo, seguiré informando de modo general el estado de avance de las obras.

Un abrazo a todos y mi bendición,
P. Alberto.

23 de abril de 2014

Viejas postales descoloridas


 
Grupo de jóvenes camagüeyanos, algunos de ellos  estudiantes del Instituto Provincial  que en la década de los 50 recibían clases de Jui Jitsu con el profesor conocido por Undi en el gimnasio “El Sol Naciente”, en la calle Hospital casi esquina a Cristo.

En la foto: Pedro Porro, Antonio Iglesias, Tato González y varios  alumnos más  del gimnasio, al que también pertenecían, entre otros,  Rafael Cervantes, José Otaño y Félix Fernández.

Cortesía de Pedro Porro García

18 de abril de 2014

Procesion del Viernes Santo en Camagüey


Concurrida procesión del Viernes Santo: 
 Camagüey acompaña a la Virgen Dolorosa. 

El santo sepulcro con la imagen yacente de Jesús ha quedado en la Catedral y la imagen de María, acompañada por el pueblo, regresa a la Iglesia de La Merced.
 
 https://www.youtube.com/watch?v=e88R0QLjWCA&sns=fb#aid=P9OO57K5UYQ

Reviviendo recuerdos de la Semana Santa camagüeyana


LA SEMANA SANTA CAMAGUEYANA
 
Ana Dolores García

Puede decirse que las celebraciones de la Semana Santa en Camagüey comenzaban el Viernes de Dolores, viernes anterior al Domingo de Ramos. La devoción a la Virgen Dolorosa era mantenida con mucho celo desde el siglo XIX  por los PP Escolapios. Ese Viernes de Dolores, aunque como todos los de la cuaresma era de abstinencia y penitencia, revestía una solemnidad especial en las Misas que se celebraban en la Iglesia del Sagrado Corazón, aledaña a las Escuelas Pías y que, al igual que éstas, estaba a cargo de los PP Escolapios. 

La primera de nuestras procesiones era, pues, en honor a Nuestra Señora de los Dolores, y salía a la calle en la noche del Domingo de Ramos desde la Iglesia del Sagrado Corazón. Su recorrido era similar al que después harían las procesiones del Viernes Santo. Las casas por donde pasaba engalaban  las rejas de sus ventanas con grandes ramos de palma, bendecidos durante la liturgia de la mañana.

La hermosa imagen de la Virgen, que llevaba -en palabras de Víctor Vega Ceballos- «puñal de plata clavado en el corazón y lágrimas en las mejillas», con sus manos juntas en gesto desesperado de dolor y revestida de manto negro bordado en oro, iba en silencio, como el pueblo que la acompañaba.

Los siguientes días de la semana, es decir, Lunes, Martes y Miércoles Santos, salían puntualmente a las seis de la mañana y desde la Iglesia de la Soledad los Rosarios de la Aurora, dirigidos por el abnegado sacerdote Miguel Becerril Blázquez y su fieles colaboradores, Fausto Cornell, Rubén, Herrera, Gilbert, Palacios... El recorrido era más o menos siempre el mismo, a lo que recuerdo, República, Luaces, Independencia, Avellaneda, etc., las calles centrales de Camagüey.

Eran tiempos anteriores al Concilio Vaticano II y a las reformas litúrgicas por él introducidas, por ello estas celebraciones son algo diferentes en cuanto al modo como lo son hoy en día.  

El Jueves Santo no había procesiones en Camagüey. Por las mañanas se celebraba en todas las parroquias una Misa solemne después de la cual el Santísimo quedaba expuesto para la adoración de los fieles en los monumentos. La Misa más importante tenía lugar en la Iglesia Catedral, donde el Obispo consagraba, además, el crisma necesario en los sacramentos de bautismo, confirmación, extremaunción y orden sagrado a celebrarse durante el año.

Ya desde el mediodía del Jueves Santo cerraban sus puertas las oficinas y comercios, y las estaciones de radio comenzaban a trasmitir sólo música sacra o, en su defecto, música clásica. Nadie trabajaba, y las amas de casa ni siquiera se aventuraban a utilizar la escoba. No faltaba quien aprovechaba este tiempo de asueto para organizar pesquerías en ríos cercanos como el Máximo o el Saramaguacán. 

En la tarde del Jueves Santo, Camagüey se volcaba en las calles, y no precisamente para presenciar el paso de alguna procesión, sino para "visitar los monumentos". El Jueves Santo los creyentes conmemoramos la institución de la Eucaristía durante la Última Cena del Señor con sus Apóstoles. En cada iglesia se preparaba un altar especial para exponer la Sagrada Hostia, el Santísimo, a la adoración de los fieles.  Este altar era por lo general el altar mayor, que se adornaba con profusión de flores, preferiblemente blancas, azucenas o nardos (como queramos llamarlos) y gladiolos. Un espléndido derroche de flores y cirios para circundar a Jesús Sacramentado, expuesto en una hermosa y eleborada custodia de oro.

Sí, Camagüey se volcaba en las calles la tarde del Jueves Santo, para visitar los monumentos. Creyentes y no tan creyentes. Unos, con mucha devoción, visitaban los templos y ante cada uno de esos monumentos, oraban al Santísimo. Otros se contentaban con entrar y salir de la iglesia, rezaban algo o tal vez sólo se santiguaban, valoraban la belleza del monumento, mentalmente hacían comparaciones entre los que habían visitado y luego las comentaban con sus amigos, como si en realidad sólo se tratara de una competencia sobre cuál era el más artístico. Eso sí, para este recorrido unos y otros trataban de vestir a sus niños con las mejores galas primaverales.

El Viernes Santo los católicos amanecíamos en la calle para el  tradicional Via Crucis que desde los tiempos en que los PP Franciscanos atendían la antigua Iglesia de San Francisco, salía antes que el sol, ahora desde la Iglesia del Sagrado Corazón. Esta vez las aceras estaban desiertas de curiosos. Sólo lecheros y trabajadores que acudían a sus faenas se encontraban al paso de esta impresionante y concurrida procesión, a la que no se iba para ser visto.

Y por la noche, la más importante y recordada de nuestras procesiones, la del Santo Entierro, con esa joya que es el sepulcro de plata y el Cristo yacente, detrás del cual seguía, triste y desconsolada, la imagen  de su Madre Dolorosa.

Largos cordones de damas vestidas de negro. Peineta y mantilla, cirios y rosarios en las manos. La luz de los cirios y el resplandor de las lámparas de los fotógrafos iluminaban la noche. Un año, no recuerdo cual, hasta se cantaron saetas al paso de las imágenes desde una de las amplias ventanas del Círculo de Profesionales. Y la Banda Municipal, como en todos los entierros a los que asistía, interpretaba la Marcha Fúnebre de Chopin. 

Después de recogerse la procesión del Santo Entierro, las mismas damas, con sus mantillas y peinetas, rosarios y cirios, acompañaban a la Virgen de la Soledad en la procesión del Retiro, que salía de la Iglesia de La Soledad.

El Sábado Santo -antes Sábado de Gloria-, las campanas de todos los templos comenzaban a repicar a las nueve o diez de la mañana anunciando la Gloria del Señor. No eran pocas las personas mayores que tenían la costumbre de lavarse los ojos en ese momento.

En la mañana del Domingo de Resurrección (ahora se hace en la tarde), se celebraba la procesión del Encuentro.  Encuentro entre las imágenes de una alegre Virgen María -la Virgen de la Alegría- y la de Cristo Resucitado, erguido sobre su propio sepulcro. Era el día en que las niñas lucíamos vestidos blancos y sombreritos de paja  recien adquiridos en la Casa Guirado, ropa que se estrenaba para una primavera que también lo hacía. 

Con esta procesión del Encuentro podríamos  decir que se cerraban las celebraciones de Semana Santa en Camagüey. Pero no, quedaba algo más: el Domingo de Resurrección era tradicional en la Iglesia de La Soledad la celebración de la Festividad de Santa Bárbara.

Dice Elena Pérez Sanjurjo en su libro «Historia de la Música Cubana» que ya desde los tiempos de la colonia los esclavos lucumíes acostumbraban  a hacer fiestas el Sábado de Gloria en honor a Santa Bárbara.  En la Iglesia de La Soledad de Camagüey, parroquia en cuya área se encontraba una capilla particular con una gran imagen de la santa, cada Domingo de Resurrección se celebraba una Misa solemne en honor a Santa Bárbara, después de la cual la imagen era llevada en procesión hasta la casa del santero poseedor de ella en la calle Palma (Ángel Ciro Betancourt), donde quedaba por algún tiempo hasta su regreso posterior al templo de La Soledad.

Las prácticas de santería hacia Changó (versión sincrética de la Santa Bárbara católica), se hacian presentes en aquella procesión a pesar de las protestas de Mons. Becerril y de los esfuerzos que por impedirlas realizaban los cuidadores del orden. Vale aclarar que desde hace muchos años la imagen ha quedado definitivamente en el templo de La Soledad.

Cada Semana Santa era, y lo es todavía, un testimonio más del orgullo que siempre sintió nuestro pueblo por sus tradiciones y su fe.

Ana Dolores García
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17 de abril de 2014

La leyenda del Santo Sepulcro


La leyenda del santo sepulcro

Tal vez superada solamente en popularidad por la leyenda de Dolores Rondón, la historia del Santo Sepulcro ha sido también motivo de diferentes narraciones, algunas de ellas más o menos adornadas y anoveladas, pero todas parecidas. Porque en todas ellas queda claro quién fue la persona que costeó esa joya, así como el motivo que lo condujo a ello, a renunciar a su fortuna y  recluirse en un convento.  Esta Gaceta de Puerto Príncipe recoge hoy otra de esas versiones,  ya que con anterioridad se publicó en este blog la narración que sobre esta legendaria historia escribió Dr. Abel Marrero Companioni.

La autora de la presente versión lo fue Ofelia Cabrera Zaldívar, alumna de la Dra. Ángela Pérez Lama  en la Cátedra de Español del Instituto de Segunda Enseñanza de Camagüey. Este ensayo formó parte de un libro escrito por sus alumnos, en el que se recogían las más importantes leyendas de nuestra historia pretérita. El libro se tituló precisamente “El Camagüey Legendario” y fue publicado por la Imprenta La Moderna, Camagüey, en 1944 y estaba avalado por la supervisión y la seriedad académica de la Dra. Pérez Lama. [adg]

 
Hay en el corazón humano dos grandes pasiones que producen consecuencias distintas para la humanidad. Una es la pasión noble y generosa del amor, la otra la pasión baja y miserable del odio. Una y otra, amor y odio, han llevado al hombre a escribir las páginas más intensas de la historia: grandes y bellas unas, tétricas y aborrecibles las otras. El amor y el odio han tejido en muchas ocasiones tristes y emocionantes historias en que la tragedia ha puesto una nota de intenso dolor; tal es la historia del Santo Sepulcro que se venera en esta ciudad y que ha dado origen a la leyenda de ese nombre, a la bella leyenda camagüeyana del Santo Sepulcro.

Trasladémonos con la mente a principios del siglo XVIII, época en que Puerto Príncipe vivía en medio de un ambiente patriarcal que recuerda mucho las ciudades españolas de la Edad Media.

En este ambiente sano y apacible la vida de la sociedad camagüeyana era una vida casi familiar. Por lo regular todas las familias esta­ban unidas por algún lazo de parentesco, lo que hacía que fueran más estrechas las relaciones sociales entre unas y otras.

La familia Agüero, considerada como una de las fundadoras de la Villa, había contribuido notablemente al progreso de la población. Sus descendientes a través de varias generaciones habían enriquecido el tronco fecundo de sus progenitores y habían aumentado el patrimonio de sus mayores.

De una de esas ramas de los Agüero procedía don Manuel Agüero y Ortega, rico hacendado casado con doña Catalina Bringas y de Varona, pertenecientes ambos a la nobleza criolla. Gozaban de general aprecio en la sociedad, no sólo por su posición social, sino por la generosidad cristiana de sus corazones, ya que cuantos acudían a ellos en demanda de ayuda encontraban no solamente la dádiva generosa, sino la frase de consuelo que mitigaba sus sufrimientos.

Rodeados de sus hijos, vivían en una de aquellas grandes casonas camagüeyanas disfrutando de la dulce felicidad que proporcionaba el bienestar material y la tranquilidad de conciencia, cuando la muerte de doña Catalina llenó de tristeza el corazón de toda la familia y muy especialmente el de don Manuel, que decidió deshacerse de todas las cosas de este mundo para entregarse por completo al servicio de Dios, ordenándose de sacerdote.

Era costumbre entre las familias ricas y piadosas de aquel tiempo, proteger a otras familias pobres, formándose entre ellas un vínculo parecido al de la clientela romana. Don Manuel tenía a su abrigo, desde en vida de su esposa, a un niño hijo de una viuda que se criaba en la casa junto con su hijo mayor como si fueran hermanos. Ambos crecieron y se educaron juntos y una vez terminados aquí [Camagüey] sus estudios, don Manuel los envió a La Habana a estudiar Leyes.

Durante los primeros años de residencia en la Capital los dos jóvenes continuaron unidos, pero aconteció que ya próxima a concluirse la carrera, entre ellos se interpuso una mujer porque ambos se enamoraron de una misma muchacha, la que otorgó su preferencia al joven Agüero.

Era ya el último año de la carrera y el amante feliz se disponía a realizar sus más caros ensueños. Pronto se uniría en matrimonio con la que ya era su novia oficial; dentro de unos meses terminaría su carrera y ya soñaba con la dicha de no separarse más de su amada.

Entre tanto en el pecho del joven Moya (que tal era el apellido del hermano adoptivo) ardía cada vez con mayor intensidad la llama del odio hacia el joven Agüero, y una tarde en que paseaban por las afueras de La Habana, sin saberse cómo, el joven Agüero cayó mortalmente herido a manos de aquél que la generosidad de su padre había elevado desde la oscuridad y la miseria hasta la posición prestigiosa que ocupaba.

Pasados los primeros momentos, disipadas las negras pasiones que hasta entonces le habían atormentado, el fratricida sintió remordimientos por la acción cometida. Quizás si hasta la generosidad que en sus últimos momentos tuvo Agüero al no acusarlo movieron su duro corazón al arrepentimiento. Lo cierto es que partió hacia Puerto Príncipe y en el seno de su madre derramó sinceras lágrimas de dolor. Esta pobre mujer oyó horrorizada el relato que le hacía su hijo ya que aquella pobre viuda cifraba en él toda su esperanza; confiando como siempre, en que una vez terminados sus estudios, su hijo encontraría en don Manuel el apoyo en los primeros pasos de su carrera. Ella en su desamparo y su miseria no había tenido otra ayuda, por eso pensaba que podía seguir contando con el apoyo de su generoso protector. ¿A quién podía ahora acudir en aquella situación desesperada sino a él en demanda de perdón y consuelo?

No debió reflexionar mucho; bien fuera por el conocimiento que tenía de aquella alma grande, bien por el natural impulso de los sentimientos del deber y la gratitud que en su alma se albergaban. La viuda se dirigió a casa de la familia Agüero con su corazón desgarrado de dolor.

Era de noche y a esa hora pocos podían verla. Penetró por el zaguán de la casa, pues las demás puertas y ventanas estaban cerradas en señal de perpetuo duelo. Junto a la puerta quedó el hijo, mientras la madre, allá en el portal hablaba con don Manuel. 
 
No sabía éste, ni aún sospechaba, que a su hijo hubiera ocurrido algo, cuando la infeliz mujer, mil veces infeliz, bañada en lágrimas y ahogando en sollozos las palabras, le refirió con todos los detalles la inmensa desgracia que a ambos alcanzaba. 

Aquel hombre valeroso, no lanzó una palabra de reproche. Sereno, augusto en su dolor, volvióse a la mujer y le preguntó ¿dónde está tu hijo?

—Allí— replicó ella, señalando un bulto que se movía en la oscuridad de la puerta. 

Entonces, levantándose don Agüero se dirigió a su habitación, volviendo a los pocos momentos con una talega de onzas de oro, la que puso en las manos de la viuda diciéndole:

—A tu hijo que entre, que tome de la caballeriza el potro Moro y con eso (señalando a la talega) se vaya lejos, donde mis otros hijos no lo encuentren. ¡Dios le perdone! 

El joven Moya se dirigió a Méjico y nunca más se volvió a saber de él.

Pasó el tiempo y cada día se iba acentuando más la pena del padre Agüero. A tal extremo exaltó su fervor esta desgracia, que decidió ingresar como fraile en el Convento de la Merced.

Con el beneplácito de sus hijos, Fray Manuel invirtió la herencia que correspondía a su primogénito en alhajas para el Templo. De estas joyas la más notable es el Santo Sepulcro, único en la Isla, todo de plata, en el cual invirtió más de 23,000 pesos plata, haciendo venir de Méjico expresamente al artífice don Juan Benítez Alfonso. El sepulcro es de una belleza imponente y a su paso por nuestras calles en la tradicional procesión del Santo Entierro, el Viernes Santo, llena de recogimiento los corazones por su majestuosidad, acentuada por el constante tintineo de las trescientas campanillas que lo adornan. En el exterior tiene esta inscripción:

SIENDO COMMENDADOR EL R.R. PREdo. F. JUAN IGNACIO COLON A DEVOCION DEL P. F. MANUEL DE LA VIRGEN Y AGUERO. SU ARTIFICE Dn. JUAN BENITES ALFONZO. AÑO 1762. (sic)

Además del Sepulcro, Fray Manuel mandó a construir el altar mayor hecho también todo de plata, el trono de la Virgen, varias lámparas, ángeles, etc. Toda la considerable herencia de su hijo la dedicó a embellecer la casa de Dios. En la actualidad sólo se conservan el Sepulcro y el Trono de la Virgen que se sacan cada año en Semana Santa, ya que el fuego ocurrido en la Iglesia hace años, destruyó el Altar Mayor, lámparas y otros objetos.

Así, a través de los años, el Sepulcro que se guarda en un altar expresamente construido para él por la familia Rodríguez Fernández, trae a la memoria de los camagüeyanos el siniestro recuerdo de aquel crimen que tuvo la virtud de elevar a un grado extraordinario de santidad el corazón de un padre desgraciado. Hoy, a casi dos siglos de distancia de aquel suceso nos inclinamos reverentes ante la memoria del noble anciano que supo embellecer su desgracia legando a las generaciones posteriores una joya de arte religioso que no es más que una pequeña manifestación de la belleza serena de su alma grande.

Como dato curioso podemos añadir que durante muchos años el Sepulcro se guardó en la casa de los descendientes de esta rama de los Agüero, pero en la actualidad se venera, como ya dijimos, en el hermoso Templo de la Merced en esta Ciudad. Además debemos agregar que desde los primeros momentos se formó una especie de Congregación o Hermandad con la finalidad de cargar todos los años en la Procesión del Viernes Santo y en la del Domingo de Resurrección tanto el Sepulcro como el trono de la Virgen. Esta hermandad se originó porque al principio los esclavos eran los cargadores, pero más tarde siguió la tradición y se fue trasmitiendo la costumbre de generación en generación.

Los cargadores del Sepulcro y el Trono no reciben remuneración alguna y a pesar de que no tienen reglamento, ni directiva, ni están inscritos en ningún libro, todos los años acuden puntualmente a desempeñar su noble misión. A veces algunos vienen de veinte leguas de distancia a cumplir con este sagrado deber. Se cuenta que algunos cargadores llevan hasta cincuenta años sintiendo sobre sus hombros lo que para ellos es dulce carga, y que acostumbran  a descansar su cabeza, ya vencidos por la muerte, sobre la misma almohadilla que en vida les ayuda a hacer más llevadero el Santo Sepulcro.

14 de abril de 2014

Las cocas de sardinas de la dulcería "La Isla"

Típicas en la Semana Santa  
Las cocas de sardinas
de la dulcería “La Isla”
Ana Dolores García

Apenas amanecía el lunes santo y salía de la Soledad el primer Rosario de la Aurora de la Semana Mayor camagüeyana, las amplias vidrieras de la antigua dulcería “La Isla” en la calle Estrada Palma comenzaban a llenarse de cocas de sardinas. 

La gran variedad de “queis” recubiertos con el clásico merengue o con una crema de almendras, yema, azúcar y frutas gratinadas de todos los colores, abría espacio para otra de las especialidades de la casa: las cocas, esas tartas de sardinas, tomate y cebolla, tan apropiadas para los días de abstinencia de carne que muchos de los mayores estiraban a toda la semana.

Estas cocas, comunes en los pueblos franceses y españoles que orillan el Mediterráneo, las llevaron a Camagüey unos industriosos catalanes. La palabra  había llegado al idioma también del catalán, probablemente derivada del germano “koka”, tarta.  

“Anguela, Bursosa y Cía” era la razón social de aquella empresa de larga tradición en Camagüey. Todos ellos catalanes, los dos socios principales y los de la “Cía”: Juan Balcells, atendiendo a la clientela y otro paisano que no se separaba de la cocina y de los hornos.

Evocando en estos días aquellas cocas, y para quienes decidan hacerlas en sus casas, aquí va la receta aunque  no sea igual a aquellas de “La Isla”.

Estoy segura de que, aunque lo fuera no nos sabrá igual.   
 
Coca de sardinas con tomates

(Receta de Diana Cabrera en http://canalcocina.es)

 Ingredientes principales
½ kg de Harina          
1 dl de Aceite de oliva
20 g de Levadura prensada     
¼ l de Agua                       
4 Tomates       
½ kg de Sardinas
100 g de Aceitunas negras      
Romero                      
Sal

Nota. Me he atrevido a sustituir las aceitunas negras por cebolla, tal como creo recordar eran las de “La isla”, a las que tampoco agregaban romero.  De todos modos pueden adicionarse, así como tiras de pimientos morrones o aceitunas verdes, a gusto. La masa de la coca es similar a la de la pizza o la empanada gallega.

 Hacer la masa de pan, mezclando la levadura prensada con el agua tibia, la sal, un poco de aceite  y la harina. Dejar fermentar hasta que duplique el volumen en lugar cálido, alrededor de 1 hora.

Cortar el tomate y la cebolla en rodajas. 

Estirar la masa con un rodillo y poner sobre ella las rodajas de tomate y cebolla, las aceitunas, un poco de aceite de oliva y el romero fresco. Hornear a 200º C durante 10 minutos.

Marcar las sardinas en aceite de oliva y colocarlas sobre la coca. Hornear  a 200º C durante otros 10 minutos.

4 de abril de 2014

Velada en Conmemoración del 2º Centenario de Gertrudis Gómez de Avellaneda

 
La Asociación Nacional de Educadores Cubano-Americanos (NACAE)
El PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio, 
y La Editorial Cubana ‘Luis J. Botifoll’

se complacen en invitarlos 
a la presentación del libro

Baltasar - Drama Oriental en Cuatro Actos y en verso
por
Gertrudis Gómez de Avellaneda

En solemne velada en conmemoración 
del bicentenario de su nacimiento

Este libro, editado por la Editorial Cubana ‘Luis J. Botifoll’ (2014), es un facsímil de la primera edición de 1858, con estudio introductorio moderno del Dr. Eduardo Lolo.
PRESENTADORES:
Armando Cobelo,
presidente de la Editorial Cubana 'Luis J. Botifoll',
miembro del Comité Ejecutivo de NACAE
y expresidente de la Fundación Padre Félix Varela.
 Tema
La labor de la Editorial Cubana ‘’Luis J. Botifoll’’. 
 
Ángel Cuadra
poeta, ensayista, expreso político
y presidente del PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio.
Tema: 
Baltasar: memorias de una puesta en escena.
 
Eduardo Lolo
catedrático de español y literaturas hispánicas
de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY) en Kingsborough.
Autor de varios libros de crítica 
y estudios literarios.
El Dr. Lolo leerá la ponencia inédita
El teatro en la Avellaneda y la Avellaneda en el teatro.
 
FECHA:
Miércoles 16 de abril de 2014.   7:00 p.m.

LUGAR:
Casa Bacardí/Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americano        
               UNIVERSIDAD DE MIAMI                  
1531 Brescia Ave., Coral Gables. 
Teléfono 305-284-2822
 
El libro estará a la venta por el módico precio de $10.

Remitido por Guillermina Carrandi

1 de abril de 2014

Los quicios

 
Los quicios
Por Miguel A. Rivas Agüero

Desde su fundación hasta el segundo tercio del siglo XIX, las calles del centro de la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe fueron de tierra, por lo que cuando llovía el agua corría arrastrando la tierra y produciendo la consiguiente erosión. Por lo que con las sucesivas primaveras el piso de las calles fue bajando de nivel. Además, otra causa de la erosión de las calles fueron los comunes aleros, tejados o guardapolvos de las casas con su derrame de las aguas pluviales que caían directamente a la calle desde una altura de seis o más varas.

Fueron esos, a nuestro juicio, los motivos para que después hubiera casas con elevados quicios o andenes (como se denominaba a los más anchos), algunos tan altos que no era posible transitar por ellos. Recordemos algunos de esos quicios aunque todavía no son cosa del pasado, pues algunos se encuentran en las calles  que forman los extremos de la población.

En la calle Cisneros (Mayor) frente a Paco Recio (Ángel) había un edificio -hoy son dos amplias casas- cuyo quicio, por el declive de la calle, era de menor a mayor ya que empezaba en el zaguán o cochera con apenas seis pulgadas sobre la calle y terminaba con dos varas, y todo ello con poco más o menos de dos pies de ancho. En ese tramo de dicha calle, las dos casas citadas y la que le sigue, tienen actualmente dentro de ellas, es decir, en la sala, escalones para poder subir desde la altura actual de la acera al interior de las mismas.

En la calle República/Reina entre Manuel Ramón Silva y Fidel Céspedes (San José y San Martín) hay una casa en que la altura del quicio era también de casi dos varas, lo que obligó a formar escalones en la propia acera y, como resultaban estrechos, contaba con un pasamanos de hierro para dar protección a los que entraban o salían de dicha casa. Posteriormente, al reedificarla, los escalones se hicieron dentro de la misma. Iguales pasamanos y por los mismos motivos quedan en otras casas de varias calles de la ciudad.

La finalidad de los quicios no era solo la de dar protección a las bases de los edificios, sino también facilitar el movimiento de peatones para que no transitaran por la calle, pero en realidad era prácticamente imposible utilizar tales quicios a menos que el peatón anduviera brincando como un chivo.

En 1788, según acta del Ayuntamiento del 18 de abril y después de haber hecho un estudio sobre el problema,  se adoptó el acuerdo de no suprimir los quicios a las calles porque, como antes expresamos, ellos daban protección a los cimientos de las casas, muy especialmente en aquellos casos en los que el nivel de la calle había descendido notablemente a causa de la erosión.

Hasta 1850 no hubo cambio alguno en la irregularidad de los quicios, pero el Ayuntamiento “velando por el ornato de la ciudad” acordó, el 5 de abril, “acerar”, es decir, construir aceras a las calles principales, tal como ya se había hecho con parte de la calle “Mayor” (Cisneros).

Estas aceras se formaron con lozas de barro cocido de media vara en cuadro y al precio de un peso la vara cuadrada de acera. Entre las calles en que habían de realizarse esas mejoras figuraban: Reina, San Juan (Avellaneda) de la esquina de Soledad (Estrada Palma/Ignacio Agramonte) hasta la plazuela de San Francisco, y Contaduría desde la “Cruz Grande” hasta San Clemente. Conviene aclarar, “La Cruz Grande” no era el nombre de una calle sino la cruz grande colocada en la pared de una casa de la calle Santa Ana (Gral. M Gómez) esquina a Príncipe (Goyo Benítez).

Aunque el acuerdo del 5 de abril no lo especifica, es de presumir que el peso por vara cuadrada de acera habría de ser pagado por los respectivos dueños de las casas, ya que su propiedad resultaba mejorada con esa innovación.

No fue hasta el comienzo de la República que se empezó la construcción de aceras amplias y cómodas para los peatones. La gran mayoría de ellas, fuera de las que eran consideradas principales, fueron dotadas de alcantarillado y pavimentadas en la década de los años cuarenta del pasado siglo XX, durante la presidencia de Ramón Grau San Martin.  Hoy son muy pocas las calles que quedan en la ciudad con los antiguos quicios, pues al pavimentarlas fueron suprimidos muchos de esos molestos y feos “andenes”.

Una originalidad de los tales quicios o andenes consistía en que siendo de ladrillos, en toda la longitud de su borde los ladrillos no se colocaban de plano sino de canto, con lo que dicho borde quedaba reforzado por la gran cantidad de ladrillos que había que emplear en esa forma de colocarlos, detalle este que puede observarse en los remozados quicios de las calles que circundan la plaza de San Juan de Dios.

En cuanto a las actuales aceras, es de señalar que el Ayuntamiento, olvidando la finalidad para la que son construidas, o sea, para el tránsito de los peatones, ha autorizado que cada quien, frente a su casa, rompa el borde o contén y rebaje el nivel de la acera para facilitar con ello el acceso de los automóviles a sus garajes. Esta  práctica, a mas de romper la estética en la construcción de las aceras, constituye un peligro para los peatones que necesariamente han de utilizarlas, pues el declive es fácil motivo de caídas de personas, principalmente cuando dicho declive es hecho en aceras de menos de una vara de ancho, al no quedar espacio alguno sin declive que permita al peatón caminar sin riesgo de caídas. 

Reproducido del folleto "Camagüey y sus calles", editado por la Dra. Maria A. Crespí.  

 ** VARA: Medida de longitud que se usaba antiguamente con valores diferentes que oscilaban entre 768 y 912 mm.